Lecturas: Adentro tampoco hay luz

Repliegue voluntario y vital

Por Verónica Abdala

La placidez del entorno rural sirve de marco a un relato cómico y por momentos brutal, que desenmascara la tensión y el absurdo de una convivencia entre mujeres. La protagonista y narradora de Adentro tampoco hay luz es una nena que, en el filo de la pubertad, ha quedado al cuidado de su abuela, controladora y, por momentos, tiránica, durante una temporada de verano que se volverá larga e incómoda como una siesta atestada de insectos.

Las otras habitantes de esa casa de campo que la abuela gobierna con mano firme son la prima de la nena, una adolescente que explora la atracción que empieza a ejercer sobre los hombres (con el riesgo consiguiente de embarazo), y la madre de la protagonista, una mujer separada que ha salido en busca de aventuras y volverá, promediando el relato, acompañada por un novio hippie que no come carne ni habla, practica la meditación y se siente atraído sexualmente por la exuberancia de la prima.

Ese universo onírico e inquietante, en que los hombres son más bien sinónimo de ausencia y estas mujeres sin nombre quedan expuestas como bajo una lente de aumento, sirve a la autora para explorar en la ficción la belleza de la fuga: una tentación salvaje y corporal.

Aunque ninguno de sus personajes tenga claro adónde ir, el lector percibe que todas ellas quisieran escapar de ese encierro a cielo abierto en que se ha convertido el campito donde conviven: un lugar en que el tiempo se mide en cosechas frutales (“Temporada de moras”, “de frutillas”, “de pomelos”) aunque el futuro se ha desdibujado. Deberán, en cambio, lidiar con lo que son.

La prima hace escapadas al pueblo (“parece un fantasma pero es tan hermosa que no le da miedo a nadie; los vecinos pasan en sus motos, le tocan bocina y chiflan como cigarras en celo”) mientras que la abuela, entre sofocones de calor, persevera furiosa en la rutina del maltrato y promete a su nieta menor que le dejará como herencia la casa si la maquilla linda cuando muera. La madre, por su parte, llora, ante la evidencia de la soledad y planifica convertir el lote en un spa improvisado, en el que un pozo barroso sirva de jacuzzi a las vecinas mayores.

Pero hasta su propia madre la reprende: “Estas viejas son las típicas que comen mondongo y eructan caviar. Andá a taparme ese pozo y dejate de pelotudeces, nena”. La protagonista no quiere parecerse a ninguna de estas mujeres a las que escudriña sin pudor. “Si voy a ser como ellas prefiero morir desangrada”, piensa la primera vez que menstrúa. Encontrará respiro en un repliegue, voluntario y vital, que la llevará a entablar vínculos con unos animales que adopta: primero una chancha, inteligente a sus ojos; luego un lagarto, al que cree “un animal perfecto”. La naturaleza es su refugio y bajo su mirada –fresca y maliciosa– el entorno se volverá novedoso y sensual: su óptica es la del descubrimiento.

Con un estilo directo, que escapa a las trampas del lugar común y trata a las palabras como gemas, Sucari demuestra un extraordinario dominio narrativo. La comicidad es para ella un recurso que le permite burlar cualquier rasgo de solemnidad y desnudar a sus criaturas sin complejos, incluso en sus facetas más escabrosas.

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