Lecturas: 50 estados

Dime qué lees y te diré quién eres

por Marcos Urdapilleta

Hoy por hoy parece ser poco claro qué es un buen escritor o, en todo caso, cuáles son los buenos escritores (contemporáneos) que nos tocan en suerte. Frente al dominio aplastante de la imagen –traducida en plataformas de streaming, en internet y redes sociales, en memesla literatura parece haber perdido un lugar que ya desde la televisión era endeble. Por otro lado, se publica cada vez más, y con internet los libros encuentran cada vez más espacios de difusión. El resultado es un poco el del efecto que produce un chasqui bum durante el año nuevo chino: difícil que haga ruido, que llame la atención. 

Ahora, ¿qué pasa con los lectores? La pregunta es: ¿cómo se reconoce a un buen lector? Evidentemente, por lo que produce. ¿Y qué produce un lector? Una biblioteca, digamos, mental. Un buen lector ha leído mucho y variado, tiene en su cabeza una colección de libros que ha disfrutado con indiferencia u odiado con pasión, libros que ha recomendado y regalado, libros que ha olvidado. Tal vez la antología sea la forma más clara, más productiva de dar a conocer esta biblioteca mental.

Ezequiel Zaidenwerg hace eso con 50 estados, una antología de trece poetas estadounidenses contemporáneos. Zaidenwerg es poeta y es traductor, pero ante todo es lector. Y lo que pone en juego con su antología es la dimensión creativa implicada a la hora de leer: leer también es seleccionar, preferir, recortar, relacionar lo uno con lo otro. Este juego de recortes y selecciones es personal y dice tanto acerca de quien lo lleva adelante –del lector— como el más intimista de los textos: un trayecto de lectura es también un trayecto vital.

El libro de Zaidenwerg nos ofrece un buen panorama de la poesía contemporánea estadounidense no solamente porque antologa poemas de trece autores diferentes sino también porque completa ese trabajo con entrevistas a los autores. Estas entrevistas aparecen a continuación de la selección de poemas de cada autor e incluyen, con pequeñas variaciones, preguntas en general dirigidas a las aproximaciones del poeta a la lectura y a la escritura de poesía. 

El primer poeta seleccionado es el neoyorkino Joe Urbach. En su entrevista, Urbach dice algo que a Zaidenwerg, en tanto traductor, le habrá interesado particularmente. Después de mencionar que es un “yanqui bruto” y que no sabe otros idiomas además del inglés, Urbach dice: “Y me gusta recibir literatura traducida, me gusta la extraña confianza que uno tiene que depositar no sólo en el autor sino también en el traductor…”. El pasaje es especialmente pertinente en una antología dirigida a lectores hispanoparlantes que reúne poesía escrita originalmente en inglés. Llama la atención sobre un hecho: aun si manejamos más de un idioma con relativa soltura, buena parte de la literatura que consumimos nos llega prestada, de segunda mano. Hay un intermediario que es el traductor, en quien, como bien dice Urbach, tenemos que depositar una cierta confianza. 

El trabajo de traducir poesía es especialmente problemático. Porque la poesía es un género que se asienta con más fuerza que los otros en las particularidades del lenguaje, que explota las posibilidades de la propia lengua y estira el sentido que deriva de la frase, de la estructura de la frase, de las palabras que componen esa frase. 

En ese sentido, a la hora de traducir o a la hora de leer traducciones pueden aparecer –y a menudo aparecen—varias problemáticas. ¿Conviene adaptar el original a las coordenadas culturales de los lectores de la traducción, o en cambio hay que serle fiel? ¿Qué tanto puede intervenir el traductor en el texto? ¿Hasta qué punto traducir no es interpretar o aun reinterpretar?

El trabajo de traducción se vuelve entonces una alquimia extraña: el arte de convertir una cosa en otra. 50 estados es, por suerte, una antología bilingüe, y en ese sentido muestra los entretelones de la traducción: como lector, uno puede comparar. 

Si hablamos de lectores, los hay de todos los colores y para todos los gustos. Algunos leen las contratapas antes de leer el libro, otros prefieren evitarlas. Algunos van directo a la última línea y solo empiezan el libro después de leer el final, otros ven en esto un sacrilegio. Algunos subrayan y anotan profusamente, otros prefieren no marcar los libros. Algunos pasan antes por el índice, otros prefieren la sorpresa. Pero hay algo que la gran mayoría de lectores pasa por alto, o que apenas ojea sin prestar mayor atención: la página de legales, esa primera página en la que se dan los detalles técnicos del libro. A quién pertenecen los derechos, de quién es la traducción, cuál es el título original, a qué colección pertenece el libro. 

En 50 estados esta página es una de las más significativas del libro. Si uno la mira con atención, enseguida ve que algo anda mal, que hay algo raro en el asunto. ¿Título original? No hay. ¿Una indicación del origen de los textos originales? Tampoco. ¿Derechos de la traducción? No se mencionan. ¿Y qué pasa con la colección a la que pertenece el libro? La presentación es la estándar, pero está supone un desajuste: “1. Narrativa Argentina. 2. Novela. 1. Título”. ¿Narrativa Argentina?, ¿Novela? El lector despega la vista del libro: ¿pero esto no era una colección de poemas estadounidenses?

Bueno, sí y no. El asunto con 50 estados es que es un juego. El libro reúne poemas de trece autores estadounidenses contemporáneos pero esos autores no existen, o no existen en la realidad: son una invención de Zaidenwerg. Así, cada uno de estos trece poetas es en rigor un personaje de ficción, y el estilo particular de cada uno de ellos, y sus biografías, y sus respuestas en las entrevistas, son parte de esta ficción. Lo maravilloso del asunto, por supuesto, es que esto nunca se explicita. 

Esto cambia todo en el modo en que se lee el libro. Con este dato, el libro deja de ser una antología de poesía –o deja de ser solamente eso—y se convierte, en palabras del propio Zaidenwerg, en una “novela tenue”. 

La operación de Zaidenwerg puede leerse como una broma y como una provocación, y efectivamente hay algo de eso. Muchos lectores pueden sentirse estafados o engañados. Y sí: el libro es algo distinto de lo que promete. Pero en este juego y en esta broma hay mucho más de lo que podría parecer en un principio.

Sin dudas lo más atractivo en la propuesta (en el engaño) de Zaidenwerg es que problematiza la idea de la identidad, y sobre todo el papel que juega en la escritura y en la publicación de textos literarios. En el juego de escribir como si uno fuera alguien más, de inventar un autor ficticio para atribuirle lo que uno ha escrito, este autor inventado se llama heterónimo. La operación pone en primer plano una pregunta que puede resultar incómoda, porque en general no la pensamos mucho como lectores: ¿por qué sería relevante quién escribe un texto literario? ¿Da igual quién escribe realmente eso que leemos?

Estas preguntas pueden parecer poco pertinentes o poco importantes, pero si se estiran un poco, si se sigue en la misma línea, uno puede llegar a cuestiones más espinosas, y entonces el juego de los heterónimos se vuelve casi un manifiesto. Por poner un ejemplo, toda la discusión acerca de qué tan legítimo o “cancelable” sea un autor en función de sus atributos morales (una discusión que, por suerte, ya no está tan de moda) pierde todo sentido si se trata de autores ficticios. Ya no es relevante, porque el “autor” es parte de la misma ficción que uno está leyendo. Esto, obviamente, concede más libertades a la hora de escribir, y sobre todo indica una dirección: en cualquier caso, lo importante, lector amigo, lectora amiga, es menos quién escribe que lo que efectivamente está ahí escrito. 

Por otro lado, y en un sentido más fundamental, el juego de los heterónimos desestabiliza el modo en que entendemos la identidad. ¿Quiénes son estos poetas que Zaidenwerg inventa y de dónde salen? Cada uno de ellos tiene estilos, biografías e intereses bien diferenciados: ¿será entonces que Zaidenwerg tiene, por decirlo así, a toda esta gente adentro?, ¿hasta qué punto estos autores ficticios son el propio Zaidenwerg? 

La propuesta de 50 estados es audaz y original. Zaidenwerg muestra, como pocos hoy en día, que, en el oficio de escribir, que en el juego de escribir hay aún muchas vías de exploración. Que en literatura todavía se puede inventar –aunque nunca se invente nada nuevo. 

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