Lecturas: La paciencia del agua sobre cada piedra

La suave inercia de las cosas

por Natalia Brandi

Leer a Alejandra Kamiya es un viaje a la eternidad. Las palabras caminan sobre una fina capa de hielo, lo entibian sin quebrarlo. Desde sus títulos: Los árboles caídos también son el bosque, El sol mueve la sombra de las cosas quietas y, ahora, La paciencia del agua sobre cada piedra, una sabe que va a entrar en los intersticios donde se cuela lo otro, lo innominado, pero Kamiya lo delinea, lo pincela y al fin lo nombra en el relato.

Los animales acompañan la mayor parte de los dieciséis cuentos que componen el libro, en el cual el paso del tiempo opera como un río subterráneo. Sería más atinado decir: la conciencia del paso del tiempo o la certeza del final. En este sentido los animales, desde la no conciencia, nos llevan ventaja, o al menos, esto parece decirnos Kamiya cuando pone a conversar a dos perros en sus paseos por el parque de una ciudad; se establece entonces un diálogo existencial entre Rawson y Oso sobre la memoria, el encierro, la repetición, la quietud.

También hay un mono y su dueña que conviven pacíficamente y por las noches la relación se difumina y “ya nada tiene nombre porque los nombres se han desprendido de las cosas y las muerden”.

Y está Leiva, que siempre esperó a Renata, mientras ella esperaba a Augusto y, entre los tres, la llegada de las garzas que acaban con las esperas.

En una casa, vacas y toros van ocupando cada vez más espacio entre una vieja mujer y su hija. Ella le da de comer, la baña, la cambia, le da los remedios, la escucha, la mira dormir. La oye respirar tan mansa, en silencio; sin furia ni prisa, como las vacas.

Una joven inspecciona calamares muertos que la observan con ojos más vivos que los suyos; otra mujer siente que no vivirá tanto como para adoptar un cachorro, pero, ante la posibilidad, recuerda cada uno de los perros que fueron sus lugares de infancia. 

Está la mujer que decide tomar el té sola en la confitería porque prefiere “ese alivio triste a la alegría forzada de las amigas”. Deja la mirada lejana y perdida sobre los músicos que flotan inmóviles mientras interpretan el piano y el violín. Se detiene en las manos de uno de ellos, en la meticulosidad con la que acomoda las cuatro bombas de crema en un perfecto cuadrado sobre el plato, antes de empezar a tocar.

Está Eva y su miedo oscuro que llama buscando a alguien, nombrando con el pensamiento, pero ante el silencio, sale a la calle esperando que la luna la guíe hasta el parque para llegar al árbol y detenerse en su corteza.

Y una agradece la lectura y se siente torpe, como si caminara ruidosa, rompiendo esa realidad que Kamiya construye con manos de agua y entibia con palabras la fina de capa de hielo sin romperla.

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