Entrevista: Ramón Tarruella

“El escritor ahora tiene que poner el cuerpo. El editor, también”

Por Fernando Manzini

Ramón Tarruella es escritor, docente y divulgador cultural. Publicó las novelas Balbuceos (en noviembre), Allá, arriba, la ciudad (Premio Municipal de Literatura Luis José de Tejeda, 2008) y el libro de cuentos Asunción no es París. Desde hace quince años oficia como director de Mil Botellas, una editorial platense que combina un catálogo de autores noveles, consagrados y clásicos. En una charla fluida y amena con Fundación La Balandra, habló de las dificultades de llevar adelante una editorial independiente, de su adicción a la poesía, de su búsqueda estética a la hora de escribir y de su trabajo como coordinador de talleres literarios. La cita fue en Felix B, uno de los bares más lindos de su Quilmes natal. La charla se dio entre brindis varios, canciones de Abba y suspiros de esperanza por la selección nacional de fútbol.

—Sos escritor, editor, coordinador de talleres literarios, docente y divulgador de Historia. ¿Qué tienen en común esas actividades y qué de incompatibles?

—Pregunta difícil, ¡como para arrancar bien arriba! (Risas). Está bien. Si bien es cierto que soy todo eso que decís, no fue algo buscado. Yo jamás pensé que podía vivir de la edición, o de la escritura. Jamás pensé que iba a dar talleres literarios. Fue un derrotero muy azaroso, la verdad. Después, a medida que fui avanzando, lo fui articulando un poco. Mis libros de Historia, por ejemplo, están más cerca de la crónica que de la prosa académica dura. Por ese lado, le fui dejando un lugar a la Historia dentro de mi carrera de escritor. Pero siento que todo eso se fue armando un poco azarosamente. Tuve un momento en que no supe que hacer de mi vida, y fui acomodándome a los cachetazos. En la vida y en la profesión. Es cierto que a veces esas actividades se chocan un poco. Me gustaría tener más tiempo para escribir, por ejemplo. 

—Me imagino que tu rol de editor debe a veces entrar en conflicto con el oficio de escribir…

—Sí, sobre todo en una editorial como la mía donde uno, de alguna manera, tiene que estar peleando todo el tiempo. Pelear en el sentido de exponer a los autores que uno publica, promocionarlos, situarlos en el mercado. Como decía Luis Gusmán: el escritor ahora tiene que poner el cuerpo. El editor, también. Hay que ir a ferias, a librerías, estar en las redes. También es cierto que es una experiencia. Yo aprendí y aprendo mucho en contacto con compañeros y colegas. De hecho, en las ferias, cada vez que nos toca ir, nos juntamos post-feria y nos sentamos a comer algo, a tomar vino y a charlar. Ahí aprendés mucho. Sacás cosas, ideas, contactos. Lo que aprendí con mis colegas fue impresionante. Mi carrera la hice estando con ellos.

—En el after hour, digamos…

—Totalmente. Ahí podés ver lo que va, lo que no va… O ver el ejemplo de los demás, pero para no repetirlo. Pero bueno, sí, todo esto es incompatible con la figura del escritor. Para escribir, vos tenés que estar solo. Podés escribir en un bar, podés compartir un taller literario, pero necesitás darte el tiempo para hacer eso.

—Claro, especialmente en casos como el tuyo. En tu ficción se nota mucho el trabajo con la palabra, pero también con el ritmo, con la música de las frases. Debés necesitar mucho tiempo para hacer eso.

—Tal cual. El ritmo, la música de la prosa, te diría, es mi gran preocupación. Ahora mismo estoy trabajando en una novela bastante compleja. Hasta hace poco no tenía el tono, pero lo encontré viendo un policial de los años 40. A veces me pasa eso, yo tengo la trama, la escribo y después digo: “Esto no tiene que estar contado así”. Siento que tengo que encontrar el tono. El tono es lo que más me preocupa. Me gusta que predomine lo estético. Volver a repetir un nombre, el juego con las comas, que no es solamente una cuestión “saeriana”. Es la búsqueda de musicalidad. Es algo que me permito hacer mucho en los cuentos. Los cuentos me permiten jugar.

—Sos editor de una editorial independiente en una ciudad que no es Capital Federal: ¿cómo se sobrevive a la experiencia?

—(Risas) Es verdad… ¿cómo se sobrevive? Para mí, nos marginaliza más el catálogo que la cuestión geográfica. En Buenos Aires tenés los vínculos, las relaciones, el tejemaneje de los grandes proyectos. Pero más que eso, te marginaliza el catálogo. Yo lo padezco a eso. Por ejemplo, publicar a un tipo como Gabriel Báñez, que para mí es un escritor impresionante, con una estética increíble, y que te cueste ubicarlo. O el caso de Mis amigos,  de Emmanuel Bove, que para muchos es la cuna de la novela existencialista, con críticas positivas de tipos como Samuel Beckett, Peter Handke y André Gide. Sin embargo, no se vendió bien. Qué sé yo. Eso pesa más que la cuestión de la ubicación geográfica. Muchas veces, eso tiene que ver con la prensa. Con la dificultad que uno tiene al momento de tratar de ubicarse. Tiene que ver con que a tus autores a lo mejor no se los invita a entrevistas o charlas: no se los pone en la vitrina. No tengo tantos problemas de distribución o difusión. El problema es el posicionamiento.

—Editorial Mil Botellas publica a autores clásicos y nuevos, tanto de la Capital como del interior. ¿Cuál es el criterio que te lleva a decidir la publicación de esos libros?

—Mirá, publicamos lo que nos parece bueno, lo que nos gusta. Hemos tenido oportunidades de hacer negocios publicando libros que no nos gustaban, y no lo hicimos. Después, respecto a lo clásico versus lo nuevo, o lo nacional versus lo internacional, intentamos equilibrar las cuotas, digamos. Por ejemplo, ahora tengo dos libros de dos autores estadounidenses listos para publicar. Los quisiera sacar ahora, la verdad. Pero empezar 2023 con dos autores norteamericanos, me parece mucho. Idealmente, me gustaría sacar algo nuevo y de este país. Pero a veces me pasa que no me llega material de autores nuevos. O me llegan cosas que no me gustan. Lo que últimamente me está interesando, es empezar a publicar libros de autores de provincia. Tengo un libro de una autora catamarqueña en proyecto de edición. También hay dando vueltas un libro de un escritor pampeano. Vamos a ver qué pasa.

—Salgamos un poco del tema editorial y vayamos al Tarruella escritor. Porque te conozco un poco, puedo decir sin miedo que tu registro oral es distinto del escrito. En conferencias, entrevistas, charlas, solés ser espontáneo, natural, visceral. Pero cuando escribís, construís un artefacto mucho más elaborado. Reconvertís tu lenguaje oral en otra cosa. ¿Cómo se juega en vos el pasaje de un registro al otro?

—Ahí está el artificio. Uno elige una prosa, un estilo, una construcción diferente que tiene que ver con una visión de escritor. Nunca busqué homologar la palabra hablada con la escrita. Claramente, para mí, se trata de un artificio. Es como si me dijeras sobre alguno de mis cuentos: “Che, guarda, este personaje no puede hablar así”. Y no, más vale que no. A Rulfo una vez le dijeron: “Sus personajes hablan como los campesinos de Comala”. Y Rulfo contestó: “No, mis personajes hablan como yo los quiero hacer hablar”. Con mis personajes pasa lo mismo. No responden a un estereotipo. No son los marginales típicos. No me gusta hacer esa cosa conurbanesca que se puso medio en boga. No se trata de reproducir el lenguaje tal cual se da en la calle. Hay que hacer literatura. Se trata de un artificio. La escritura es arte. 

—En tu ficción hay una evidente intención política. Vayamos a tu libro Asunción no es París, por ejemplo. En un cuento, hacés quedar mal a la policía. En otro, a un escritor esnob que aspira a un cargo público. En otro, a funcionarios culturales que toman decisiones caprichosas. ¿Los temas los decidís de antemano o aparecen en el proceso de escritura?

—Con respecto al cuento, a mí se me ocurre algo, alguna situación, y entonces la empiezo a escribir y le voy armando el esqueleto. Esa es la verdad. Al margen de eso, la cuestión político/ideológica va a estar siempre. Yo soy una persona político/ideológica muy evidente, con sus alegrías y tristezas, dependiendo de las coyunturas. Vivo la ideología y la política muy fuertemente. Ahí se da la parte sincera, que une mi ser con la literatura. La política siempre va a estar presente en lo que escriba. Yo no digo: “Bueno, voy a escribir algo sobre la dictadura militar”. Eso siempre surge de lo nimio, de lo más ínfimo. Siempre, siempre. 

—No partís de temas…

—No. Siempre empiezo con una cuestión mínima, que después se vuelve política. Lo que sí me interesa es rescatar al arte como un espacio de creación y de combate. Esa cuestión está presente en Allá, arriba, la ciudad, también en Balbuceos (en noviembre).

—La presencia de la poesía en tu prosa es muy marcada. No solo se trata del ritmo, que es poético, sino también de las imágenes que construís, de los nombres de los personajes de tus historias, y hasta de los títulos de tus libros. ¿Reconocés esta influencia de la poesía en tu escritura?

—Sí, yo leo mucha poesía. La leo todo el tiempo. Pero todo el tiempo, te diría, literalmente. Yo tengo un libro de tapas duras, que uso de apoyo para escribir, y ahí arriba pongo el libro que estoy leyendo y un libro de poemas. Y al lado, siempre, tengo a mano una libretita donde anoto ideas para mis textos. Si por ejemplo tengo que trabajar una escena donde alguien tiene frío, agarro esa libretita y construyo una imagen que represente ese frío. Después, la uso.

—¿Qué poetas solés leer?

—Leo a muchos poetas. De hecho, si paso algunos días sin leer poesía, me agarra una especie de abstinencia. Siempre vuelvo a González Tuñón, Jorge Boccanera. Un autor al que también volví hace poco, es un poeta platense que se llama Osvaldo Ballina. Volví a lo primero que escribió, entre los 60 y los 70, que es una cosa increíble. Y ahora estoy con un libro de poemas de Jorge Consiglio, Plaza Sinclair. Yo lo que busco en la poesía son juegos con las imágenes y las palabras. A mí la poesía de Carver o de Bukowski, por ejemplo, no me gusta. Me gusta encontrar en la poesía cosas absurdas, sorprendentes. El hallazgo. Hago una lectura muy funcional a mi narrativa. Yo busco hallazgos.

—Cuando te sentás a escribir divulgación histórica, ¿tu posición como escritor es la misma que cuando te sentás a escribir ficción?

—Soy el mismo ideológicamente. En ninguno de mis libros tercié en contra de mi ideología. Jamás. Pero la divulgación se trata de otro registro, otra prosa. Hay también una búsqueda estética, en el sentido de que uno trata de escribir algo que no sea duro, académico. Cuando divulgo, trato de que mi prosa sea ágil. Hay un contenido duro que uno tiene que elaborar. La prosa intenta ser amena, con detalles cotidianos. Pero siempre hay contenidos concretos que contar. En cambio, en la ficción vos podés omitir lo más importante o descubrirlo al final, o no. En la divulgación, esto no se puede hacer. Se trata de Historia: hay que contar cosas concretas.

—Respecto a tu oficio de escritor: ¿escribís en horarios fijos? ¿Seguís una rutina a rajatabla? ¿Mantenés algún tipo de ritual?

—No soy un Hemingway, que escribía ocho horas todos los días. Pero trato de no perder la energía del texto una vez que lo comienzo. Por más que llegue cansado a casa, lo retomo, trabajo lo que puedo. Yo a eso lo recomiendo. Cuando lográs intensidad con algo que estés escribiendo, conviene no perderle pisada. Eso es fundamental. Seguir en “modo escritura”, aunque sea un ratito. Después, para mí, el lugar físico es fundamental. La comodidad física es importante. Porque ahí se amalgama todo: tu cuerpo y el lugar en el que estás.

—¿Escribís a mano?

—Sí. Primero, sí. Tiene que ver con esta cuestión física que te contaba: estar cómodo, tirado, escuchando un poco de música, relajado. Tiene que ver con una cuestión de comodidad. La sensación de escribir en un cuaderno, estar tirado en un sillón. Después, como todo el mundo, paso lo que escribo a la computadora. No estoy romantizando nada. (Risas).

—¿Das a leer lo que estás escribiendo?

—Me cuesta. Tengo un amigo dramaturgo que es mi lector oficial. Pero en general, me cuesta. Soy muy inseguro. Siempre siento que hay algo que corregir. 

—No darías a leer nada tuyo que esté en proceso, digamos…

—Ni en pedo.

—O sea, no participarías, como alumno, en tus propios talleres literarios…

—(Risas). 

—¿Qué buscás en tus talleres literarios? ¿Cuáles serían los objetivos con tus alumnos?

—El objetivo no es necesariamente la publicación. No creo que todos necesiten publicar. Yo lo que hago es tratar de profundizar las virtudes de un escritor cuando escribe y en lo que escribe. Trato de encontrar la potencialidad de mis alumnos, el lugar donde logran mejor sus textos. Cuando encuentro eso, les digo: “Esto es lo que vos tenés que hacer. Acá es donde te veo más cómodo, donde noto los mejores logros”. Yo no soy de la idea de imponer una estética. Sí soy de la idea de buscar, hacer un seguimiento hasta decir: “Sí, es esto. Acá estás vos”.

—¿Qué consejos le darías a los aspirantes a escritores?

—Que hay que encontrar el tono de uno. Eso es fundamental. Lo que se llama “la voz propia”. Se encuentra con escritura y con trabajo. Vuelvo también a la cuestión de la comodidad: hay que escribir del modo en que te resulte más cómodo. Cuando empezás a forzarte, la cosa que estás escribiendo tiende a romperse. Hay que escribir con soltura, escribir a gusto. Esto atenta un poco con los tiempos de ahora, donde el único espacio que tenemos para escribir es mientras esperamos que los pibes salgan del cole. Pero bueno, hay que encontrar el tono de uno, la propia voz. Cuando encontrás tu voz, encontrás los temas que querés contar. La voz te trae al tema. El tema también tiene que ser propio. No es necesario estar pendiente de los temas que se están escribiendo para intentar copiarlos. Hay que repensar la propia escritura en función de los estereotipos, también. Eludir los estereotipos es otra de las cuestiones para elaborar una literatura original.

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