Lecturas: Un ballet de leprosos

Los primeros pasos del maestro zen

por Hernán Carbonel

Hablar de Leonard Cohen es abrir un abanico que comprende la traza de compositor, vocalista, novelista y poeta hasta monje budista. Autor de novelas como El juego favorito, Hermosos perdedores (a la que Luca Prodan homenajeó en una de sus canciones), poemarios como Comparemos mitologías, Flores para Hitler, El libro de la misericordia o El libro del anhelo (“han venido a buscarte —te están llamando— / no van a estar toda la vida esperándote. / Ni siquiera te están esperando ahora.”), y una discografía vasta y heterogénea, que fue de la balada a la canción pop con clásicos irrefutables. Quizás valga como mapa orientativo de todo este desmadre de referencias Soy tu hombre, esa gran biografía que de él escribió Sylvie Simmons.

Solitario, áureo, enigmático, por irregularidades financieras de su representante debió salir de gira a los setenta años para reestablecerse económicamente. Esos recitales se volvieron míticos. Cohen viajó, amó, cantó, enamoró a otros con sus canciones, meditó, y hacia el final de sus días se convirtió en profeta, el viejo sabio de la tribu.

Pero Un ballet de leprosos, el libro hasta ahora inédito que acaba de publicar Lumen, no habla de finales, sino que va hasta el otro extremo de la cuerda, se posa sobre los inicios de la carrera literaria del gran poeta canadiense, compuesto por una novela, que le da título al libro, y una serie de relatos inéditos (dieciséis, para ser exactos).

Un ballet de leprosos estuvo guardada, durante años, en el archivo Leonard Cohen de la Universidad de Toronto, según lo explica Alexandra Pleshoyano en el epílogo. Tanto la novela como los cuentos se sostienen en personajes que parecen ser el alter ego del autor, iniciáticos, presas de demonios internos, en vías de descubrirse a sí mismos y en búsqueda de un camino artístico (“Se pasan el día con sus novelas no escritas y sus cuadros sin pintar”), y en temas que inundarían el resto de su obra: lo sagrado, el deseo, la sexualidad, la idea de una mujer ideal, la alienación y el escape de ella. Incluso personajes que se repiten, como el señor Euemer. 

También la infancia, la juventud, el linaje familiar, se advierte en los comienzos de algunos cuentos y de la novela misma: “Mi abuelo se vino a vivir conmigo”, “Supongo que nunca llevaré la vida que llevó mi padre”. Capítulo aparte para el relato “he tenido muchas mascotas”, escrito sin nada de acentos, nada de mayúsculas, nada de puntuación.

Cohen, podríamos sintetizar, si se pudiera, es todo eso que dijimos al principio y, por supuesto, muchos más, pero claro, visto desde la perspectiva de los años en que lo leímos y escuchamos una y otra vez. Un ballet de leprosos nos permite ir a los inicios, a los cimientos de una arquitectura artística que terminaría convirtiéndose en compacta, variada y, sobre todo, dueña de una libertad y una belleza ineludibles

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