Lecturas: La voz de la madre

Un mar profundo en plena noche

por Mauricio Koch

En “Volver”, uno de los breves capítulos que componen La voz de la madre, el último libro de Silvia Arazi, aparece esta confesión: “Cuando mi mamá estaba ya muy enferma y débil, sentí la necesidad de escribir sobre ella (…) Pero hay algo terrible en la idea de escribir sobre el cuerpo de una madre. ¿Por qué razón dejar rastros de algo tan doloroso como el deterioro de un ser querido? ¿Para poder olvidar? ¿Para no olvidar? (…) Solo sé que, a medida que la vida de mi madre se acercaba a su fin, creció en mí la necesidad de escribir –que es sobre todo mi forma de pensar– acerca de ella. Con la torpe esperanza de que mis palabras podrían acallar el rumor de la muerte”. 

Confesión, declaración de principios y preguntas que se contradicen y que a priori se sabe no encontrarán respuesta. Pero también queda claro que en ese origen hay una necesidad, que esa necesidad está por encima de las dudas y que la palabra escrita es el único medio –al menos para la autora– de abordar un tema de esta magnitud. El problema –que no es un problema menor– es que esta inmersión es tan agotadora y dolorosa que la primera reacción es la de huir. Y de esto también da cuenta el libro: “Todo me parece válido para demorar el momento de la escritura. Bucear en la memoria es sumergirse en un mar profundo en plena noche, entre peces, algas y monstruos marinos. ¿Y quién está dispuesto a sumergirse en ese mar?” La enfermedad y muerte de la madre, más la consecuente revisión personal que viene con su propia carga de miedos, caras olvidadas que resurgen y viejas cicatrices que se vuelven a abrir, son cuestiones que por un lado mueven hacia la escritura, pero también espantan. Revisar momentos que creíamos enterrados, tener una versión actualizada de los hechos y darnos cuenta que esta versión no coincide que la que con tanto esfuerzo logramos construir y sostener. Todo eso es desestabilizante y exige una gran decisión para poder afrontarlo. 

Volver a mirar viejas fotos y pensar en el padre, en las razones de ciertos comportamientos, en la posibilidad de aceptar que hizo lo que pudo y de perdonar para, una vez más, olvidar o cerrar ciclos. O no cerrar sino expresar con una claridad que antes no se tenía qué es lo que nos dolió tanto. El temor que produce en la familia la presencia de una escritora, la preocupación por que cuente lo que no hay que contar, lo que es mejor callar o mantener puertas adentro. Entre esas contradicciones, ese mar de dudas y temores avanza la escritura de La voz de la madre.

Hace unos años, Leila Guerriero repasó en una nota una lista bastante detallada de libros que dan cuenta del duelo –un subgénero llamado memoir de duelo–, y encontró que lo que suelen tener en común estos libros es la brevedad: “El proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no tenerlo, pero, a la vez, exige chapotear en un fango de dolor. Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio demasiado tiempo, casi todos son libros breves”.

Otro desafío en este tipo de textos es eludir el sentimentalismo y la autocompasión. Que, aunque indeseados quizás por tan frecuentes, por otra parte, serían entendibles. Sergio del Molino, que en La hora violeta escribió sobre la enfermedad y muerte de un hijo, le llama a esto: “Reconquistar el territorio que han saqueado los gurús y los depredadores de lo cursi”. Gran y noble misión. En este punto, la escritura de Arazi sale airosa: es sutil y da lugar a la ternura, pero no elude el dolor; al contrario, le planta cara: “Me demoro con estupor ante el espectáculo de su cuerpo en ruinas. Y, por qué no decirlo, de su fealdad. La atroz fealdad de la vejez en una mujer que un día fue hermosa”. Se asoma al abismo y lo nombra con valentía. Sin engaños ni eufemismos. Aunque a veces las palabras precisas para nombrar el horror sean poesía: “Miro las piernas de mi madre: blancas y descarnadas como ramas de nácar”. Hasta que no se puede más: “Necesito salir a la calle, tomar aire, respirar, asegurarme de que en el mundo hay lugar para algo más que el dolor”. 

El libro alterna capítulos en primera y tercera persona; el paso del “yo” a “la hija” se da sin sobresaltos ni preavisos, el lector entiende –y acepta– que se trata más de un instinto de preservación que de una estrategia narrativa y menos aún de un recurso para sorprender. 

La hija, Silvia, nos cuenta que, como al padre, le gusta la cantante Fairouz, “una de las voces más expresivas que escuché en mi vida. Una voz que parecía encerrar la belleza y el dolor del mundo”. Y esto último: “Una voz que llora”. Lo mismo podría decirse de la escritura de Arazi. Aun cuando sonríe, aún cuando canta, aun cuando camina por la plaza con la madre o conversa animadamente con la encargada del edificio donde vive, por debajo siempre hay una lágrima. Una lágrima que reluce y que nombra y da cuenta con palabras simples y precisas de aquello que en principio no se podría nombrar. 

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