Lecturas: Si las cosas fueran como son

El relato es el fragmento

por Germán Viso

En un principio la madre dictamina, y la resolución se acata, primero en el orden del lenguaje y luego en el cuerpo afectado, por la desafección que se impone. El alejamiento de una figura central funda la falla, que une las heridas y configura la imagen definitiva. El exiliado asoma como el fantasma que va a recorrer todo el libro.

Y es en ese párrafo inicial donde se traza el eje del relato, que se irá fraccionando, cruzando un realismo orgánico: “Miro a mi madre a los ojos. Sigo la línea del párpado caído y llego a la cicatriz que tiene cerca de la oreja. Recorro la piel colorada hasta su boca abierta, veo su lengua moviéndose en cámara lenta” con momentos de una prosa poética: “Es raro oír olas desde la cama. Cuando me acuesto, siento que la casa entera flota como una bolsa en el mar.”

En esta, la primera novela de la escritora uruguaya Gabriela Escobar, titulada Si las cosas fuesen como son (premio Onetti 2021), la historia de nuestra protagonista parece estar sostenida sobre las distancias que conforman las rupturas. Luego de separarse de su pareja, y debido a no tener donde vivir, decide volver a la casa de su madre en la que convive junto a sus hermanos. Estos son retratados como meros apéndices de la Tumbona (aunque luego se verá que no es tan así), apodo que recibe la progenitora debido a su brusquedad y torpeza: “El ritmo atropellado de un pie izquierdo que no se pone de acuerdo con el derecho. Una madre de seis ruedas que derriba los alambrados. Por eso le decimos Tumbona.” Esa casa adonde vuelve es el imperio de la madre, que hace y dice la ley sin importar los otros, que viven como excusa de su mando y desidia. Luego, la decadencia de este poder va a permitir que afloren otra gama de sentimientos hacia ese ser, una paleta más piadosa que nos recuerda que no podemos negar el lugar del que surgimos, y que nos marca en su huella crepuscular

Y en ese existir como se puede va a transcurrir su derrotero nuestra heroína: entre narraciones de sus antepasados y las marcas que parecen borradas pero resurgen en la memoria obstinada; en las visitas a la playa de las que lleva una especie de diario y donde se transmuta en diversos personajes que intentan resistir  y burlar el acoso masculino; sobre todo en la relación extraña con su madre y hermanos, dentro de una casa que dispara y diluye recuerdos, y en el medio, un furtivo acercamiento entre los cuerpos de dos desolaciones aisladas, que se reconocen y asilan en un espacio, donde la mirada del otro sin duda es el infierno

Algo para destacar son los diferentes momentos en que la narración vuelve sobre sí y en su refracción desnuda los sentidos del relato, especie de mise en abyme, el duplicado que quiebra especularmente el continuo y lo ilumina: “Llevan fragmentos de un lado a otro y los unen bajo tierra. Quizás mueven información valiosa y están haciendo un puente de supraconciencia. O simplemente se están comiendo la casa” cuando habla acerca de las hormigas, y también: “Digo familia como digo desplazamiento de vértebra. Si escribo la historia en fragmentos es porque así me la contaron. Mi familia es un caleidoscopio detonado, nadie quiere agacharse a juntar los pedazos.”

Podemos decir que todo el libro se afirma en los pedazos que lo constituyen, y es la parte que se resiste a ser el todo, y pervive en un mosaico doloroso y bello. Y al final el nudo del dictamen parece relajarse material y discursivamente, y si bien no resuelve las cosas, les da un aire de mar y cielo, un fondo que provoca el deseo de sostener esos trozos candentes que pocos se animan a tocar, y darles una forma, la forma de un íntimo álbum familiar que se disuelve, o reconfigura en la perspectiva de un prisma particular.

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