Opinión: Escribir y traicionar (parte 3)

Escribir la enfermedad

por Marcos Urdapilleta

Tapa del libro A comienzos de los años 1980 una nueva enfermedad empieza a hacer estragos en Europa y Estados Unidos. Del asunto, por el momento, se sabe poco y se entiende menos, y la situación es tan inquietante y tan inexplicable que se confunde con el rumor: los medios de comunicación empiezan a hablar del “cáncer rosa”, pero muchos descartan que algo así pueda existir. Cuando Edmund White le cuenta a Michel Foucault que acaba de fundar junto con Larry Kramer la Gay Men Health Crisis, una organización sin fines de lucro para hacer frente a la incipiente crisis del sida, Foucault se desternilla de risa. “Dejale a los puritanos de Estados Unidos, le dice, la tarea de inventar una enfermedad que solamente alcanza –¡que solamente mata!– a los gays: es demasiado perfecto”. El gesto se repite, para la misma época, esta vez con su amigo Hervé Guibert, al que en el mismo tono le dice a propósito de la misma enfermedad: “Un cáncer que alcanzaría exclusivamente a los homosexuales, no, es demasiado bueno para ser cierto, es para morirse de risa”. Estos dos episodios los cuenta Didier Eribon en su biografía de Foucault. En 1984, durante los últimos ocho meses de su vida, Foucault trabaja sobre el segundo y el tercer volumen de Historia de la sexualidad y consulta a Paul Veyne sobre cuestiones de traducción, pero una tos seca y persistente, que arrastra desde el regreso de su última conferencia en Los Ángeles, se suma ahora a una fiebre que parece no terminar nunca. Cuenta Veyne, citado por Eribon: “’Tus médicos van a creer que tenés sida’, le dije en broma un día (las bromas mutuas sobre la diferencia de nuestros gustos amorosos eran uno de los rituales de nuestra amistad). ‘Eso es exactamente lo que piensan’, me respondió sonriendo, ‘me queda muy claro por la clase de preguntas que me hacen’”.

***

En 1990 Hervé Guibert publica la historia de su propio tránsito por la enfermedad. La novela se llama Al amigo que no me salvó la vida y cuenta, en un estilo directo y sin concesiones, el instinto desgarrado de Guibert de seguir viviendo, sus visitas médicas, su tratamiento con AZT, sus viajes, los cambios en el cuerpo. Al año siguiente, en 1991, es internado durante tres semanas por un citomegalovirus que amenaza con causarle ceguera y costarle la vida. Ese mismo año, el día antes de su cumpleaños número treinta y seis trata de suicidarse con digitoxina, y muere de envenenamiento dos semanas después, el 27 de diciembre. La última entrada en su diario de hospital, que se publicaría más tarde como Citomegalovirus, dice: “¿Escribir en la oscuridad? ¿Escribir hasta el final? ¿Terminarlo todo para no acabar teniendo miedo a la muerte?”.

***

Al amigo que no me salvó la vida también es la historia de una traición. El amigo del título es Bill, un empresario estadounidense que maneja un Jaguar e invita cenas y viajes caros. Y que promete también un tratamiento nuevo y milagroso, en fase experimental en los Estados Unidos. A medida que el libro avanza queda claro que Bill es un charlatán, que promete lo que no puede cumplir. Así cierra la novela de Guibert: “La puesta en abismo de mi libro se cierra conmigo. Estoy enmerdado. ¿Hasta dónde deseas verme hundido? ¡Ahórcate, Bill!”. Pero la traición de Bill no es la única que el libro retrata, y esto es algo sobre lo que Guibert vuelve una y otra vez. Poco antes de esa página final, y una vez que Bill ha quedado desenmascarado, Guibert dice: “Bill parecía responder con total inocencia mis preguntas, como si no sospechara la clase de traidor en potencia que era yo también”. Es que la escritura se vuelve una forma de venganza contra Bill: de nuevo aparece, en la escritura de una traición, la necesidad de que esta traición sea reconocida para existir. Y, una vez más, el gesto se hace circular y vuelve sobre sí mismo, porque la escritura se vuelve en sí misma una forma de la traición. Acá también los nombres reales juegan su papel decisivo: las identificaciones son claras en la novela de Guibert, aunque los nombres estén alterados. Así, el personaje de Foucault, central en todo el argumento, aparece bajo la máscara de un nuevo nombre: Muzil –y en este sentido la operación de Guibert es inversa a la de Louis. Y es sobre todo en torno a la figura de Muzil que la escritura de Guibert se vuelve, y se asume, una forma de la traición. Muzil agoniza ya en una cama en el hospital Saint-Michel. Después de una de sus visitas, Guibert escribe: “Desde la primera vez que fui a verlo al hospital, había descrito al volver a casa en mi diario la visita punto por punto, gesto tras gesto, y sin omitir el más mínimo vocablo de la conversación escasa, atrozmente limitada por la situación. Semejante actividad cotidiana me aliviaba y me repugnaba a la vez; sabía que a Muzil le hubiese dolido mucho saber que yo contaba todo eso, como un espía, como un adversario, todos esos detalles degradantes. En el capítulo siguiente agrega: ¿Con qué derecho escribía yo eso? ¿Con qué derecho hacía yo semejante traición a la amistad?”.

***

Pero el título podría aludir también al propio Muzil. Al amigo que no me salvó la vida sería entonces ya no un gesto provocador, cargado de resentimiento, sino, más cerca del intimismo que trasunta el libro, el signo de una confraternidad y de una impotencia. Personalmente, prefiero esta lectura, prefiero pensar que Muzil es para Guibert el amigo que no pudo, que es a él y no al otro a quien alude el título. Con la muerte de Muzil, a Guibert, al Guibert que escribe y al Guibert que leemos, le llega la sombra de un horizonte ineludible, y las palabras se vuelven entonces un esfuerzo desesperado por aferrarse a la vida y a todas sus cosas. Escribir y sobrevivir se vuelven parte de un mismo instinto y de una misma necesidad. Una cita: “Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar”. Y otra, tomada de El protocolo compasional, que Guibert escribió como continuación de la novela de Muzil: “Estoy en una zona amenazadora en la que prefiero darme la ilusión de sobrevivir y vivir eternamente. Sí, tengo que admitirlo, y creo que es el destino común de todos los enfermos graves, aunque sea lamentable y ridículo, pero después de soñar tanto con la muerte, a partir de ahora deseo horriblemente vivir”. En la escritura de Guibert aparece todo el tiempo un silogismo que aprieta: escribir es traicionar, traicionar es seguir viviendo. Tal vez, entonces, la escritura de la traición también sea una escritura del margen: la de los desesperados, la de los que no tienen ni qué perder ni a qué más apelar. La letra con sangre entra, y a costa de sangre, también, a veces, sale al mundo. Cuando el hambre pesa en la panza más que las ideas en la cabeza, cuando la calle se vuelve una forma de la deriva y se patea siempre en la misma piedra la frustración de no tener adónde ir, cuando en la jeringosa de los otros el idioma es un cerco ajeno, cuando la tristeza pincha en las costillas y obliga a pasar como sea a otra cosa, cuando la ansiedad ajusta sus tuercas en la mandíbula y hace que los dientes se muerdan los dientes, y la enfermedad acecha como una bestia, y la muerte está pronta ya a dar su zarpazo inminente, entonces las preguntas cambian su signo. ¿Qué se puede hacer cuando no se puede hacer nada? ¿Qué se puede hacer salvo escribir al costo que sea?

Podés leer la primera y segunda parte de esta nota en estos links:

Escribir y traicionar (parte 1).

Escribir y traicionar (parte 2).

Abrir chat
Hola, ¿En que te puedo ayudar?
Hola 👋 soy colaborador de Fundación La Balandra 😊 Mi nombre es Milton. ¿En qué te puedo ayudar?