Opinión: Escribir y traicionar (parte 2)
Tránsfugas
por Marcos Urdapilleta
Traicionar supone también el riesgo de quedar en el medio, aunque sea momentáneamente. Que, entre un punto y el otro, entre un amante y el otro, entre un país y el otro o entre una clase y la otra, exista para el que traiciona un momento de suspensión o de vacilación, tal vez incluso de indeterminación: un entre. Pero para eso hace falta que la traición, que el mismo acto de la traición y no sus efectos, dure. Las fronteras en este sentido son porosas, y uno podría decir que, fuera de la conjugación habitual, el aspecto de la traición es casi siempre imperfectivo: ¿cuándo empieza y cuándo termina una dimisión?, ¿cuál es el momento exacto en el que un marido se convierte además en amante?, ¿cuánto tarda un ex yugoslavo en convertirse en francés?
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Es 1992, Velibor Čolić tiene 28 años y ha dimitido del ejército bosnio poco después de comenzadas las guerras que fraccionaron a la ex Yugoslavia en seis países diferentes. En este contexto, considerado por sus compatriotas un traidor y un apátrida, llega a Francia y se convierte en un exiliado. En la valija lleva algo de ropa y libros, y su conocimiento del francés no pasa de tres palabras: Jean, Paul y Sartre. La ajenidad radical a la que lo sumerge esta experiencia queda narrada en Manual de exilio. Cómo aprobar su exilio en treinta y cinco lecciones. El libro de Čolić es antes que nada un manual de supervivencia. El exilio –el exilio en este libro, al menos– está atravesado por una notoria precariedad: Čolić queda radicalmente solo y falto de recursos. Así, al margen de la angustia que aflora por momentos, cualquier decisión vital se vuelve decisiva por más banal que parezca de antemano. Las amistades, las mujeres, la deriva por las calles, el alcohol, los amores y los amoríos y sobre todo la lengua nueva, todo se vuelve estratégico en la lucha por la supervivencia. Pero en las páginas de Čolić esta supervivencia está atravesada por un componente particular. A sus 28 años, Čolić no es ni solamente un exiliado ni solamente un traidor. También es un gran lector, y aspira a ser (un gran) poeta. La literatura, entonces, se vuelve un plus de visión: una lente que se le suma a la del exilio, a la que le da aumento o distorsión. Cuando conoce a Mehmet, un trotamundos apátrida como él y, como él, ex yugoslavo, Mehmet le pregunta por qué, siendo joven como es, Čolić se junta “con todos estos miserables”, por qué anda en la calle con borrachos y vagabundos. La respuesta de Čolić, aunque esto no se dice, es automática: “Soy escritor. Atesoro la experiencia…”. La experiencia de su dimisión, entonces, se vuelve la juntura de dos polos que se retroalimentan: la vida, la literatura, y está hecha en partes iguales por ellos. Hay un componente (irónicamente) pedagógico en el libro de Čolić, muy visible en el título que elige. Cada uno de los capítulos del Manual de exilio se vuelve una lección para superar (para aprobar, como si se tratara de un examen) esta experiencia. Entonces la deserción, para Čolić, es fundamentalmente una condición de posibilidad. En esto hay cierta circularidad: se deserta para seguir viviendo, se vive para escribir, y se escriben lecciones de supervivencia, justamente, para poder seguir viviendo.
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Apretar palabras en un cuaderno de guerra, escribir el odio y escribir la vergüenza, siempre de noche, siempre tarde y siempre solo: invocar los nombres reales para inventar sobre la página el lugar donde uno no miente. En la escritura y en la traición hay la misma transitividad sintagmática, porque pasar de una palabra a la otra, y de una frase a la otra y de una imagen y de una página y de un fantasma al siguiente es arrancarse del pasado, es avanzar a machetazo limpio y pasar, de una buena vez, a otra cosa.
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En 2009, Didier Eribon publica Regreso a Reims, un ensayo que también es una autobiografía y la revisión de un recorrido teórico. El libro recompone uno de los dos recorridos que signaron su vida y que –por eso lo escribe– no aparece sin embargo en el resto de su producción. Hay dos desplazamientos, siempre diferenciados y siempre imbricados uno en el otro: el de la clase, el de la sexualidad. Antes de ser profesor en la École de hautes études en sciences sociales, antes de escribir para Libération, antes de publicar libros y dar conferencias, Eribon fue un homosexual de provincia. Así es que cada uno de estos dos recorridos arrastra consigo una forma particular de la vergüenza. En Regreso a Reims trabaja sobre una de estas dos sombras: la vergüenza de clase. Tras la muerte de su padre, con quien estuvo distanciado durante décadas, Eribon regresa a su ciudad de origen y reflexiona sobre su propio recorrido vital. Siempre en términos de clase: la pregunta que constantemente sobrevuela el texto es por los modos, por las tensiones, por las contradicciones que hay en abandonar el medio de origen, en aculturarse e integrarse a medios burgueses. Eribon, que desconfía del psicoanálisis, hace lo que llama un socioanálisis. En este sentido, su proyecto se parece al de Ernaux, y se podría decir que, en uno y otro caso, con la universalización de la experiencia personal, lo que hay es una sociología narrativa, una sociología del yo. Cuatro años más tarde, en 2013, publica La sociedad como veredicto. El libro es en buena medida una continuación de Regreso a Reims. Una continuación crítica: las primeras páginas del texto están consagradas a revisar la noción del regreso, algo sobre lo que también se demora más adelante, cuando escribe sus lecturas de algunas novelas autobiográficas. Este segundo libro es, tal vez, menos personal y más teórico. La especificidad pasa menos, ahora, por la biografía (en todo caso, por la propia biografía) que por las contradicciones que hay en la escritura, incluso en la elaboración simbólica de esa biografía. Queda claro que cuando se abandona el medio de origen, cuando uno se arranca de la clase dominada y pasa a integrar medios burgueses, sobreviene toda una clase de indeterminaciones. Cuando se escribe este tránsito –como lo hace el propio Eribon, o como hacen los sociólogos y los novelistas a los que lee y comenta– se cae en la contradicción de expresar esa clase dominada de la que uno se ha arrancado con los medios, con la lengua de la clase dominante. La pregunta entonces es: ¿qué implica esa contradicción?
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El tránsfuga, el que dimite de su ejército, el que se arranca de su propia clase, se distancia para escribir y escribe para distanciarse. El nudo que ajusta vida y texto –o literatura y experiencia– se tensa en este punto, porque la traición termina de cristalizar en la escritura. Lo escrito escrito está: el texto se vuelve entonces un último desprendimiento, después del cual ya no hay punto de retorno. Es un desprendimiento necesario, pero para nada sencillo. Eribon lo piensa en estos términos: en uno y otro libro, habla de arrancarse. ¿Cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre los destinos fabriles que prometía Reims y su obsesión por los marxistas, su gusto por el existencialismo de Sartre y de Beauvoir? Lo que cuenta para el capital cultural vale también para la libertad de vivir y de expresar su homosexualidad. Una doble constricción: la de la clase, la de la heteronorma. Un doble fondo del que sustraerse: el del padre que mira con desprecio al hijo que opina de política y lee Libération, el de las manadas de varones heterosexuales que salen a la calle a “cazar” homosexuales. Pero este desprendimiento tampoco es sencillo una vez que Eribon consigue su entrada en los medios burgueses –y es, sobre todo, esta contradicción la que trabaja en La sociedad como veredicto. Cuando Eribon describe sus años de escolarización en el lycée, habla no solamente de las diferencias de capital cultural que lo separan de los hijos de la burguesía sino también de la disciplina escolar. Una disciplina que estos hijos ricos tienen incorporada, pero él no. Para él esta disciplina supone un aprendizaje arduo, lento, no exento de marchas y contramarchas. Entonces se abre para él una disyuntiva: puede imitar el gesto rebelde de los hijos de los obreros (algo a lo que está inclinado por pertenencia de clase), o puede incorporarse a las formas burguesas, aprehender esa disciplina. El capítulo cierra con una sentencia contundente: “Resistir significaba perderme, para salvarme tenía que someterme”. Someterse a la disciplina escolar es la síntesis de un movimiento crítico en su vida: someterse es arrancarse de su pasado y de su destino proletarios, es romper un nosotros para integrarse a un ellos, es traicionar. Y a la dimisión de clase y a la dimisión sexual les sigue otra forma de la traición: la de la propia escritura. Una cita suya: “Por otro lado, lo que uno ha escrito corre el riesgo de desagradar a aquellos sobre los que uno ha escrito. Y aquellos a los que uno regresa pueden a la misma vez sentirse felices por esta reconciliación, y no olvidar que uno ha huido de ellos y los ha ‘traicionado’”.
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Eribon lee a James Baldwin: “¿Cómo le fue posible a Baldwin no reprocharse, en un momento u otro, haber abandonado a su familia, haber traicionado a los suyos? Su madre no había comprendido que él los dejara, que se fuera a vivir lejos de ellos, primero a Greenwich Village, para frecuentar los medios literarios, y después a Francia. ¿Habría podido quedarse? No, sin dudas. Había tenido que partir, dejar atrás el Harlem, la estrechez de mentalidad y la hostilidad santurrona de su padre hacia la cultura y la literatura, la atmósfera asfixiante de la casa familiar… para poder volverse escritor tanto como para poder vivir libremente su homosexualidad”.
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En Una mujer Annie Ernaux cuenta el duelo que sobreviene tras la muerte de su madre. El texto, en palabras suyas, “no es una biografía ni, naturalmente, una novela, sino tal vez algo entre la literatura, la sociología y la historia”. Salvo por la cuestión de la homosexualidad, el trayecto de Ernaux se parece mucho al de Eribon: igual que él, ella crece en el seno de una familia obrera e, igual que él, se arranca en cuanto puede de ese medio de origen y se integra a medios burgueses aculturados. El desprendimiento de Ernaux supone las mismas contradicciones. La familia, los vecinos, el negocio de la madre y su trabajo, todo aparece con la distancia crítica que hay en la mirada de un etnógrafo, y esa distancia crítica, esa mirada extrañada, aparece también en aquellos a quienes se deja atrás. En el relato de Ernaux, la madre encarna todo el sudor y todas las lágrimas que hay en aquellos padres de la clase media trabajadora para que los hijos “tengan lo que ellos no pudieron tener”. Pero esta posición, y la situación que resulta de esta posición, no están exentos de contradicciones. Con la acumulación de capital cultural, con el desprendimiento de clase, de la mano de la hija llega la ajenidad. Ernaux explicita esta instancia cuando escribe sobre su madre: “Por momentos, ella tenía en su hija a una enemiga de clase”.
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En la escritura de la traición hay entonces un camino de ida y vuelta: se escribe porque se traiciona o se escribe porque se es traicionado, y eso supone que se escribe para traicionar, porque escribir, el gesto de escribir, es en sí mismo el gesto de una traición. Asumir la traición es darla a conocer: es escribirla y publicarla. Y el índice más radical de este gesto es el de los nombres reales. Decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: para que la literatura sea el lugar donde uno no miente hace falta escribir con nombre y apellido. Édouard Louis sabe esto cuando publica Para acabar con Eddy Bellegueule. Una vez más, el trayecto se parece al de Didier Eribon, de quien fue alumno en la École des hautes études y a quien dedica la novela. La clase y la heteronorma aplican en su caso las mismas constricciones. Excepto que, en el caso de Louis, el enfoque es menos ensayístico que en Eribon o que, incluso, en Ernaux: lo de Louis es claramente una novela, y el texto toma las herramientas de la ficción para contar un relato. No escatima en detalles, y ya en las primeras páginas se muestra la violencia con la que la clase y la heteronormatividad se anudan cuando se vive en la pobreza: “¿Tú eres el marica?, le preguntan en el colegio, a lo que enseguida sigue la humillación: El escupitajo me fue resbalando por la cara, amarillo y espeso, como esas flemas ruidosas que se les atraviesan en la garganta a las personas mayores o a los enfermos, de olor fuerte y nauseabundo”. Todo en Hallencourt, su ciudad de origen, aparece descrito bajo la misma lupa, una lente que amplifica la brutalidad, la ignorancia, las miserias propias y ajenas. Los hombres ahí están condenados a trabajar en la fábrica y a emborracharse y a poner a competir todo el tiempo la propia masculinidad. La primera imagen que escribe sobre su familia: “Yo veía a mi padre, cuando alguna de nuestras gatas paría, meter a los gatitos recién nacidos en una bolsa de plástico del supermercado y pegar con la bolsa contra un bordillo de cemento hasta que la bolsa se llenaba de sangre y ya no se oían maullidos. Lo había visto degollar cerdos en el jardín y beberse la sangre aún caliente, que recogía para hacer morcillas”. La narración tampoco ahorra nombres propios: ahí están, por ejemplo, su primo Stephane, su vecino Bruno, su hermano Vincent. La cuestión de los nombres reales es fundamental para leer la novela de Louis, empezando por el título. Eddy Bellegueule –que, si no se tratara de un patronímico, podría traducir a algo así como Eddy Bellajeta, o Eddy Jetón– no es solamente el nombre de “un tipo duro”, no es solamente un signo de pertenencia y por lo tanto un indicador de clase, sino también, fundamentalmente, la identidad que Édouard Louis deja atrás cuando se cambia el nombre en 2013, un año antes de publicar la novela. La novela de Louis es un éxito de ventas, tuvo varias adaptaciones teatrales y una cinematográfica, además de buena recepción crítica y mediática. En Hallencourt, las cosas son diferentes. El diario regional Le courrier picard levanta varios testimonios entre los familiares, amigos y conocidos que Louis ha dejado atrás en su pueblo natal. Todos apuntan en la misma dirección: matizan o incluso desmienten lo que se narra en la novela. Uno de sus amigos de entonces: “Pero bueno, esta clase de discursos se usan para asustar a los burgueses de París… y para vender”.
Podés leer la primera parte de esta nota en este link: Escribir y traicionar (parte 1)
Podés leer la tercera parte de esta nota en este link: Escribir y traicionar (parte 3)