Opinión: Los comienzos de Borges como narrador

por Mauricio Koch

tapa del libro Historia universal de la infamia, el primer libro de ¿relatos? de Borges –al margen de la clara ironía del título, ya que se trata de un volumen de poco más de cien páginas–, tiene una organización interna muy extraña. Está estructurado en tres partes: la primera consiste en siete biografías breves de personajes de distintas épocas y países, unidos todos por su tendencia a estar fuera o al margen de la ley. Estas historias fueron apareciendo por separado en el diario Crítica entre los años 1933 y 1934. La segunda parte está formada por un cuento (sí, uno solo), “Hombre de la esquina rosada”, que es el primer cuento criollista de Borges y que, si bien había tenido otras versiones, se publica por primera vez en libro acá, y, como señala Ricardo Piglia, es el primer texto posterior al Martín Fierro escrito desde un narrador que usa las flexiones, los ritmos, el léxico de la lengua oral (sí, un Borges populista). Y, por último, la tercera parte, una serie de entre seis y ocho (según la edición) textos muy breves sobre los que Borges afirma en el prólogo no tener más derecho que los de traductor y lector, y que están unidos por el tema de la magia. Extraño, ¿no? Si no supiéramos que el autor del libro es Jorge Luis Borges, quizá nos animaríamos a decir que es un tanto disparatada la organización. Cualquier editor actual nos diría que escribiéramos tres o cuatro biografías breves más y así tendríamos un libro tipo Vidas imaginarias de Marcel Schwob, o que con los textos breves del final podríamos armar un futuro libro de microrrelatos, y “ese cuento en el medio la verdad que no va, es el único que está en primera persona, tiene un tono y una estructura muy diferente al resto”, etcétera. Todos argumentos válidos. Y sin embargo, hay que reconocer que funciona. Es anómalo, sí, pero el tiempo le ha dado la razón. Aunque quizá no sean tres partes sino dos, y ese cuento de malevos una perfecta bisagra (que además se despegó del resto y es uno de los cuentos más famosos del autor, aunque ese es otro tema). 

De todos modos, Borges tenía una mala relación con este libro y siempre dudaba al momento de reimprimirlo. Escribió dos prólogos en los que se dedica básicamente a hablar mal de su propio trabajo (se me dirá que en Borges eso era una constante, pero con Historia… tenía un particular ensañamiento): dice, entre otras cosas, que abusa de procedimientos como las enumeraciones, que los textos reunidos son “el irresponsable juego de un tímido que se dedicó a falsear y tergiversar historias ajenas”, que es un libro de naturaleza barroca y el barroco es un estilo que linda con su propia caricatura (de estas tres razones, la única atendible hoy es la del barroquismo, del que en efecto renegó y se preocupó en dejar atrás; las otras dos, por el contrario, son marcas inconfundibles de su estilo y de la escritura que lo hizo inmortal). Aunque a medias, de la autocrítica se salva el cuento “Hombre de la esquina rosada”. Y ni siquiera el cuento, con el que siempre tuvo una relación ambivalente, sino el habla o la entonación del personaje, que Borges defiende diciendo que intercaló allí algunas palabras cultas porque “el compadre aspira a la finura”. Norman Thomas di Giovanni, su traductor al inglés, cuenta que Borges se enojó muchísimo cuando él le propuso encarar la traducción de este libro. Tanto se ofuscó que le dijo que si volvía sobre el tema daba por terminada la amistad.

Retomando la idea del comienzo, es evidente que en Borges había pocas decisiones apresuradas y equívocas, en alguien con su genio el azar tiende a cero, pero también es cierto que su estilo (sobre todo el de la prosa) fue cambiando con los años y, como decíamos antes, el barroquismo inicial se depuró hasta decantar en un clasicismo con muchas marcas cercanas a la oralidad. Y no corregía hacia adelante, como le gusta decir a César Aira, sino todo lo contrario: revisaba y modificaba los originales, que nunca eran los mismos en las sucesivas ediciones (reescribía, agregaba posdatas, nuevos prólogos, eliminaba versos de los libros de poemas, añadía nuevos, modificaba los títulos, agregaba secciones, etc. Nadie como Borges corrigió tanto hacia atrás. Es paradigmático el caso de su primer libro, Fervor de Buenos Aires, que a lo largo de los años sufrió infinitas modificaciones), pero esta extraña forma que le dio a Historia universal de la infamia se mantuvo, y eso nos permite vislumbrar los titubeos de sus comienzos, y que, aunque sabemos que debemos desconfiar de sus afirmaciones (no de falsa modestia sino, podríamos decir, de búsqueda incesante e inconforme), el éxito del cuento de orilleros que en buena hora decidió incluir, sin duda le habrá dado confianza para seguir indagando en esa línea.

Piglia explica muy bien en sus clases que en Borges conviven dos líneas o herencias con las que construyó su mito de origen (por un lado, la familia inglesa del padre, que trae la cultura, la lectura, la biblioteca. Por el otro, la línea materna, una familia tradicional argentina que según él son ignorantes, pero entre sus miembros hay grandes héroes militares y estancieros). Este primer libro de textos en prosa que todavía no llegan a ser cuentos nos deja ver con claridad que la línea de la biblioteca se imponía sobre la otra, no tanto por la elección de los personajes ya que todos son marginales y bandidos, sino por el tratamiento que Borges le da a los primeros siete textos, en los que asoman los recursos y temas que luego se expandirán en los cuentos de la biblioteca: la erudición fingida o irónica, el uso falseado o apócrifo de las fuentes, los espejos y la paternidad como abominaciones, etc. Es la primera vez que Borges se enfrenta, por ejemplo, a la dificultad de “elaborar un catálogo limitado de cosas infinitas”, y la solución que encuentra a eso es “relacionar cada elemento en apariencia azaroso con su vecino, por secreta asociación o por contraste”. Esto, como sabemos, alcanza la perfección en el cuento “El Aleph”. 

Por eso decimos que en buena hora decidió incluir el cuento de cuchilleros, y que ese cuento tuvo repercusión inmediata. Porque esto habilitó y permitió fortalecer una línea que quizás de otro modo Borges hubiera abandonado o no hubiese seguido explorando. Es una posibilidad un tanto vaga, pero la forma del volumen permite pensarla.

A Norman Thomas di Giovanni esta línea le parece menor, casi se diría que le molesta, preferiría que no estuviera. En La lección del maestro, libro en el que repasa su relación con Borges, dice: “El tipo de destreza masculina que él parecía admirar arraiga en el culto a la barbarie todavía frecuente entre muchos de sus compatriotas. Era un rasgo que él reconocía en ellos y con el que yo –después de una relación de media vida con la Argentina– todavía no he podido reconciliarme”. Puede verse en esta afirmación cómo el traductor norteamericano ve en este aspecto de Borges un rasgo marcadamente populista, bárbaro incluso, que él no puede asimilar, y que rechaza. Una línea que, por el contrario, Piglia reivindica y no sólo considera clave, sino que incluso afirma que sin esa tensión dual que está desde el origen y que se mantiene a lo largo de los años, Borges no hubiera sido el gran escritor que fue. 

Baste como prueba final de esto El informe de Brodie, un libro publicado treinta y cinco años después de Historia universal de la infamia, en el cual seis de los once cuentos son de cuchilleros. En su autobiografía, Borges había declarado que nunca había visto a “Hombre de la esquina rosada” como un punto de partida sino como una rareza, pero, como podemos ver, se contradijo. Su obra lo contradice. Dijo una cosa e hizo otra.

Abrir chat
Hola, ¿En que te puedo ayudar?
Hola 👋 soy colaborador de Fundación La Balandra 😊 Mi nombre es Milton. ¿En qué te puedo ayudar?