Cuestiones de oficio:
Amuletos
por Mauricio Koch
Uno puede no creer en nada o creer solo en uno mismo y ser un perfecto cínico. Pero si uno no quiere eso, si uno se resiste a ser un cínico –y no precisamente un filósofo de la antigüedad sino un idiota insensible de esos que en nombre de algo que llaman sinceridad se comportan como psicópatas–, si uno se resiste a eso, decía, se aferra o trata de aferrarse a algo, a una idea, a una teoría, a una divinidad, una ciencia, una ideología, una persona, un animal querido. Es necesario para poder vivir, para levantarse por las mañanas. Suena cursi, claro, pero hay verdades así. En Tombuctú, una novela de Paul Auster, quizá no de las más conocidas, un poeta llamado Willy comprende que está a punto de morir y decide entonces buscar a su vieja profesora de inglés del secundario, Bea Swanson, quien “cuando el mundo aún era joven”, recuerda Willy, lo tomó bajo su tutela y reconoció o creyó reconocer su talento y “nadie llega a nada en esta vida sin alguien que crea en él”. Eso también es necesario. Cursi y necesario (este texto podría llamarse Elogio de la cursilería). Necesitamos creer en algo y que alguien crea en nosotros, nos dice el viejo poeta. Como las gotas de Cortázar, y aun cuando sepamos que al final terminaremos siendo una viscosidad en el mármol, nos prendemos con todas las uñas, con los dientes para no caernos.
Con la escritura pasa lo mismo. Salvo que uno tenga un ego insuflado rayano en la estupidez y nade en un mar de certidumbres, o que se sienta un profesional y escriba a reglamento como quien va a la oficina, antes de empezar cada día aparece siempre la amenaza de escribir mecánicamente, “de no poder pasar a ese lugar donde uno escribe con una voz que es mucho mejor que la voz que tiene, con una experiencia mucho más amplia, con una relación con el lenguaje mucho más abierta”, al decir de Piglia. O simplemente pensar que uno no podrá porque no tiene el talento, ni la formación, ni la inteligencia, ni la sensibilidad ni las herramientas para hacerlo (uno es como el campesino de Kafka frente a las puertas de la ley, y el guardián es el menor de los problemas). Y no digo siempre porque sería intolerable, pero días hay en que solemos pensar así, incluso todo eso junto y estamos a punto de tomar la decisión de dejar de lado –y esto sí, para siempre– la absurda idea de escribir.
Es en esos días cuando las tablas de salvación o las ideas-amuleto se vuelven necesarias, imprescindibles. No precisan ser muchas, puede incluso ser una sola. En mi caso son tres:
1) Unas palabras de Bertolt Brecht mencionadas en el prólogo de un libro de la escritora francesa Marie Colmont: “Un cielo que sólo ofrece grandes estrellas no es un verdadero cielo”. Juan L. Ortiz compartía esta idea y pensaba que no es posible comprender la literatura considerando únicamente la suerte de sus “estrellas”.
2) El “mandamiento” número 8 de los Diez mandamientos de un escritor concebidos por Stephen Vizinczey: “Conozco a menudo aspirantes a escritores de lugares apartados que creen que las personas que viven en las capitales de los medios de comunicación tienen, sobre el arte, alguna información interna que ellos no poseen. Leen las páginas de críticas literarias, ven programas sobre arte en televisión para averiguar qué es importante, qué es el arte en realidad, qué debería preocupar a los intelectuales. El provinciano suele ser una persona inteligente y dotada que acaba por adoptar la idea de algún periodista o académico de mucha labia sobre lo que constituye la excelencia literaria y traiciona su talento imitando a retrasados mentales que sólo tienen talento para medrar. (…) Aunque vivas en el quinto infierno, no hay razón para sentirte aislado. Si posees una buena colección de ediciones en rústica de grandes escritores y no dejas de releerlos, tienes acceso a más secretos de la literatura que todos los farsantes de la cultura que marcan el tono de las grandes ciudades. No hay que perder tiempo preocupándote por lo que está de moda, el tema idóneo o qué clase de cosas ganan los premios. Cualquier persona que haya tenido éxito en literatura, lo ha conseguido en sus propios términos”.
Y, por último, 3) una parte de la última respuesta que le da William Faulkner a Jean Stein, en la famosa entrevista que le concedió al Paris Review y que no sólo me sirvió y me sirve para afirmarme en la convicción de que mi pequeño lugar merece ser narrado sino también como respuesta inmediata a la pregunta caprichosa que me hace una de mis tías cada vez que nos vemos, ¿por qué insistís en escribir sobre el pueblo? Lo que dijo Faulkner: “Al comenzar Sartoris descubrí que el pequeño sello postal de mi suelo nativo merecía que se escribiera sobre él, y que yo nunca viviría bastante para agotar ese tema, y que al sublimar lo real en lo apócrifo tendría completa libertad para utilizar cualquier talento que pudiera tener hasta su punto máximo. Todo ello abrió en mí una mina de oro de otra gente, de modo que creé un mundo propio”.
Estos son mis amuletos y a ellos me aferro.
No son transferibles, son personales y seguramente pueden parecer ideas tontas y hasta simplonas, o extemporáneas, o arbitrarias, o románticas, pero nada de eso importa, lo que importa es que uno tenga fe en ellas, así es como funcionan las piedras de toque, los amuletos y las tablas de salvación: no tanto por leyes físicas sino por leyes mágicas.
Cada uno deberá encontrar las suyas, si es que las necesita. Y yo creo que sí.