Literatura y deportes

El factor humano de Mandela

por Alejandro Duchini

Tapa del libro Entre el 25 de mayo y el 24 de junio de 1995 se jugó en Sudáfrica el tercer mundial de rugby. Hacía apenas tres años que oficialmente había terminado el apartheid iniciado en 1948. Pero en la práctica seguía vigente. Negros por un lado, blancos por otro. Y Nelson Mandela, líder de los esclavos y discriminados, había asumido la presidencia un año antes. Veintisiete años preso, liberado en 1990 ante las revueltas sociales, su objetivo era unir al país y para lograrlo le apuntó a los consensos. El deporte, lo sabía, es una herramienta de unión.

Sancionados en las dos primeras ediciones mundialistas por la situación del país, los Springboks podían volver a competir. Sudáfrica organizó el torneo y se temía que la cosa no funcionara. Huelgas, odios: la cosa estaba más para la guerra civil que para mirar partidos de rugby.

Los Springboks tenían un solo jugador negro, Chester Williams. El resto era blanco. Blanco era el capitán Francois Pienaar, blanco era el anotador Joel Stransky y blanco era Morné Du Plessis, el manager. Pero durante el torneo en las tribunas hubo blancos y negros que gritaban y se abrazaban ante cada victoria a medida que el equipo avanzaba. Mandela había hecho un trabajo de hormiga para que los negros también apoyen al seleccionado.

En 1994 Mandela sabía que debía tener a los jugadores de su lado si quería contagiar al país. Por eso se había reunido con Pienaar, entonces de 27 años. “Vamos a usar al deporte para la construcción nacional y para promover todas las ideas que creemos que conducirán a la paz y la estabilidad en nuestro país”, le propuso. Pienaar quedó encantado con el presidente que le explicaba que él, como líder del equipo, tenía en sus manos una misión que iba más allá de lo deportivo.

Pienaar no la tenía fácil. Los Springboks estaban llenos de egos y él acababa de ser elegido como capitán. Algunos de sus compañeros no lo veían con buenos ojos. Otros se le rebelaron. James Small –respetado no sólo por su juego sino por su fama de pendenciero en los bares– lo desautorizó en un partido contra Inglaterra. Después de ese encuentro, Pienaar lo llevó aparte y le puso los puntos en claro. Así empezó a ejercer su autoridad. El grupo se consolidó a medida que se preparaba para el mundial. Entre sus victorias preparatorias hubo dos ante Los Pumas que se celebraron en un bar y que terminaron en incidentes. Small de nuevo en las tapas de los diarios.

Du Pleiss les exigió a sus jugadores que fueran más allá. Les enseñó que antes de cada partido, por respeto, canten la parte negra del nuevo himno nacional, Nkosi Sikelele. Hablaba de protesta y liberación. Ya no eran blancos y negros sino sudafricanos

Llegamos al mundial. El primer partido fue nada menos que ante los australianos, defensores del título, en Ciudad del Cabo. Durante un entrenamiento previo en una vieja base militar, los Springboks recibieron la visita de Mandela, que bajó en helicóptero. No podían creer que el presidente hubiera ido a alentarlos. Se repartieron elogios y se consolidó la relación. Recién ahí es cuando los jugadores tomaron conciencia de su importancia social.

Llegó el debut y los Springboks le ganaron a Australia 27 a 18 ante una multitud que los celebraba. Entre ellos, Mandela, que lucía una gorra regalada por los jugadores el día de la visita. Hubo festejos hasta altas horas de la madrugada y a la mañana siguiente los jugadores viajaron a la cárcel de Robben Island, donde aún había presos que los felicitaban. Small habló con ellos, se emocionó hasta las lágrimas y entonces no le quedaron dudas de lo que significaba ganar el mundial. “Ahí entendí que pertenecía a la nueva Sudáfrica”, dirá Small pocos después. También visitaron la celda en la que Mandela estuvo 18 de sus 27 años encerrado. El golpe de conciencia es en realidad un empujón hacia adelante.

El seleccionado llegó a la final contra Nueva Zelanda. Pero los sudafricanos negros todavía veían al blanco como el enemigo, aquel que los discriminó, maltrató y asesinó. No podían identificarse con tanto blanco en ese equipo. Se lo hicieron saber al propio Mandela con abucheos durante una convocatoria de la CNA (Congreso Nacional Africano) en la rural KwaZulu horas antes del partido más importante. “Afrikaners del rugby, los que peor nos trataban, matones”, le recordaron a Mandela. “Miren más allá. No se dejen llevar por las emociones. Apoyar al seleccionado tiene un precio, abrir el deporte a los negros también tiene un precio”, les devolvió. Aquella concentración terminó en aplausos.

La final fue en un Ellis Park, Johannesburgo, colmado por 62 mil espectadores. Pero lo que más importaba eran los 43 millones de sudafricanos de todos los matices de piel. En el estadio, los negros aplaudían, aunque no conocían del juego: lo suyo era el fútbol. Nueva Zelanda, con Jonah Lomu a la cabeza, tenía un equipazo. Mandela estaba en platea, con camiseta de su país y la gorra verde que le regalaron los jugadores. Los sudafricanos ganaron por 15 a 12. Cuando terminó el partido hubo fiesta. “Nelson, Nelson”, cantaban desde cada rincón. Mandela bajó a la cancha y entregó la copa a los jugadores. Aplausos, abrazos, lágrimas. La fiesta siguió en las calles. 

Pero Mandela se fue a su casa a seguir con sus rutinas. Antes de las 20 cenó y después meditó una hora, igual que hacía en la cárcel, donde aprendió que el deporte puede ser una vía de unión social. Se lo dijo en su segundo encuentro al escritor y periodista londinense John Carlin, que contó esta historia en su libro El factor humano: Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación. En sus páginas investiga ese momento del país en el que fue corresponsal del The Independent, entre 1989 y 1995.  E hizo una excelente radiografía de Nelson Mandela, sobre quien se explayó en otro libro, La sonrisa de Mandela. El factor humano fue adaptada al cine como Invictus, protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon y dirigida por Clint Eastwood.

Posiblemente pocos periodistas conocieron al líder sudafricano como Carlin, quien, hijo de diplomático escocés y madre española, vivió parte de su infancia en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. Allí, a instancias del hijo futbolista del portero de su edificio, se hizo hincha de Excursionistas. Carlin debe ser el único británico en el mundo que hincha por Excursio.

Se lo planteé en algunas de nuestras charlas: cada tanto, con Carlin intercambiamos mensajes o hablamos por Skype. Nuestro tema es el fútbol. Le encanta hablar del Manchester United y de George Best. También de Lionel Messi y de Diego Maradona, de quien se considera admirador dentro de la cancha y no tanto por lo que hizo afuera.

Carlin no habría escrito El factor humano si no fuera por la emoción que percibió en Mandela cuando le contó su idea. “El tipo se emocionaba en serio”, me dijo. Su sentido periodístico fue tal que enseguida se dio cuenta de que ahí, en ese mundial, estaba el punto de partida para contar una gran historia. ¿Y qué es lo demás? Es la injusticia, el dolor, la alegría, la derrota y el triunfo. Todo eso que tiene el deporte. Y que Mandela entendió a la perfección.

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