Literatura y deportes

La imaginación al poder

por Alejandro Duchini

Pocas personas durante el nazismo tuvieron tanto poder como la directora alemana Leni Riefenstahl. Y pocas veces se vio caída tan en desgracia como la suya. Lo cierto es que la chica linda, actriz, que soñaba conocer a Hitler, un día le mandó una carta llena de halagos que fue respondida en tiempo record. A las pocas horas se encontraron personalmente y desde entonces ambos crecieron pisando más que cabezas. Hitler acabó con su vida cuando se vio cercado por los aliados. Riefenstahl no llegó a tanto. Hizo como si no supiese qué ocurrió a su alrededor (millones de judíos y gitanos asesinados, campos de concentración y un largo etcétera) y, sin mostrar arrepentimientos, pretendió seguir con su cine.

Desde que cayó el nazismo, Riefenstahl –directora preferida del régimen, cómplice o como quieran llamarlo– pasó a ser una de las personas más odiadas. Luego fue detenida, encarcelada, interrogada. Se le expropiaron bienes. Y mientras el mundo tomaba otro rumbo se le dejó de temer. Se refugió donde pudo. La relegaron de las grandes producciones y se fue a África para dedicarse a la fotografía, primero, y al submarinismo, después.

La historia le guarda un lugar singular. Fue la autora de una película multipremiada y aún considerada genial: Olympia describe los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. En blanco y negro, resume con un estilo nuevo para la época aquella competencia que el nazismo utilizó como propaganda. ¿Es posible separar obra y autor?

Nacida el 22 de agosto de 1902 como Helene Bertha Amalie Riefenstahl, se vinculó al deporte desde chica. Nadaba, hacía gimnasia y patinaba. A veces jugaba al ajedrez y al billar y, más crecida, salía a navegar y remar con amigos. Su infancia transcurrió con los ruidos de la Primera Guerra Mundial. Hacía ballet cuando a sus 16 tuvo la oportunidad de trabajar en una película, Opium. Intuyó que lo suyo era el cine. Las críticas eran buenas y empezó a tomar papeles en películas de tinte deportivo. Hasta que una noche de 1932 asistió a un discurso de Hitler en el Palacio de los Deportes de Berlín y quedó maravillada. Ahí es cuando le escribe la carta que les permitió conocerse.

Según cuenta Riefenstahl en su libro Memorias, él quería intimar, pero ella no. Sólo fueron amigos. Tan amigos que le dio trabajos de propaganda. El primero fue El triunfo de la voluntad. Para el 36, Riefenstahl tenía el poder absoluto para contratar gente e invertir el dinero que quisiera en una película que deje bien alto esos Juegos Olímpicos. La película, como les contaba, se llamó Olympia. Si Hitler la llamaba para verla, ella no quería ir, pero iba. Si el régimen le proponía un trabajo, ella no quería hacerlo, pero lo hacía. Así fue creciendo a la par del nazismo.

Olympia se estrenó dos años más tarde y fue tan aplaudida como su directora y el régimen, que salía bien parado a pesar de los triunfos de Jessie Owens. Riefenstahl contrató a gente experta en imágenes deportivas. Utilizó cámaras bajo el agua para filmar los saltos de trampolín en las piscinas, algo impensado entonces. Hizo instalar torres de acero para lograr imágenes panorámicas. Y contó con teleobjetivos únicos en ese momento para captar los rostros de concentración de los atletas antes del inicio de una competencia.

“La ciudad estaba engalanada con millares de banderas y la inundaban cientos de miles de visitantes. Pero yo todavía no sospechaba las tragedias humanas que se fraguaban tras el esplendor de aquel barullo”, se justificó Riefenstahl en su libro. Olympia se estrenó el 20 de abril de 1938. Duraba cuatro horas. Hitler asistió al estreno. “Ha creado usted una obra maestra y el mundo se lo agradecerá”, le dijo.

Terminados los Juegos, Riefenstahl siguió trabajando para el régimen. Y encaró una película, Tierra baja, que le llevó años. Necesitaba gitanos para hacer de extras. Los consiguió. Dicen que de los campos de concentración. Ella lo negó, e incluso justificó con que se le pagó a cada uno de los contratados.

Recordemos que el 16 de junio de 1936 un diario berlinés publicó en tapa: “Berlín sin gitanos”. El Régimen quería “limpiar” Alemania con motivo de los Juegos. A los gitanos, entonces, se los trasladó a un campo alejado. Después serían deportados a campos de concentración. El gitano Otto Rosenberg contó en 1995, en su libro Un gitano en Auschwitz, que su abuela trabajó en Tierra baja. En ese libro se recuerda que en la película Tiempo de silencio y oscuridad, de 1982, de Nina Gladitz, los gitanos sacados de los campos de concentración no recibieron “ningún tipo de pago”. Pero Riefenstahl presentó facturas para demostrar que sí lo hubo. Tuvo como testigo al doctor Böhmer, ligado al nazismo. Seamos ecuánimes: la Justicia le dio la razón a ella.

Pero volvamos a la Alemania nazi, cuando la invaden los aliados, Hitler se suicida y la suerte de Riefenstahl cambia. De la noche a la mañana se vio privada de la libertad. Ya no era la mandamás. Desde su celda, sus exigencias pasaban de largo. “De todas las experiencias posteriores a la guerra, las semanas en la cárcel de Innsbruck figuran entre las más sombrías. Con excepción de mis idas al aseo, ni una sola vez pude salir de la celda”, contó.

Casi tres años después, cuando recuperó la libertad, no tenía dinero ni amigos. Muchos de los que antes querían trabajar con ella, ahora no querían saber nada. Sería para siempre la directora del nazismo. Sus proyectos se caían por distintos motivos y sus exhibiciones en salas contrastaban con protestas en las calles. Sin embargo, el COI (Comité Olímpico Internacional) –que la tenía constantemente en la lista de sus invitados– la felicitó por Olympia, que no paró de ganar reconocimientos en el mundo. De alguna forma se recompuso y volvió a filmar. En el ‘54 se estrenó la mencionada Tierra baja. Pero nada fue igual. Trabajó como fotoperiodista y encontró en la tribu de los Nuba, en Sudán, un objetivo artístico. Viajó y se obsesionó con ellos. Después se dedicó al buceo, que lo encaró desde lo visual. Tenía más de 70 años y pensaba mucho en la vejez, pero viviría hasta los 101: el 8 de septiembre de 2003 murió de cáncer en su casa de Pöcking, Alemania. Nunca dejó de teñirse el pelo de rubio ni de pintarse prolijamente las uñas. Se había vuelto una viejita buena que apoyaba la causa de Greenpeace. “Hay que cuidar el planeta”, decía. 

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