Entrevista: Natalia Neo Poblet

“Para que haya historia tiene que haber pasado”

por Hernán Carbonel

Natalia Neo Poblet –narradora, periodista cultural, psicoanalista– acaba de publicar, a través de Corregidor, Lo que demora el olvido, un libro inclasificable sobre una madre que comienza a perder la memoria a partir de un ACV. La toma de posiciones, el recuerdo frente al olvido ajeno, la idea de presente continuo, la cotidianidad, el COVID, la ancianidad, el linaje familiar, la celebración del amor, la ausencia, la atemporalidad, la lengua y los cruces de registros narrativos se juegan fichas importantes en el tablero de esta historia. Por eso esta entrevista sobre la conmovedora obra de una habitual colaboradora de Fundación La Balandra.

–El libro podría resumirse en lo que decís en un pasaje: una arquitectura del pasado, la memoria y el olvido. ¿Cómo fue trabajar con tres nociones tan abstractas, pero a la vez tan esenciales al ser humano, cruzadas por la condición de hija?

–Porque para que haya historia tiene que haber pasado. Una de las cosas que más me perturbaban de la pérdida de memoria de mi madre era que en sus lagunas mi vida se iba desdibujando. Somos lo que somos porque recordamos, creemos en lo que creemos porque nos antecede una historia que hemos construido. ¿Quiénes somos si no tenemos un pasado al que volver? Creo que la misma escritura fue la que posibilitó una distancia óptica que me permitió acompañarla y a la vez dejarme acompañar en el mismo proceso de escritura. 

–Últimamente se han publicado muchísimos libros con la figura de la madre como eje. ¿Por qué crees que se da en este momento?

–Es verdad que está habiendo, en los últimos años, más libros que abordan la relación madre–hija y no tanto sobre la maternidad. Es decir, suelen ser libros donde la narradora es la hija y que hablan sobre la relación con sus madres, pero con una mirada con cierto reproche, rencores y pases de facturas. Supongo que está habiendo más literatura sobre esta temática porque hay una apuesta concreta, en muchas editoriales, a publicar a mujeres. Por ejemplo, Simone de Beauvoir ha escrito en su época Una muerte muy dulce y Violette Leduc ha escrito Asfixia. Estoy segura que en esa época había otras tantas mujeres que han escrito, pero no se las publicaba. Creo que, si se logra hacer una lectura sobre la relación con una madre, el resultado puede llegar a ser pura literatura. 

–Es toda una celebración del amor el libro. ¿Qué hiciste para mantenerte entera psíquica y emocionalmente al escribirlo, si es que pudiste? ¿Cómo operó tu condición de psicoanalista frente a eso?

–Fue muy difícil atravesar la pandemia teniendo una madre mayor. El terror a que se muriera por COVID y a contagiarla me aterraba. Cada vez que la iba a visitar tenía miedo que esa fuera la última vez. Fue la misma escritura la que me acompañó en ese momento. Necesitaba escribir y dejar registro de nuestros encuentros, de sus gestos y de mi dolor frente a esa madre que cada vez más se iba disipando y apagando. Por un lado, por el paso del tiempo y, por otro lado, por su progresiva pérdida de memoria. Una de las grandes cuestiones para las que me sirve y sirvió el psicoanálisis es para trabajar continuamente en poder estar donde estoy. Que mi cuerpo esté donde está y que no interrumpan pensamientos que, en definitiva, desvían de lo se está haciendo en el momento.  

Tapa del libro –Hay, a la par de todo lo que sucede con esa madre, una recuperación del linaje familiar, flashbacks, la aparición de tu tía Natu, propietaria de la librería Clásica y Moderna. ¿Cómo fue que se te dio por incluir esas figuras filiales?

–Fueron mi madre y Natu las dos mujeres que me han transmitido el amor a los libros, a la literatura y a una lengua. Fueron ellas dos quienes me acercaron a los libros y me han mostrado su pasión por la lectura. En cada libro hay un mundo a conocer y a dejarse afectar. 

Lo que demora el olvido parece abdicar de los géneros: es autobiográfico, testimonial, un diario, novela del yo. ¿Hubo una búsqueda por ahí o fuiste a la caza de una construcción natural?

–Siempre tuve tendencia a que me gustara lo híbrido, lo inclasificable en todo sentido y eso también me gusta en la literatura. Me atrae eso que está en un entre. Eso que se escapa a cualquier clasificación. Que no es una cosa, ni es la otra. Eso que está en un lugar ni tampoco en otro. Estar en un entre indefinido. Trato de pensar de ese modo para no caer en lo bidimensional. 

–Citás a Sylvia Molloy, a Aurora Venturini. ¿Con qué lecturas te metiste, durante la escritura, que aplicaran a lo que estabas escribiendo?

–Y Apegos feroces de Vivian Gornik también lo nombro en el libro. En esa época recuerdo haber leído en pos de la escritura, por recomendación de Débora Mundani, con quien trabajé el libro: El sol detrás del limonero de Ángela Pradelli, Infancia de Coetzee, Formas de volver a casa de Zambra y otros. En las lecturas había más bien una búsqueda del tono del libro, más que leer sobre el olvido y la memoria. Hubo un intento de volver a encontrarme con mi niñez y con esos vínculos madre/padre/hija. Después me fui encontrando con otros libros que fueron parte de la galaxia cósmica y otros tantos los releí, como ser El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de Tibuleac, Patrimonio, de Philip Roth, Las gratitudes, de Delphine Vigan, Voyager, de Nona Fernández, Y prohibido morir aquí, de Elizabeth Taylor.

–El lenguaje, que no es inocente, tampoco lo es acá. Frente a la condición del olvido, te preguntas por él: no hablar una misma lengua, una lengua que se viene deshilachando, que se te arrugue el vocabulario, un idioma construido de a dos.

–Vivimos construyendo sentidos y cuando eso desaparece en el lazo con el otro es difícil sostener ese vínculo. Fue un reinventar el vínculo con mi madre. Con esa madre que ya no era la que había sido para mí. Tuve que reacomodarme para que podamos hablar la misma lengua y así poder acompañarla y disfrutarla mucho cuando aparecía fugazmente mi mamá para mí.

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