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Cuestiones de oficio: Lo que dice el silencio

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Cuestiones de oficio: Lo que dice el silencio

Reflexiones sobre la elipsis

por Mauricio Koch

En el apartado VI de la “Tesis sobre el cuento”, ese texto tan breve como insoslayable para entender en qué consiste el mecanismo interno de un cuento y la escisión clave que define su carácter doble, Ricardo Piglia dice que con la llegada de Hemingway la historia secreta en los relatos se cuenta de un modo cada vez más elusivo: “La teoría del iceberg es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión”. Y más adelante: “En algunos de sus cuentos, Hemingway usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra se note la ausencia del otro relato”. 

En una entrevista reciente para el canal de YouTube Delibooks, Eloy Tizón, el gran narrador español, dijo a propósito de este tema: “El cuento es un género particularmente propicio para trabajar con lo que no es evidente: con el silencio, con las elipsis, con lo que no se cuenta. Yo creo que en nuestra vida como lectores hay un momento crucial (porque al principio, cuando empezamos a escribir, pensamos que contar una historia es tratar de relatar un hecho de la forma más atractiva posible) en el que nos damos cuenta de la importancia que tiene lo que no se dice, lo que queda oculto, en penumbra, en segundo plano. Y yo creo que ese momento es casi un segundo nacimiento. Ese descubrimiento nos cambia y ya no volvemos a leer ni a escribir igual”

Tenemos entonces ciertos conceptos que, parafraseando a Cortázar, no son leyes pero sí constantes, valores que se aplican a todo tipo de cuentos, ya sean fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. (Y no sólo en los cuentos, como veremos). Una de esas constantes es esta que Piglia y Tizón nombran de distintas maneras: lo no dicho, el sobreentendido, la alusión, el arte de la elipsis, el silencio, lo que queda oculto, en penumbra, en segundo plano. 

“En una buena historia, todo lo que no está dicho es la verdadera historia. Si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial, no hay obra de ficción”, dijo el maestro Abelardo Castillo

Veamos algunos ejemplos:  

  1. El primero que debemos mencionar es sin duda el final de El pozo y el péndulo, el cuento de Edgar A. Poe. No sólo porque es perfecto el modo en que el autor prepara el terreno para llegar a ese momento clave y guardarse un as a su favor, sino por la controversia que generó.
    (…) Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.
    En un ensayo sobre la obra de Poe, un Robert L. Stevenson ofendido llega a decir que Poe hace eso porque se le agotó la inventiva en la confección del péndulo y de las paredes al rojo vivo: “No se le ocurre nada más terrible para el pozo, del pozo sabe tanto como ustedes o como yo. Ese recurso es un embeleco, un aparejar guardacabos audaz e insolente”, dice.
    Pero Stevenson se equivoca, lo horrendo del pozo de Poe es que no se nos diga nunca qué hay en su interior.

  2. Casa tomada, el cuento de Julio Cortázar. Nunca sabremos qué o quienes tomaron la casa, si es que en efecto alguien (o algo) la tomó. Cortázar pone sólo unos sonidos imprecisos y sordos “como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación”. Y esos sonidos (ni siquiera llegan a ser ruidos) son suficiente para que los hermanos protagonistas del cuento primero dejen de ir a esa parte de la casa y al final (cuando les parece escuchar un nuevo ruido que ni siquiera saben de dónde viene) para irse y no volver (tiran las llaves a la alcantarilla). En síntesis: del otro, del invasor, del okupa, no sabemos nada, ni siquiera si es real o no, fantasmal o corpóreo, o sólo es paranoia, una fantasía infundada del hermano que cuenta la historia y arrastra consigo a la hermana.

  3. En el libro Taller de corte y corrección hay una entrevista que Marcelo di Marco le hace al director de cine Guillermo del Toro, y allí Del Toro pone como ejemplo de elipsis mal hecha (o bien hecha, pero mal terminada) la película Alien. Es muy interesante cómo está trabajada la figura del monstruo a lo largo de esa película y el efecto que produce: al principio, cuando lo vemos por primera vez, está completo, pero es “un recién nacido”, acaba de salir del vientre de uno de los pasajeros de la nave. A partir de entonces, dejamos de verlo completo y sólo se nos muestran sus rastros (baba, restos de piel), sus movimientos a través de un monitor (vemos un punto rojo que se desplaza), y hay una escena en la que lo vemos en primerísimo plano, pero nada más la cabeza, y ni siquiera toda la cabeza sino los dientes (su dentadura múltiple) y su viscosidad, o su babosidad para ser precisos. Y al final, en la pelea con Sigourney Weaver, cuando ella logra sacarlo de la nave, lo vemos completo. Ahí es donde la elipsis se termina, donde el director cede, donde el espectador no tiene que reponer ni imaginar nada porque está todo a la vista, y entonces del Toro le dice a Di Marco: “Eso es una mierda porque te das cuenta que es un tipo en un traje de hule”. Dicho de otra manera: estuvimos dos horas con el corazón en la boca por esa pavada.

  4. La decisión que tomó Ridley Scott no es la que tomó Cortázar en Casa tomada, ni Poe en El pozo y el péndulo. O Dino Buzzatti en el cuento Algo había sucedido. En estos ejemplos literarios la elipsis se sostiene hasta el final, el autor no resuelve la tensión, deja eso en manos del lector y hasta hoy no se nos ha dicho –nos iremos de este mundo sin saberlo– qué es lo que hay en el pozo, ni quiénes tomaron la casa ni qué es lo que había sucedido en el pueblo del relato de Buzatti para que la gente huya despavorida.

  5. En la misma entrevista, Del Toro habla de Los pájaros, la película de Hitchcock: los críticos se rompían la cabeza tratando de descubrir qué es lo que provocaba el ataque de los pájaros. Hitchcock no lo dice, se limita a narrar las consecuencias, pero nunca dice las causas. Lo mismo que hace Cortázar en Casa tomada. El cuento nunca da respuestas, le toca al lector buscarlas o convivir con la duda.

  6. Si hacemos una lectura política de las dos obras y pensamos al monstruo de Alien como el otro (o lo otro, lo desconocido, el o lo que viene de afuera, de más allá), es muy difícil salir de la paranoia que ese otro produce, no hay manera de establecer un vínculo con un monstruo, la única salida posible que plantea la película es la expulsión o el exterminio. Pero en Casa tomada ni siquiera sabemos cómo es el otro porque nunca lo vemos. Los habitantes de la casa no hablan, no tienen ningún tipo de comunicación ni contacto con el o los otros. Lo otro es apenas una amenaza latente. Más que una realidad concreta o posible se parece a un rumor, a algo sin sustento. No sabemos si hay alguien del otro lado de la puerta o sólo es una idea del narrador (idea que traslada/contagia a su hermana). Ellos no investigan, no llaman a la policía, ni siquiera espían por la cerradura: creen que “ahí hay alguien” y eso es suficiente. Incluso para tomar la decisión de irse de la casa.

  7. En la novela de Coetzee Esperando a los bárbaros, el imperio declara el estado de emergencia y envía tropas a una zona, debido a los rumores de que el área podría ser atacada por las tribus indígenas que habitan en los alrededores, los “bárbaros”. La creencia predominante en el pueblo (el rumor que se instala y no para de crecer) es que los bárbaros planean invadir el pueblo dentro de poco, por lo que muchos civiles emigran. El magistrado que narra la novela alienta a los que se quedan a continuar con sus vidas y prepararse para el invierno que se avecina. Para el momento en que cae la primera nevada de la temporada, no hay señal de la esperada invasión bárbara. Pero el rumor ya hizo lo suyo. Las fuerzas ficticias han actuado.

  8. Un uso distinto y con otra intención es el que hace Rodolfo Walsh en el cuento Esa mujer. La razón por la cual el coronel no llama nunca por su nombre a Eva. El coronel es un hombre inteligente, tal vez no leído, pero sí lúcido, y sabe que si la nombra le da entidad, sabe que sin nombre no hay persona, hay cosa, hay “eso”. Lo mismo que hacían los nazis con los judíos, de lo primero que los despojaban era del nombre. Y el demostrativo “esa”, además, es una clara forma del desprecio, de referirse a una mujer de “mala vida”: “esa”, “esa cualquiera”. Dos muestras magistrales del arte de Walsh.

  9. Un ejemplo más actual: el personaje de Joaquín Furriel en la serie El Reino. En los primeros capítulos no sabemos para quién trabaja, sabemos que maneja información, que responde a un poder oculto, que tiene jefes poderosos. Pero no sabemos quiénes son esos jefes: conjeturamos, y eso nos mantiene intrigados. Queremos saber, pero no se nos dice, y está bien que así sea. La voz en off que aparece de pronto en uno de los capítulos y nos explica que el tipo es un agente encubierto de la CIA vuelve explícito lo que hasta entonces eran dudas, sospechas, posibilidades abiertas. A partir de ahí el espectador ya sabe quién está detrás (el poder del Imperio), ya tiene una explicación (a la que no puede oponerse porque la da un narrador omnisciente) y por lo tanto ya no tiene posibilidades de participar en el desarrollo de la trama. Lo han dejado afuera del juego. Con esa explicación, la lectura deja de ser una indagación y pasa a ser pura aceptación. 

Abrimos con Piglia y cerramos con él. Cuánto decir y cuánto callar es una cuestión que él trabajó mucho en sus ensayos y en sus clases, un problema inherente a toda narración: qué es lo que no se narra y queda fuera de la trama. Y el efecto que eso produce. Algo parece estar claro: un relato se construye también con lo que no se narra, y eso no dicho es fundamental para la participación del lector o el espectador en el diálogo que toda obra propone. Las preguntas que se hace Piglia –y que deberíamos hacernos todos los que queremos narrar– son las siguientes: ¿cómo hago para no decirlo todo?, ¿dónde pongo lo que no narro?, ¿hasta dónde puedo, en una historia, esconder? “Cuanto más esconde un narrador, más suspenso, más efecto puede producir. Pero es un riesgo –aclara–, porque el borde de esa técnica para construir tensión puede ser demasiado efectista”.

Perdido es el título del primer cuento de Camino a casa, el segundo libro de Lila Gianelloni. En él, “un hombre de malla azul” sube a los hombros a un chico y empieza a caminar por la playa. Desde allí arriba, desde esa perspectiva, el chico es quien narra la historia, que no es otra cosa que una caminata por la playa arriba de los hombros de un desconocido que camina, que camina y no le habla, que camina y cada tanto mira para atrás y se aleja, se aleja hacia un lugar donde hay cada vez menos sombrillas, donde queda atrás la silla del señor que cuida la playa, donde ya no se escuchan aplausos y el hombre de malla azul camina cada vez más ligero y ya no para tan seguido como antes.

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