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Cuestiones de oficio: No se llaman textos, se llaman cuentos

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Cuestiones de oficio:

No se llaman textos, se llaman cuentos

por Mauricio Koch

Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos”, dijo Augusto Monterroso en una página memorable dedicada a Juan Carlos Onetti, en la que destaca la sabiduría del narrador uruguayo, una sabiduría cuyos rasgos más sobresalientes son no dejarse tentar por el saber (“sabe que no sabe y por eso sus cuentos son insondables”), hacer lo que a uno le gusta y no abundar en páginas innecesarias (“los cuentos no pueden ser muchos porque el corazón no los resistiría, y si son de Onetti, menos”), un elogio que Borges hubiera celebrado, aunque más no fuera por haragán, una característica de la que se ha jactado en algún prólogo. No sé si Monterroso ha dejado de ser leído (suelo pensar que el famoso microrrelato del dinosaurio no sirvió más que para confundirse de animal –recordemos que Vargas Llosa lo convirtió en unicornio y Carlos Fuentes en cocodrilo–, hacer chistes tontos y no leer el resto de su obra, tan breve como perfecta), lo que sí sospecho es que nadie hace caso de sus consejos, quizá porque los daba así como al pasar, sin ninguna solemnidad o alharaca, pero no hay más que mirar alrededor para ver por todos lados apuro, ansiedad por escribir muchos cuentos, uno atrás de otro sin detenerse ni a respirar ni a releer lo escrito (¡Dios no lo permita!), y sobre todo escritores que escriben cuentos sin preguntarse si realmente le gustan los cuentos. 

Esto puede parecer una tontería, pero, dadas las circunstancias, creo que es una pregunta pertinente: antes de sentarte a escribirlos, ¿te preguntaste si te gustan los cuentos? El mejor modo de saberlo es simple: ¿leés cuentos? ¿Es una prioridad en tus días encontrar un rato libre para leerte sin respiro las diez páginas de un cuento de Mariana Enríquez, de Saki o de Fabio Morábito? ¿Disfrutás de la lectura de esos cuentos? No digo libros en general, no digo novelas, ensayos filosóficos o literarios, diarios íntimos o públicos, poesía concreta, revistas dominicales que vaticinan el fin del mundo, fábulas de autoayuda, esos textos concebidos más para dar cátedra o como pretexto para bajar una línea moral que para contar una historia con estilo propio. Cuentos. Como “El Aleph”, “El corazón delator”, “La gallina degollada”, “Casa tomada”, “La madre de Ernesto” o “El ahogado más hermoso del mundo”. Cuentos, de amor, de terror, policiales, fantásticos. Como “Esa mujer”, “Un día perfecto para el pez banana”, “La fiesta ajena” o “El Horla”. Porque además de mucho apuro y una gran producción de textos –no es casual que use esta palabra, que en general evito– lo que abunda es gente que escribe cuentos a la que en realidad no le gustan nada los cuentos. Ni leerlos ni contarlos. Solo les interesa escribirlos. ¿Cómo puedo afirmar esto? Porque se nota. A poco de empezar a leer, yo diría que ya desde la primera oración se nota que no son los cuentos lo que le interesa a ese autor o autora. Le interesan otras cosas. En primer lugar las opiniones personales –la suya–; le interesa dejar constancia, dar un sermón, agotar un tema, ni siquiera filosofar o merodear con ligereza sino lisa y llanamente dar respuesta a ciertos temas, que además suelen ser enormes, vastísimos: el ser y el tiempo, el futuro de la humanidad, la violencia o la apatía de la juventud actual, el cuidado de las plantas de interior o el destino de los osos polares. Son como el tío Eugenio del cuento de Fontanarrosa, ese tío que en toda familia hay y que no puede decir “alcánzame la sal” sino que tiene que hablar del Todo y la Nada, de la Vida y la Muerte, de los grandes misterios de la Existencia. 

Gente trascendente. 

Y elegante, siempre de guante. 

Y esto, como no puede ser de otra manera, se nota. No hay cuento. El cuento nunca empieza, no respira, se muere en partidas. 

Pero la pregunta no deja de perseguirme: ¿por qué entonces toda esta gente que no lee cuentos quiere escribirlos? ¿Qué buscan? ¿Qué esperan obtener a cambio? ¿Qué tipo de fantasía alimentan? ¿Supondrán que es fácil y que luego la gente los va a parar por la calle para darles un abrazo o pedirles un autógrafo? ¿Pensarán en serio que el beneficio simbólico es tan grande? Tengo malas noticias, ese valor simbólico la literatura lo perdió hace muchísimo tiempo. “En este país a nadie le importan los escritores. El escritor no ocupa ningún lugar, no tiene ninguna incidencia. En otros países, por ejemplo en Francia, los escritores conocidos o que tienen cierta repercusión, son como culones, son Voltaire”. No lo digo yo, lo dice Fabián Casas. Pero para él eso es positivo, porque hace que el verdadero escritor no se distraiga con pavadas ni con lucecitas de colores y se ponga a escribir. ¿Entonces?

Tampoco se pueden aducirse razones económicas, eso nunca estuvo en discusión y aquel que espere hacer dinero con la literatura necesita un médico urgente. Ya en 1892, Robert Louis Stevenson se sorprendía: “Sin duda encontramos conmovedor que la raza humana no deje de trabajar en un campo del que ha sido desterrado el éxito”, escribió en Polvo y sombra. O Carson McCullers, en Notas sobre la escritura: “¿Por qué escribe uno? Si hablamos de finanzas, escribir es en verdad la actividad menos recompensada del mundo. Mi abogado calculó lo que he ganado con el libro Frankie y la boda: dividiendo las ganancias por los cinco años que trabajé en él, obtuve veintiocho centavos por día. La ironía es, entonces, que la pieza teatral Frankie y la boda produjo tanto dinero que debí donar el ochenta por ciento al gobierno”. 

Para empezar a escribir cuentos hay que olvidarse de todo lo anterior, que solo hará, como decía Faulkner, que al escritor le suba la presión arterial. Hay que olvidarse de todo eso y ocuparse de lo único que importa: la acción dramática. Y el amor por los cuentos. Dejar de rumiar abstracciones y “descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera”, como pedía Flannery O’Connor. O alguien más cercano a nosotros, Abelardo Castillo: “Difícilmente en un buen escritor surja la necesidad de ‘decir algo’ en un sentido conceptual, tipo voy a tratar el problema del bien y el mal. Flaubert no inventó el bovarismo: imaginó el personaje de Emma. Un escritor de ficciones quiere contar la historia de una traición, no disertar sobre la traición en general. Uno de los problemas más serios que tiene la literatura contemporánea es que desconfía de la ficción”. 

Lo he discutido con mis amigos y algunos de ellos me dicen que tenemos que dejar de hablar de cuentos y hablar de textos, que los géneros encorsetan, que en realidad no existen, son un invento de los bibliotecarios. Pero no sé si estoy tan de acuerdo, al menos en lo referente al cuento. Un cuento no es cualquier ‘texto’. No hay nada casual en un cuento. O sí lo hay, no exageremos, pero lo que quiero decir es que un cuentista, el escritor que se sienta a pensar y a concebir un cuento, no lo piensa como mero texto, quiere algo más, difícil de aprehender, de encerrar en una fórmula, pero sospechado, intuido, y eso sospechado e intuido que se persigue tiene la fuerza, la forma, la precisión, la tensión, la música de un cuento. Incluso las digresiones de un cuento. Y al terminarlo –o darlo por terminado después de una ardua búsqueda– difícilmente piense que ha terminado un texto; lo más probable es que sienta un pequeño orgullo por haber terminado un cuento, que es otra cosa. Una cosa muy distinta. 

Creo que esta nota, sin que me lo haya propuesto, pide un final cerrado y circular, aunque sin sorpresa. Es una vuelta a las palabras del inicio, las de Monterroso: si te gustan los cuentos, escribí cuentos. Pero asegurate de que te gusten. No te mientas y no le mientas a los lectores.

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