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Cuestiones de oficio: talleres literarios

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Cuestiones de oficio: talleres literarios

Debates en torno a la escritura

por Mauricio Koch

Los talleres literarios (o talleres de escritura) cargan con ciertos estigmas; algunos fundados, otros no tanto. Repasemos: que son lugares de adoración a una figura consagrada, en consecuencia, los que van al taller de X indefectiblemente escriben como X (hoy que estos espacios proliferan en la Argentina, los talleres dictados por figuras consagradas son la excepción, no la norma); que allí se enseñan fórmulas que luego los asistentes repiten como autómatas (una variación del punto anterior); que, en el caso del cuento, los coordinadores de taller no se corren del modelo norteamericano clásico  (Carver/Salinger/Hemingway), o del cuento cortazariano (que, vaya uno a saber por qué, no es a los cuentos de Las armas secretas a los que se refieren sino a los de Final del juego), con su consabida preceptiva de brevedad, redondez, final epifánico y ausencia de digresiones (cosas que, por otra parte, Cortázar jamás dijo. Es más, cuando habló sobre los aspectos del cuento, se ocupó de dejar bien claro que le parecía un disparate hablar de leyes y reglas para escribir cuentos); que, en fin, la escritura de los talleres tiende a ser hipercorrecta y esa hipercorrección está caracterizada por las variables de siempre: prosa austera, el gancho del comienzo, la consabida tensión, la técnica del iceberg bien aplicada, diálogos despojados, prevalencia de la acción sobre las descripciones, ausencia de digresiones, final contundente, etcétera. Recetas probadas, técnicas conocidas desde hace más de un siglo. Una literatura carente de riesgos, impoluta, a la que no se le puede criticar nada, excepto que tiene sabor a nada. No voy a decir que no existan lugares así porque no conozco todos los talleres literarios ni mucho menos, pero sí puedo decir que en los que participé (y en los que me formé) no se aprendían fórmulas ni se daban recetas para escribir cuentos perfectos y lustrosos como quien saca pernos roscados de un torno paralelo, sino todo lo contrario.

Hace un tiempo, a propósito de una entrevista para Fundación La Balandra, le hice esta pregunta a Liliana Heker y ella me respondió que ese preconcepto es erróneo, que “si uno parte de que todos los que dan taller son un poco tarados, va a pensar que son muy malos los talleres”. Y respecto a la imitación, dijo: “Realmente me aburriría muchísimo si fuera así, incluso me irrita que alguien escriba o trate de escribir ‘a la manera de’. No sólo a la manera mía, si no si escriben a la manera de Borges o a la manera de Cortázar o de quien sea, eso es simplemente una copia superficial de ciertas escrituras, de la música, y a veces ni siquiera de la música”.

Los talleres, para que funcionen como tales, tienen que ser espacios de intercambio y discusión genuinos. Cada texto llega con sus fortalezas, sus problemas y hasta sus taras, con una forma muchas veces provisoria o vacilante a cuestas y es el autor el que debe meter las manos de lleno ahí, en ese barro. El coordinador y los compañeros pueden (y deben) señalar las dificultades o dudas que surgieron en la lectura, los puntos que resultaron confusos, redundantes, previsibles, inconsistentes, los momentos en los que el interés decayó y aquellos en los que el registro del narrador o la voz del protagonista trastabilló o se perdió, entre otras cosas. Y, por supuesto, hacer sugerencias, aportar ideas, intentar vislumbrar junto al autor lo que quizá todavía no afloró y tirar de esa punta. 

La crítica es una forma de respeto genuino hacia el otro. Para criticar bien hay que prestar atención, leer atentamente, olvidarse por un rato de las pequeñas miserias y enfocarse en lo que el texto propone. No importa si el autor nos cae más o menos simpático, lo que importa (lo que debería importarnos) es lo que escribió. Se pueden dejar el ego y las pequeñas miserias de lado por unos minutos, no es tan difícil. Pero en estos tiempos individualistas, donde todo el mundo anda con la reacción veloz, sólo parece haber espacio para el brulote o la adoración, la lisonja fácil. Lisonja que muchas veces es falsa, hipócrita, calculada. Y nos quedamos con esa espuma. No estoy hablando acá de lo que habitualmente llamamos “mala leche”, eso es fácilmente detectable, hablo de señalar cuestiones que podrían hacer que el texto gane en matices, hondura, densidad, o lo que sea que al autor le interese. La buena crítica, la crítica exigente, la que pone la vara del estándar alto, es la que nos empuja a esforzarnos y querer dar más. En el espacio del taller no sirve callar, lo que sirve es que la palabra circule. 

Pero el deporte favorito de ciertos críticos es hablar mal de los talleres de escritura, como si todos esos espacios fueran iguales: una masa indiferenciada de gente que se reúne a repetir lugares comunes y a producir letra muerta; como si no se discutiera ni se pensara nada en esos lugares; como si, sobre todo, muchos de los escritores que leemos hoy no hubieran pasado y se hubieran formado en uno de esos talleres y no sólo los reivindican sino que los ofrecen a las nuevas generaciones. Y como también se suele pensar que es un invento argentino –y como tal una plaga–, quizá sea oportuno recordar las cartas de Chejov a Gorki:

“Las descripciones de la naturaleza son artísticas; es usted un verdadero paisajista. El único problema es que hay una asimilación demasiado frecuente al hombre (antropomorfismo), cuando el mar respira, susurra, habla, está desconsolado, etc., esas asimilaciones hacen las descripciones bastante monótonas, unas veces empalagosas y otras oscuras; en las descripciones de la naturaleza el color y la expresión se alcanzan sólo con la sencillez, con frases sencillas de tipo ‘el sol se puso’, ‘empezaba a oscurecer’, ‘llovía’ y otras por el estilo; posee usted esa sencillez en grado sumo, algo raro en un escritor”. 

“Por lo que veo, no me ha entendido bien. Yo no le he hablado de la rudeza del estilo, sino de la inoportunidad de las palabras extrañas, de las que no son genuinamente rusas o de las palabras que apenas se usan. En otros escritores esas palabras quizás pasan inadvertidas, pero sus escritos son musicales, armoniosos y cualquier rasgo tosco chirría”. (Yalta, 3 de enero de 1899). 

Como puede verse, hace 120 años Chejov le daba taller por correspondencia a Gorki. No hay nada extraño en eso, y no creo que a algún crítico ruso se le haya ocurrido decir que Gorki imitaba el estilo de Chejov o escribía “a la manera de”, que estaba encasillado en una fórmula estereotipada o que aceptaba mansamente los consejos de su maestro. Me parece que el asunto es un poquito más complejo.

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