Opinión: Apuntes sobre Emma Zunz

Una puerta que se cierra

por Mauricio Koch

Hay un laberinto que no suele mencionarse, en el que quizá no suele pensarse cuando se piensa en los laberintos de los cuentos borgianos. Los más previsibles son los de “La casa de Asterión” o “Los dos reyes y los laberintos”, donde Borges reescribe mitos o leyendas, pero en esa lista entran también “Las ruinas circulares”, “La biblioteca de Babel” o “El jardín de senderos que se bifurcan”, todos cuentos clásicos y extraordinarios, pero todos, además, pertenecientes a la línea que Ricardo Piglia llamó “de la biblioteca” en su teoría de “los dos linajes”. La más intelectual y cosmopolita, la menos criolla y ligada al habla popular. El laberinto al que me refiero es el que aparece en el cuento “Emma Zunz”. Una de las razones, imagino, de que no se hable tanto de él es que está en medio de un relato que “va por otro lado”, la propuesta no tiene nada que ver con las disquisiciones metafísicas de los anteriores, el lector sigue la trama policial (y de horror) y se desentiende de esos pormenores. Aunque dicho así suena a prejuicio. Lo que intento decir es que mientras uno lee “Emma Zunz”, lo último en que suele pensar es en laberintos. Y, sin embargo, la tarde en que Emma va al puerto decidida a cumplir su plan, y “opta” (la palabra es de Borges) por un marinero “más bajo que ella y grosero”, el narrador escribe: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró”. Lo interesante, más allá de que el laberinto está y es bien concreto, es el lugar donde Borges lo ubica y el uso que hace de él. Porque lo que viene después de esa larga sucesión de “después” que forman ese laberinto que termina en una puerta que se cierra, es la reflexión final del narrador: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman”. Tronchado, qué hallazgo. Hay un antes y un después de ese momento para Emma (y para el lector). Todo ocurre ahí, en el instante posterior a que se cierra la última puerta. Luego el cuerpo de Emma hablará y ya nada será igual: “Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían”. En “Emma Zunz”, Borges utiliza el símbolo del laberinto de una manera muy distinta; más terrenal, podría decirse. Y, fiel a sus principios estéticos no realistas, para hablar de una cosa nos muestra otra (que nos remite a aquella). 

El momento preciso en que el cuerpo habla

“Emma Zunz” es uno de mis cuentos favoritos de Borges, por varias razones. Una de ellas es el manejo magistral del punto de vista, el hecho no menor de que la protagonista sea mujer, las motivaciones que llevan a Emma a idear el plan de venganza. El sistema de engaños en que consiste dicho plan. Es un cuento engañoso, de apariencia simple, pero que encierra en su interior, en la más interna y profunda de sus muchas capas y pliegues un secreto que me fascina cada vez que lo leo y llego a ese lugar. 

Repasemos: Emma recibe una carta fechada en el Brasil, a través de la cual se entera de que su padre, Emanuel Zunz, ha muerto. Según los detalles de la carta, se trataría de un suicidio (o de una ingesta excesiva de veronal, un somnífero, por error). Emma deja caer el papel y llora en la oscuridad. Recuerda veraneos en una chacra cerca de Gualeguay, trata de recordar a su madre, pero no puede, y recuerda (esto sí con claridad) que les remataron una casa, los recortes de diario que hablaban de “el desfalco del cajero”, su padre. Y recuerda, sobre todo, que su padre le había jurado que el ladrón no había sido él sino Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica, en el presente uno de los dueños. Emma no duerme esa noche y por la mañana, con la primera luz, ya tiene trazado un plan. Ese plan incluye hacerse pasar por delatora (llama a Loewenthal para decirle que tiene datos sobre una huelga que se está desarrollando en esos días y eso le da la excusa para que la reciba en su oficina por la tarde), hacerse pasar por prostituta (tiene dieciocho años y los hombres le inspiran “un temor casi patológico”, y sin embargo va hasta el puerto y elige al más “grosero” de los marineros para tener sexo con él, siempre como parte de su plan). Antes de que ese acto se concrete, Borges describe el laberinto que termina en una puerta que se cierra. Y ahí, el límite del lenguaje, una frontera que impide ir más allá y por eso la elipsis, la reflexión filosófica del narrador y una pregunta que lo cambia todo: si en aquel tiempo fuera del tiempo, Emma pensó una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio. Y ocurre entonces algo insólito, inesperado: el narrador, como si le resultara insuficiente la posibilidad de opinar y preguntar como lo venía haciendo, pasa de tercera a primera persona, dice “yo” y desde ese yo da su opinión, una opinión que es del más puro orden intuitivo, más una corazonada que otra cosa (“yo tengo para mí”), porque no sabe con certeza, su alcance y su sabiduría son amplios pero no llegan hasta ese recóndito lugar de Emma, sólo puede suponer y supone que Emma sí pensó una vez y eso puso en peligro su propósito. Lo que pensó (“no pudo no pensar”, dice) es que “su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían”.

Cierro este punto con un pasaje de un ensayo de Beatriz Sarlo que para mí fue iluminador. Se llama El saber del cuerpo. A propósito de Emma Zunz: (…) “De su cuerpo, sometido a la cosa horrible, Emma recibe una lección de conocimiento. Al buscar al marinero, Emma actuó como si su cuerpo fuera mero instrumento gobernado por una razón superior, de carácter moral y filial. Pero el cuerpo actuó y padeció acciones, fue el objeto de la “cosa horrible” y pudo más, en el momento en que Emma se dirige a matar a Loewenthal, que la conciencia filial y el sentido del deber (…). El cuerpo se ha resistido a ser instrumento ciego de la venganza. Emma quiso usarlo como si su conciencia pudiera imponerse sobre esa materialidad, pero el cuerpo impuso los cambios en el plan de la venganza”.

Otro cuerpo que habla

En La zona de interés, la película basada en la novela de Martin Amis y dirigida por Jonathan Glazer que retrata la vida de Rudolf Hoss, oficial nazi a cargo del campo de concentración de Auschwitz, y su familia, con la que vive en una casa lindante con el campo, se nos muestra al comandante Hoss a través de acciones cotidianas, tanto de trabajo como de jefe de familia. Lo vemos en reuniones con otros jerarcas y oficiales, festeja su cumpleaños en el jardín, por la noche apaga luces y cierra puertas (esta escena es clave y el director es minucioso allí: cuando ya todos se han ido a la cama, Hoss se ocupa de cerrar todas y cada una de las puertas de la casa —son dos plantas, las habitaciones son muchas— y de apagar todas las luces). Esta escena nos permite conocer la médula del personaje: sin necesidad de palabras ni de acciones macabras, vemos una subjetividad atravesada por la noción de trabajo bien hecho, sin que nada, absolutamente nada, quede librado al azar. El control total. 

Más allá de situaciones como la anterior, no hay en toda la película una sola escena dentro del campo de concentración, todo está precisamente fuera de (del) campo, literal. Hay una sola excepción: una toma en primer plano de él, de Hoss, en la que la cámara se detiene unos largos segundos en su cara (una cara inexpresiva, inescrutable) y detrás hay humo, un humo negro y espeso. No hace falta más.

Los temas de las reuniones de trabajo de Hoss están todos vinculados al eficaz funcionamiento del campo. Una de sus principales preocupaciones son los hornos crematorios, que no dan abasto, funcionan bien, pero son insuficientes. Vienen ingenieros a la casa y le presentan proyectos que él evalúa. La película transita por esos lugares. Hoss es racional, mecánico, hace, lleva a cabo, ejecuta, da y recibe órdenes, las cumple y manda cumplirlas, la razón y el sentido del deber dan la impresión de imponerse, sobre todo. Pero hacia el final ocurre algo (algo quizás inesperado): Rudolf Hoss está en una fiesta de la alta sociedad militar y civil alemana, en un momento decide irse y mientras baja las escaleras del edificio, se detiene y vomita. De hecho, vomita dos veces. A diferencia de “Emma Zunz”, donde la revelación del cuerpo no deja dudas, acá hay un grado de ambigüedad porque las posibilidades son dos y el director un poco juega con eso: puede ser que Hoss se haya excedido con el alcohol, pero también es probable que su cuerpo haya hablado. Es probable que la exposición cotidiana y sistemática al horror, a ver lo que ve, a oler lo que huele, a escuchar lo que escucha (hay gritos, tiros, chirridos, ruido de metal que se retuerce, humo a lo largo de toda la película, siempre de fondo, como una constante) haya hecho eclosión y se resuma en ese vómito donde el cuerpo dice basta, se expresa expulsando, habla en su idioma, enuncia de ese modo el asco que la mente hiperracional del comandante le ha impedido (o tratado de impedirle) sentir. 

Reflexión final

Como siempre en Borges, más allá de la arquitectura del relato, de las sabias estrategias que usa para contar historias complejas, hay un hueso filosófico y la intención de dejar una o varias dudas planteadas. En este caso, una reflexión sobre la verdad. Dice Leonardo Pitlevnik, autor de Borges y el derecho: “Emma construye una violación que no por ser fingida es menos ultrajante. Siguiendo el consejo que el mismo Borges expone en otros textos (leer los diarios con desconfianza, imaginar que un hecho puede significar algo distinto de lo que aparenta) el cuento permite discurrir en las formas de narrar, una práctica esencial en el mundo del derecho y que en este caso se despliega en torno a tres delitos no del todo imaginados ni del todo reales. El litigio, el juicio, las sentencias, son formas de narrar acciones que se pretenden culpables o inocentes, y también en estos relatos la presentación, las omisiones y los puntos de apoyo resultan esenciales en la historia que puede llevar a alguien a prisión”. 

¿Qué es la verdad? ¿Cuál es la verdad en este caso? El cuento nos revela que la verdad también puede construirse a través de una estrategia. O que el modo de acceder a ella puede ser a través de una ficción, de un montaje. En el párrafo final, el narrador se la juega y afirma: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”.

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