Entrevista: Ángel Berlanga

Soriano, el hombre de mirada lúcida

por Hernán Carbonel

Disculpen ustedes, navegantes, lo autorreferencial de esta introducción, pero Soriano generaba eso: puede recordar, quien aquí escribe, dónde estaba al leer cada una de sus novelas, un territorio de memoria emotiva bello de transitar. Las historias que habitan en cada de ellas, tan disímiles y a la vez parte de un corpus, eran como un inclaudicable tren atravesando Los Ángeles, el África profunda, Europa Central o la pampa bonaerense, comarca en la que solían caer sus personajes. Recuerdo, ahora, una visita a Colonia Vela –la idea de “por fin me he dado el gustado de pisar estas calles, de sacar estas fotos, de hacer este registro”–, escenario al que él siempre volvía en sus ficciones, con la misma devoción con que sus lectores volvían a sus textos. Por eso, entrar en Soriano. Una historia, de Ángel Berlanga, en la que el autor trabajó durante una década, es no sólo recorrer la convulsionada y riquísima vida del “Gordo”, como lo llamaban sus amigos, y recuperar una forma de leer la política, el periodismo y la literatura de la Argentina durante cuatro décadas, sino también regresar a nuestro propio fervor como lectores. 

¿Cuánto tiempo te llevó la recolección de testimonios, las lecturas, las relecturas, la búsqueda de archivos? ¿De dónde surgió la idea de esta biografía?

–El trabajo para la biografía en sí duró nueve años y medio, pero vengo reuniendo materiales vinculados a Soriano desde hace unos treinta años. Antes de empezar con este libro había hecho dos antologías de textos periodísticos: Arqueros, ilusionistas y goleadores, sus escritos futboleros, y Cómicos, tiranos y leyendas, una compilación de artículos, reportajes, notas y columnas publicadas por Soriano en distintos medios, inéditas hasta ese momento en libro. También había trabajado junto a Juan Forn en la reedición de la obra completa que hizo Seix Barral desde 2003. Con esa base encaré la biografía, lo que implicó rastrear casi toda su obra periodística, entrevistar a un centenar de personas que lo conocieron a lo largo de su vida, asomarme a su correspondencia y a sus papeles personales. Catherine Brucher, su mujer, fue muy generosa conmigo y me facilitó materiales, documentación, recortes, en fin, muchos insumos muy valiosos para el libro.

¿Qué fue lo que más te atrajo de esta investigación?

–Dar con textos desconocidos preciosos, o extraños, o divertidos, o polémicos, fue uno de los aspectos más apasionantes para mí. Qué sé yo: un inédito sobre la muerte de Ringo Bonavena, o una nota sobre Lennon, o una columna apasionada sobre el ascenso de San Lorenzo que quedó extraviada porque la publicó en un diario que quedó en la banquina. O notas políticas en coyunturas muy específicas, donde denuncia el apoyo del alfonsinismo en sus comienzos a los economistas del neoliberalismo, personajes emblemáticos como Cavallo o Alemann, en un simposio en Toledo, con el FMI y si pagar o no la deuda como tema. Muchas de las entrevistas fueron un lujo: el poeta Alberto Szpunberg y los tiempos compartidos en La Opinión, amigos como Félix Samoilovich, que le dio refugio en el exilio, o Antonio Dal Masetto, que lo acompañó hasta el final. Otra faceta lindísima es cómo sobre tal o cual tema o encrucijada iban apareciendo piezas para componer las escenas, las inquietudes. Son muchos los componentes del trabajo que me gustaron.

La de Soriano fue siempre una literatura política, de frente o de refilón, ya fuera el peronismo, la dictadura o el neoliberalismo, pero, así y todo, nunca quedó demodé. No cualquiera escribe “Si yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”.

–Y yo creo que ese meter la cuchara ahí, y hacerlo con plasticidad y gracia, foco en señales claves y sentido de la oportunidad, todo a la vez, está en el fondo de los rechazos más rotundos que cosechó. La política era algo que realmente le importaba y lo inquietaba, y también llegar a los lectores; como su mirada era lúcida y su escritura hacía contacto en un gran caudal de lectores, por ahí limaba el prestigio de lo críptico, de lo que por ahí es exclusividad de grupos más selectos. Igual, aclaro: me pueden gustar o no narrativas que cifran un momento de un país y otras que cifran lo que ocurre puertas adentro de un departamento, o en lo profundísimo de un individuo, y eso dependerá de poéticas, músicas, componentes varios. Creo que en su narrativa está la política, o el fútbol, o los perdedores, o los escépticos, o los estrafalarios, porque era lo que lo atraía o apasionaba. Que eso fuera además en contra de ciertos deber ser le agregaba un adicional, porque lo tentaba provocar.

Y, al mismo tiempo, fue un gran cultor del policial. Del policial negro hecho y derecho, con Triste, solitario y final, pero también con elementos del género mixturados con otras narrativas.

–Es que cuando llega a Buenos Aires y descubre a Chandler se deslumbra. Era de culto también para los escritores que conoció acá, Norberto Soares, Rodolfo Rabanal, Miguel Briante. Él contaba que en Tandil había leído a Hammett, otro autor que adoraba; y luego, ya asentado en Capital, detrás de Chandler engancha a Chase, a Ross Macdonald. Mempo Giardinelli, que recién llegaba desde Chaco y se hizo muy amigo, me contó que Soriano leía y leía policiales, y que le recomendaba un libro tras otro. Pero Chandler es su favorito, hay muchos elementos que orientan al respecto. Incorporar al detective Philip Marlowe en Triste para ponerlo a andar a la par de un personaje llamado Soriano en Los Ángeles, para empezar. Comparte con Chandler el amor por los gatos, para seguir. Y además, y capaz que sobre todo, encuentra en la cadencia de su escritura un tono para narrar. Y eso activa algo que venía trabado, porque hasta ese momento sus intentos con la ficción venían para atrás, estaba desencantado (y con razón) con los cuentos que había escrito. Y sí, como planteás: el policial negro mixturado con elementos de la historieta, y el humor, y rasgos de otros personajes muy suyos como son El Gordo y el Flaco, y cierta impronta bonaerense, también, que él trae.

Recuerdo que, a los diez años de su muerte, Radar sacó un especial que derivó en una picante polémica entre aquellos que estaban del lado sorianesco y los que estaban de la vereda de enfrente, y que siguió por varias semanas en el suplemento. ¿Por qué creé que la academia nunca terminó de aceptar a Soriano?

–Diría que fue un sector de la academia el que no lo aceptó; un sector influyente, eso sí, de algunas cátedras de Letras de la UBA. Porque hubo otras cátedras de esa misma facultad que trabajaron en clase con algunos de sus libros, cosa que también pasó en otras universidades. Soriano supo que en algunas clases contraindicaban sus novelas, las postulaban como el ejemplo de lo que no había que hacer. Bueno: no le gustó. Y salía a responder. Los periodistas-escritores captaban mucho la atención de los lectores (pienso también en Tomás Eloy Martínez y La novela de Perón) y Soriano era la figura saliente de eso, porque libros como No habrá más penas ni olvido o Cuarteles de invierno encabezaron las listas de ventas durante meses. Y así sería con cada libro nuevo que sacara. Era un momento en el que para la crema literaria esto de “contar historias” y abordar lo coyuntural y lo político era lo out; también le criticaban que su lenguaje fuera demasiado sencillo, o que no lo cargara con referencias de la “alta cultura”. De fondo, me parece, subyace una disputa ideológica. Entre otras cosas, Soriano era excepcional para estimular el acercamiento de los lectores hacia muy diversos temas y personajes, para poner en diálogo a la política y la literatura, o la economía y el deporte, o el entusiasmo con el escepticismo. Era un intelectual sin solemnidad. 

Y qué capacidad tenía de trabajar con símbolos fuertes: el prócer de El ojo de la patria o el Marlowe en Triste, solitario y final, y, a la vez, de contar historias “chiquitas” como Cuarteles de invierno.

–Y con ambas vetas sus novelas traccionan con fuerza, porque de arranque sus historias atrapan y capítulo a capítulo disponen los misterios y atractivos para seguir: uno piensa hoy en los finales de episodios de las buenas series, estrategias que él tiene presentes desde las historietas que leía y los radioteatros que escuchaba desde chico, sus primeros años en San Luis, Río Cuarto, Cipolletti. Era un narrador oral fabuloso, me lo han dicho muchas personas que lo conocieron en distintas etapas, y esto abarca infancia y juventud; con los relatos iba probando, además, el funcionamiento de tal o cual narración. “El penal más largo del mundo”; por caso, es un cuento que le contó a Di Paola o Dal Masetto mucho antes de escribirlo. 

¿De qué modo impactó el exilio en Soriano? Con todos los traumas propios de esa experiencia, parece haber vuelto siendo mejor escritor.

–Ahí subrayaría ese tironeo, por un lado lo angustioso y traumático, la incertidumbre horrorosa por lo que estaba pasando en la Argentina, su zozobra inicial en Bruselas; y por otro se robustece, afianza relaciones con escritores como Cortázar, Osvaldo Bayer, Giovanni Arpino, que de un modo u otro apuntalan sus novelas de entonces: Triste, solitario y final (que ya había publicado en Argentina), No habrá más penas ni olvido (escrita aquí y pulida allá) y Cuarteles de invierno, que, esa sí, escribió íntegramente en el exilio. Cuarteles es su novela favorita y uno de sus rasgos particulares es que se abocó expresamente a escribirla, es un momento en el que no trabaja en periodismo en simultáneo. Se movió allí inteligentemente y consiguió muchas traducciones: Cuarteles y No habrá más penas se publicaron primero en italiano y en polaco y recién después aparecieron en castellano, en España. De modo que se consolida como escritor, a tal punto que ya en 1981 ficha para la Agencia Balcells. A la vez, su robustecimiento se produce también en otras esferas, porque su participación como activista contra la dictadura va incrementándose: fue uno de los hacedores de la revista Sin censura, por caso. Y algo más, también fundamental: florece la relación con Catherine Brucher, su mujer. Es cierto que evoluciona como escritor, pero tras Cuarteles sobreviene una etapa en la que se volcará fuerte al periodismo y demorará unos años hasta su siguiente novela, A sus plantas rendido un león, que es de 1986.

Me gusta eso que citás de Piglia, de que Cuarteles de invierno es quizás la mejor novela sobre la dictadura que se escribió en el exilio.

–Sí, y sin embargo es un libro que tiene escaso reconocimiento. Cada tanto se aborda la época, esto de las narrativas que abordaron la dictadura, y suele quedar afuera de ese corpus. Aquí se publicó en febrero de 1983 y fue muy bien recibido por los lectores; es un libro que tuvo también excelentes críticas en el exterior, en México, en España, en Italia. Ya en los ‘90 Soriano se quejaba de que no lo incluyeran en ese corpus. Y creía que no le hablaban mucho de la novela porque además de semblantear el aparato represivo, involucraba al cuerpo de la sociedad por cerrar los ojos ante el genocidio. Lo de la pata civil de la dictadura recibió mejor iluminación en la opinión pública en los últimos años; pero en Cuarteles los dos protagonistas de la novela, el boxeador veterano Rocha y el cantante de tangos Galván, son recibidos por un abogado de alta alcurnia en Colonia Vela, que es quien articula con los militares y los parapolicías. Piglia destacaba que la novela no fuera una denuncia directa, que no enfocara de lleno en las atrocidades o en las zonas más horrorosas, y que se centrara en el enfrentamiento de un boxeador con un teniente del ejército: así, plantea, en una historia sencilla construyó un sentido suplementario. Que puede verse, también, en cómo a poco de llegar a sus dos personajes les recortan las posibilidades de expresión: a Rocha le machacan una mano, y a Galván lo bajan de la invitación por haber participado en mitines inconvenientes. Es una gran novela, Cuarteles.

Por último, rescatar esa condición de amiguero que tenía “el Gordo”, como lo llamaban.

–Es que eso está de movida en sus novelas, ¿no? Esos pares-desparejos de personajes que las protagonizan transitan una forma de la amistad, son tipos que discuten, sus idiosincrasias se tironean, pero no se traicionan, son leales más allá de las diferencias. Pienso en Marlowe y Soriano en Triste, en Rocha y Galván en Cuarteles, en el ingeniero informático Zárate y el falso italiano Coluccini de Una sombra ya pronto serás. De este otro lado, del de sus amistades reales, impresiona el modo en el que lo recuerdan, o lo recordaban, porque algunos de sus amigos también fueron muriendo. Pero alcancé a hablar con Antonio Dal Masetto, con Rodolfo Rabanal, con el poeta Alberto Szpunberg, con el fotógrafo Carlos Bosch, y sus relatos eran entrañables, desde lo emocionante a lo áspero, desde la aventura a las situaciones divertidas, de reírse a carcajadas. Tito Cossa, Pasquini Durán, Félix Samoilovich, Dipy Di Paola, Miguel Briante, Mempo Giardinelli, el propio Cortázar, Eduardo Febbro, Osvaldo Bayer, el Negro Juárez, el abogado Oscar Finkelberg, Guillermo Saccomanno, Carlos Ulanovsky: dejó huella en todos. “Los escritores tenemos la creencia, la ilusión de que, si algo no nos sale, un buen amigo nos puede dar una mano”, decía. ¡Y están los gatos! Que para él también eran amigos. Los gatos son un capítulo aparte: los adoraba, y lo adoraban a él. Revisé hace poco la biografía: la palabra amigo aparece 151 veces. La amistad es fundamental para Soriano. 

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