Un tablero rectangular

Por Nicolás Hochman

Crecí en una casa en la que había más juegos de ajedrez que personas. La mayoría eran modelos baratos, con piezas de plástico y tableros de cartón. Había uno chiquito y magnético, ideal para viajes. Otro tenía un tablero tipo alfombra, de plush, de un metro cuadrado, y reyes que medían más de veinte centímetros. Y estaba el ajedrez electrónico, un Fidelity Chess Challenger 7 que mi abuelo Coco le había traído a mi viejo en el 80, desde Estados Unidos. Coco jugaba bien, y le gustaba desparramar por ahí que había sido amigo de Najdorf. Es poco probable, no porque no dieran las fechas o los círculos en los que se movían, sino porque mi abuelo era un gran fabulador. 

Crecí como si el Chess Challenger fuera un banquito, un florero, un juguete más. Era parte de mi normalidad. Tenía permiso para usarlo, de manera tradicional o enchufado a 220. Estaba adentro de una caja naranja, en la que había dos fotos. Una era del tablero de una partida bastante pareja, en la que las blancas le daban jaque al rey con un alfil. En la otra había una familia: papá, mamá, hijo. Todos con ropa y peinados setenteros, sonriendo, felices frente al tablero. El papá miraba las piezas, el hijo miraba al papá, la mamá miraba no se entendía bien qué. Adentro había un telgopor con la forma exacta para que pudieran colocarse el tablero, en el centro, y el transformador, en un lateral. Las piezas, que eran de madera, chiquitas quedaban ocultas debajo de la carcasa. 

Y estaba el tablero, que era especial. De un plástico rugoso, con textura, y dos colores: marrón oscuro y beige. Pero lo que lo hacía especial una pantalla LCD de cuatro dígitos a la derecha, que lo volvía rectangular y no cuadrado. Arriba había dos diodos informativos: uno de jaque, y otro de jaque mate. Debajo, dieciséis teclas, botoncitos mediante los cuales el jugador le indicaba a la máquina qué movimiento había hecho. Luego, la máquina lo procesaba, con un cuadradito titilando, y explicaba cuál era su siguiente movimiento, mediante dos recursos: con la presencia de la jugada en la pantalla, y con su voz robótica, en inglés.

El Chess Challenger fue mi primer acercamiento a una inteligencia artificial, precaria y rústica, que me resultaba asombrosa en ese momento, y hoy también. Es curioso, pero lo que más me impacta en este momento no es su tecnología, sino todo eso que se alojó en mi memoria sensorial: el plástico rugoso del tablero, el “tac” de las teclas cuando las apretaba, el sonido de su voz, el ruido que hacía el telgopor al sacar o guardar la carcasa. Me pregunto qué recordarán, dentro de treinta o cuarenta años, los chicos que hoy juegan con esas otras inteligencias artificiales. Doy por hecho que sus memorias sensoriales van a aferrarse a detalles que yo, hoy, no llego a percibir, pero que sin embargo están ahí, interpelándonos sin que lo sepamos. 

Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982) escribe, edita y hace producción cultural. Fundó la productora UnaBrecha y el Congreso Gombrowicz, y dirige Desmadres, festival de literatura latinoamericana. Dio clases en universidades e institutos de Argentina, México y Polonia, y desde 2010 coordina un taller de lectura y escritura. Publicó las novelas Toda la felicidad de la que somos capaces y Los Casquivanos, y el ensayo Incomodar con estilo. El exilio de Gombrowicz en Argentina

 

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