Opinión: Escribir y traicionar (parte 1)
Gramática de la traición
por Marcos Urdapilleta
Soy, como siempre en la escritura, al mismo tiempo
el científico y la rata que disecciona para su estudio.
Hervé Guibert, Loco por Vincent
Hay un cuarto subiendo una escalera caracol. Las paredes están manchadas de humedad, el empapelado se resquebraja. Hay una cama, hay un escritorio, hay una biblioteca: hay muchos libros. Uno de esos libros está abierto sobre el escritorio, un cenicero vacío lo adorna a un costado, por la ventana la luz de marzo lo mancha de gris. Todo libro es una imagen de la soledad, pero este más: el lector no puede avanzar de la página 27. Una página, un número, que se volvió cifra de la impotencia. El lector llega de su trabajo, enciende un cigarrillo, simula distracción –el engaño es inútil porque está solo, y en el fondo sabe. Entonces se sienta a leer, y de nuevo es imposible. Las frases se evaporan en la página 27, los ojos quieren agarrarse al papel, pero no pueden. Colgado de la pared, junto a la puerta y el escritorio, está el teléfono. Los ojos del lector –ya él todo ojos que no pueden leer– insisten sobre el teléfono, sobre el acrílico azul, sobre el cable inútil. Van y vienen, llaman a una voz, los ojos, una voz que los llame, por fin. Pero el teléfono no suena, y el lector sigue tropezando con la página 27. Esa y no otra: la página 27 es ahora un umbral que no se puede cruzar, y que señala lo que el lector que espera ya sabe y sin embargo no quiere o no puede saber: que algo cambió: que algo se rompió y ahora ese al que espera no va a llamar. Que está con el otro.
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En el triángulo amoroso está tal vez la síntesis de toda traición: A quiere a B, y B quiere a A, pero entonces aparece C. Y, si hay traición, ocurre que B engaña. Hay un sistema de alianzas que se rompe y se transforma: B se desplaza, o lo que es lo mismo, A queda desplazado. Ocurre con los amantes y con los adúlteros, pero también con el soldado que dimite del ejército, con el espía que vende información, con el converso político o religioso, con el delator, con el que abandona su clase o su país, con el trabajador que no adhiere a un paro. La gramática de la traición impone siempre un doble régimen, y toda traición esconde una estructura ternaria: hay un nosotros que un yo rompe en favor de un ellos, o de un eso.
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La ocupación es un libro corto: una tirada de fragmentos que cubren poco más de cinco capítulos sin nombre ni enumeración en apenas setenta y cinco páginas. Los personajes son fundamentalmente pronominales, y esta pronominalización organiza la trama y la escritura tal vez tanto como el tema de los celos. Los personajes son él y yo, y está también la otra, esa otra mujer, ella. Pero ¿hay traición en La ocupación? No en rigor: Annie Ernaux no es engañada. Ni siquiera es abandonada, de hecho, sino que ocurre lo contrario. “Abandoné a W”, escribe. “Unos meses después, me anunció que se iba a vivir con una mujer, de quien se negó a darme el nombre. A partir de ese momento caí en los celos. La imagen y la existencia de la otra mujer no dejan de obsesionarme, como si ella hubiera entrado en mí. Es esta ocupación lo que describo”. Quién dejó a quién: esto importa poco. Porque, en el texto al menos, no es el abandono lo que produce un quiebre. Juntos o separados, en la narración de Ernaux ese nosotros existe hasta la irrupción de la tercera en discordia. Es la irrupción de un tercer elemento lo que produce un desajuste, lo que motiva la escritura. Hay, de nuevo, una estructura ternaria: él, y yo, y ella. ¿Quién traiciona a quién en este triángulo amoroso? Antes que un sistema de alianzas, lo que se rompe en la novela es tal vez un sistema de lealtades: leída con ese matiz, la novela narraría la traición implícita de W.
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En el juego de traicionar a otros sobreviene siempre un desenmascaramiento. Esto es lo que diferencia a la traición de un simple engaño. ¿Hace ruido un árbol que cae si no hay nadie ahí cerca para presenciar la caída? Traicionar, en ese sentido, es menos la caída del árbol, menos el engaño en sí mismo, que el ruido que eso produce. Solo en la medida en que el engaño es descubierto puede hablarse de traición: para que la traición exista tiene que ser reconocida. Y todavía más: tiene que ser pública, tiene que publicarse. ¿Pero cómo se lee este gesto, y qué límites tiene?
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Ernaux escribe sin nombres propios, pero en La ocupación queda claro desde la primera página que se trata de la verdad y de nada más que la verdad. Y que la escritura de esa verdad es costosa. En las primeras líneas dice: “Siempre quise escribir como si tuviera que estar ausente para la publicación del texto. Escribir como si tuviera que morir, que no haya más jueces. Por más que sea una ilusión, tal vez, creer que la verdad no pueda sobrevenir sino en función de la muerte”. Escribir siempre es costoso, pero si el contenido de lo que se escribe coincide con el contenido de lo que se vive, el costo parece ser tanto más alto. Escribir sobre los otros es tocarlos, y, todavía más: es traerlos al frente. En la narración de Ernaux, en la reflexión más o menos sociológica que hace de los celos, hay también, hay, ante todo, una mostración, y toda autoficción, al menos toda autoficción que no se quede en el egotismo, encuentra un límite que se rompe en la inclusión, en esa mostración, en esa exhibición de los otros. Escribir como si para eso hubiera que morir, escribir como si no hubiera más jueces: escribir para decirlo todo. Para no romper el pacto de lectura, la autoficción supone la ruptura de un pacto anterior, extraliterario: por eso el último borde que se cruza cuando se escribe no ficción es el de los nombres reales, y este borde señala el límite de una traición que ya no es extraliteraria, que ya no es narrativa, no es argumental, sino escrituraria. En literatura, escribir a los otros, y, sobre todo: nombrar a los otros, es traicionarlos. Ernaux no cruza este borde –su ex amante es, apenas, una inicial: W–, pero el juego de identificaciones está ahí disponible para aquellos lectores que, como W, estén cerca suyo y conozcan la historia de primera mano.
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El general Jacques-Émile Massu fue uno de los altos responsables militares del ejército francés en la lucha contra el Frente de Liberación Nacional que terminó con la independencia de Argelia. Fue, también, responsable de interrogar y de torturar a los argelinos con inmersiones de agua y con picana eléctrica. Cuando a comienzos de los años 1970 lo acusaron de torturador, dijo en un reportaje que todo el asunto era una exageración: la prueba estaba, dijo, en que antes de implementarla había probado la picana eléctrica consigo mismo, en su propio cuerpo. Emmanuel Carrère vuelve sobre esta anécdota en Yoga. La usa para construir una comparación incómoda: él, Carrère, que considera que la literatura es antes que nada “el lugar donde uno no miente”, está frente a la escritura en la misma posición que el general Massu frente a la tortura. La gente a menudo lo felicita por el coraje de retratarse a sí mismo en sus novelas, cuenta Carrère. Pero no hay ningún coraje en eso, dice, porque igual que el general Massu el autor que escribe sobre sí mismo decide el margen de su propia acción, mientras que los otros, los terceros, esos a quienes se aplica electricidad o texto, esos no pueden decidir absolutamente nada.
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El lector que no puede leer en su cuarto borroneado de luz y de humedad enciende otro cigarrillo. Mira por la ventana: afuera también está todo quieto. Abajo, en la vereda desierta, el viento arrastra algunas hojas secas, pero eso es todo. No hay ni siquiera la sombra de un ruido, el teléfono no suena. El libro sigue abierto sobre el escritorio, ahí está, inconmovible, la página 27. El lector que no puede leer entiende que el teléfono no va a sonar. Al engaño le sigue, finalmente, el desengaño: el lector que no puede leer entiende lo que no quiso saber y sin embargo sabe hace tiempo, en su cabeza algunos recuerdos, ciertas escenas reales, se reordenan para explicar por qué la página 27, por qué el teléfono que no suena, por qué los otros dos, y la secuencia que estas escenas forman se vuelve legible y hace, de a poco, un texto nuevo.
Podés leer la segunda parte de esta nota en el siguiente enlace: Escribir y traicionar (parte 2)