Por algún lado hay que salir

Adriana Romano

Cuento ganador del Premio Cortázar de Narración Breve otorgado por la Cátedra de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Murcia, España, en 2009.  Incluido en el libro Los malos adioses (Dualidad, 2021).

Marita dice que la señora dijo canelones de ricota con salsa rosa y una Seven up bien fría. Dice que comió sólo la mitad y que cuando le preguntó cafecito o postre, la señora dijo cafecito y que ella se lo sirvió y que la señora se lo tomó y que después le pidió la cuenta y que recién después fue al baño. Que no dejó deuda y que fue generosa con la propina. Marita dice también que en todo el rato que estuvo comiendo, ella, Marita, no notó nada que la hiciera pensar que la señora tuviera un problema; que estaba vestida como alguien que se viste con ganas, con un pantalón negro de corderoy, una blusa blanca y una camperita rosa suave y que recuerda bien que era suave porque le gustó cuando la vio porque a ella, a Marita, la vestían de ese color para los cumpleaños y porque cuando le sirvió los canelones sin querer la salpicó con tuco y la señora le dijo y ahora cómo disimulo la  mancha de tuco en el rosa suave, y dice que pronunció suave, suave, como con ternura, y que cuando vino la policía y los enfermeros la sacaron en camilla miró la camperita con pena porque se había manchado con sangre y que le dio por pensar que por suerte ahora el tuco no se le iba a ver.

Marita señala, además, que ella no fue la culpable de la mancha sino el codo de la mujer que se interpuso cuando ella le servía los canelones, pero que igual ella duda de que ese hecho haya sido la causa del episodio de la mujer en el baño del bar. Puntualiza que desconoce los motivos y que no sólo no se los explica porque era un lindo día y normal de miércoles sino que, de haber sabido lo que iba a ocurrir después, le hubiera conversado a la señora, pero que la mujer no le dio lugar en ningún momento y que para ser sincera ella, Marita, igual no hubiera podido detenerse en su mesa y prestarle atención porque la dueña del bar que es brava le tiene prohibido darle charla a los clientes. Hay que sacar pedidos, dice Marita, y dice también que si le diera charla a alguno, no sólo la dueña sino los mismos clientes la silbarían así fuera para detenerse en la mesa de una señora de camperita rosa suave que después se va a suicidar; porque a esa hora, las doce del mediodía, el local está hasta el tope —ella no dice tope, dice que revienta—  de gente con hambre y apurada y que lo que menos se esperó es que la señora de la camperita rosa suave se suicidara en el baño después de comerse un plato tan potente como los canelones de ricota con salsa rosa que se comió y que, tal vez, dice —dice tal vez y se lleva el índice derecho a los labios—,  si al mediodía hubiera pedido un vaso de agua y la hubiera notado inapetente como otras veces, tal vez —repite— hubiera sospechado pero que no fue así. Que otras veces sí la notó inapetente y desganada. Ese día, no. Porque la señora no es la primera vez que viene, dice Marita, viene siempre. Y también dice que a ella no y que al marido de la dueña tampoco, para nada, pero que a la dueña del bar sí le molestaba la señora y mucho, y cuando lo dice baja la voz porque dice que la dueña anda cerca, gritándole al mozo que le limpie la sangre del baño y el pobre hombre no la limpia porque la policía ha dicho que no toquen nada. 

Marita dice también que a la dueña siempre le molestó la señora de la camperita rosa suave y que ella no se lo explica. Por qué le tiene ojeriza, dice, si la señora es una malva, siempre tan calladita. Y dice que la dueña la verdad es dura y rara y habla poco y que, cada vez que entraba la señora, ella la veía ponerse nerviosa y que le temblaba el labio de abajo como cuando uno tiene rabia o alguien le hace recordar a algo y le duele y que decía: otra vez esa, pero que ella no sabe qué quería decir con eso. Que sólo ahora que lo piensa  —y dice ahora que lo piensa y se vuelve a llevar el índice a los labios—, recuerda que cuando le retiró el plato y la fuente y que, más tarde, cuando le llevó el cafecito ella tenía en la mano el mismo teléfono celular que después le encontraron sobre la falda y que en las dos oportunidades, cuando le retiró el plato y la fuente y cuando le llevó el cafecito, la señora apoyó el teléfono en la oreja y cerró los ojos como si tuviera muchas ganas de que le contestaran y dice que es seguro que ella llamaba y no le contestaban porque ninguna de las dos veces —en que se llevó el teléfono a la oreja y cerró los ojos— la vio mover los labios, por eso deduce Marita que la señora no habló. 

Cuenta Marita que una vez la oyó reír a la señora, tan lindo, contagioso, y asegura que fue en abril porque cuando bajó del colectivo le llamó la atención que los árboles tuvieran las hojas amarillas y dice que se dijo pero si es otoño y que empujó la puerta del bar a las once de la mañana y entró y el bar estaba tranquilo y que lo primero que escuchó fue la risa de la señora de la camperita rosa suave que ese día estaba de verde, y que ella la miró pero que la señora no, porque la señora hablaba por teléfono y miraba por la ventana hacia afuera y no miraba nada en especial, miraba como quien mira sin ver y de tan contenta que está mira para adentro. Y dice Marita que fue precioso porque la señora no era la señora, era una mujer que estaba teniendo una alegría. Y que no sabe por qué ahora recuerda que cuando oyó reír a la señora se quedó clavada en la mitad del local entre la puerta de entrada y la mesa 24 y que miró hacia el mostrador y vio al cocinero deshuesando un pollo las manos engrasadas y a la dueña palmeándole el hombro con una mano mientras con la otra se rascaba la cabeza con esas uñas largas que tiene y que los dos hacían un ruido feo y que cuando volvió la cabeza hacia la mesa de la señora de la camperita rosa suave y la escuchó reír y repetir dos veces Juan, Juan, y en el segundo Juan alargar la u y la a como quien prueba un bombón de chocolate y pasas y se le llena la boca de dulzura, el ruido se le apagó y dice Marita que ella, Marita, de repente empezó a caminar en puntas de pie como cuando hay que cuidar el sueño de alguien y que, en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, la señora ya había cortado.  Y que después que cortó dejó el teléfono sobre la mesa y siguió mirando por la ventana sin ver hasta que ella, Marita, se le acercó para tomarle el pedido y le dijo señora qué se va a servir. 

Dice Marita que en ese mismo momento volvió a sonar el celular y la señora dejó que sonara que sonara y sonreía y no atendió y miró el teléfono como quien ve al que está marcando del otro lado y tampoco la atendió a ella que se quedó parada al lado de la mesa esperando y que Marita lo que menos quiso fue interrumpirla y que cuando iba a volver a decirle señora qué se va a servir justo sonó el teléfono de nuevo y esta vez la señora sí atendió y dijo holaaa y le hizo un gesto a ella de que esperara y alargó la mano libre y le tocó a ella, a Marita, el brazo con una dulzura… y ella esperó y la señora dijo: no, no, tesoro, y dijo que dijo tesoro como si besara y también dijo: claro que lo sé y también: a la noche, querido, y: puré de papas…, y: para mí sola…, y sonrió pícara, y: ahora no, a la noche, a la noche amor… y Marita dice que cuando dijo amor a ella se le aflojaron las piernas. 

Y afirma que nunca más ocurrió algo así porque después la vio, otros días, varios, con el teléfono celular sobre la mesa que lo miraba fijo, fijo, dice, como esperando y nada; hasta que el lunes pasado al mediodía la oyó llorar y a ella, a Marita, se le partió el corazón. Dice que le llevó una napolitana con fritas y que la señora ni la probó, que pinchó una papa y que cuando se la iba a llevar a la boca largó el tenedor al piso y ella, que justo estaba en la mesa de al lado, se agachó para levantarlo y le dijo: tranquila señora que ya le traigo otro limpio y la señora la miró y ella la miró también y le vio los ojos con lágrimas y cuenta que la señora hizo un puchero y después lanzó un sollozo para adentro y para afuera a la vez y que a Marita no sabe por qué le hizo acordar al jardín de infantes cuando la miel de la merienda se le llenó de hormigas y le dio tanto dolor acá, y se señala el corazón cuando lo dice, que no supo qué hacer y dice que quiso abrazarla pero que no pudo porque no supo dónde dejar la bandeja que llevaba en la mano izquierda y que le dio el trapo rejilla que tenía en la derecha y que la señora lo agarró y se tapó la cara con el trapo pero que los sollozos igual se oían en todo el bar y que ella miró a la dueña y le hizo seña de qué hacemos y que la dueña se puso roja de furia y que le contestó con otra seña de má sí que se joda y eso fue todo. Pero aclara Marita que hoy, hoy la señora nada que ver, que estaba tranquila y que lo único que recuerda es que después de los canelones y antes del cafecito estuvo déle y déle con el celular.

Marita cuenta, además, que después de pagar, cuando la señora se acercó a la barra a pedir la llave, llevaba todavía el celular apretado en la mano y que lo recuerda muy bien porque la vio venir con el teléfono en la mano y pensó que lo podía perder, porque la mano no es el lugar del celular sino la cartera y que ella, Marita, puede afirmar que vio esto porque fue a ella, a la que la señora le pidió la llave del baño, porque a la dueña del bar que estaba detrás de la barra no se la pidió y que la dueña cuando la vio venir se hizo la distraída y le dio la espalda y la señora no tuvo más remedio que pedírsela a ella y que a ella se le ocurrió darle la de discapacitados porque siempre está más limpio y que le explicó que después de usarlo se la devolviera porque el baño debe estar cerrado, así la dueña se asegura de que lo usen sólo los clientes; y la señora abrió y luego se encerró para que no entrara nadie mientras hacía sus cosas y que eso tampoco la sorprendió porque todos hacen lo mismo y que ella hubiera hecho lo mismo también. Lo que sí le llamó la atención, dice Marita, fueron los cuernos que le puso la dueña a la señora en cuanto la señora de la camperita cerró la puerta y que ella enseguida pensó en la ojeadura pero que de eso no opina, que de eso sabía su abuela y que ahora no puede preguntarle porque está muerta. 

También dice que diez o quince minutos después de que la señora entró al baño de discapacitados a ella le pareció oír unos ruidos que venían del lado de adentro y que quiso acercarse pero que la llamaron de una mesa, y afirma que le dijo al otro mozo que le parecía haber oído ruidos del otro lado de la puerta del baño y que el mozo le dijo que no podía ocuparse porque tenía que sacar cinco pedidos, y que ella pensó ya voy yo llevo esto y ya me acerco y que ni tiempo de ocuparse porque la llamaron de otra mesa y de otra y que, cuando llegaron los del Banco Nación que son diez y tienen cuarenta minutos para comer, se olvidó de todo. Y también dice que si la mujer siguió golpeando ella no la oyó, porque con el bochinche es imposible y que no sabe cómo la gente se escucha en las mesas, y que recién a las tres y media el bar se puso re tranquilo —porque a esa hora se van los apurados y caen los que vienen a leer y a tomarse un cafecito— y ahí fue cuando la petisa, que es la mujer del kiosquero de enfrente del bar y que va siempre a esa hora a leer y a tomar un cortado con una media luna de grasa y que le dicen la petisa y que ella, Marita, no sabía cómo se llamaba hasta ahora que lo sabe por el documento de identidad que presentó como testigo y que, ahora que lo sabe, le llama la atención que la petisa se llame Clementina Palacios, y prueba que eran las tres y media porque la petisa, que es petisa pero no impuntual, siempre entra al bar a las tres y media; tanto que hace unos dos meses se paró el reloj que está sobre el espejo de la pared del fondo y como el 113 daba ocupado y encima ellos tenían todos los relojes en horas distintas —minutos más minutos menos—, y se había cortado internet, el cocinero dijo esperemos a que entre la petisa y lo ponemos en las tres y media.

Y Marita continúa con que la petisa Clementina entró al bar a las tres y media y que antes de sentarse pasó por la barra y dijo Negro, así le llaman al que está en la caja. Negro, dijo, decíle a Marita que me ponga lo de siempre y dame la llave del baño que estoy apurada. Te doy la de discapacitados que está más limpio, le dijo el Negro. Y ahí fue cuando el Negro se dio cuenta y empezó todo. Golpear la puerta. Y: ¿Hay alguien? Y: ¡Abra, señora, por favor! Y dice Marita que dijeron señora no por la señora de la camperita rosa suave de la que a esa altura se habían olvidado, sino porque les salió así. Y: ¡Seguro que no hay nadie y que el último se la llevó! Y: ¡Nunca falta un despistado o un chistoso! Y: ¿Quién fue el último que la pidió? Y ahí se avivaron de que la última había sido la señora de la camperita rosa suave. Y entonces señala Marita que la dueña del bar dijo lo de siempre: ¡Otra vez esa! y puso los dedos en cuernos y que ella pensó de nuevo en el mal de ojo y que igual todos fueron y golpearon y gritaron: ¡Señora, señora! ¿Está bien? Y que como nadie respondía llamaron al cerrajero que tiene el negocio al lado, sobre Lavalle, y que el cerrajero llegó y dijo que la llave se había quebrado en la cerradura y que cuando logró abrir encontraron a la señora de la camperita rosa suave sentada en el inodoro, medio torcida, con las muñecas cortadas, el espejo del lavatorio hecho trizas y un pedazo de espejo con sangre sobre la falda y el celular. Y Marita, que es claustrofóbica, recalca que en una de esas la culpa la tuvieron los cuernos de la dueña o el hijo de puta que no le devolvió los llamados pero que cómo se puede probar, y que lo único seguro es que la señora no se aguantó tanto tiempo encerrada en un sucucho de dos por dos sin ventilación y que por algún lado tenía que salir.

 

Tomas Downey © 2017 magdalena siedlecki

ADRIANA ROMANO
(9 de Julio, Provincia de Buenos Aires)

Graduada en Letras, es escritora, editora, guionista, periodista y se ha desempeñado como docente en todos los niveles de la enseñanza formal. Vive entre Buenos Aires y 9 de Julio, donde coordina talleres de escritura y lectura e Intensivos en creatividad. Con frecuencia viaja a las ciudades de Madrid, Bilbao, Granada y París para dictar distintos tipos de talleres literarios. También ha sido compiladora en varias antologías, guionista de programas de televisión y, en la actualidad, tiene a su cargo el proyecto Lecturas en la biblioteca, ciclo de lecturas bimestral que se desarrolla en la Biblioteca Esteban Echeverría de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y dirige la colección Rescate de obra de la Editorial Modesto Rimba. Su obra ha recibido múltiples distinciones, entre ellas el Premio Cortázar de Narración Breve otorgado por la cátedra de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Murcia, España (2009), por su cuento “Por algún lado hay que salir”, el Primer Premio de Cuento de la Fundación Victoria Ocampo (2005), por su libro Servidumbre de paso, y el Primer Premio Itaú Digital (2012), por su cuento “Si dejara de llover”. Además, resultó  finalista del primer certamen del Premio Clarín Novela, en 1998. Ha publicado los libros Mitológicas pájaras en vilo (Zindo & Gafuri, 2015), Cuando deje de llover (Modesto Rimba, 2017), Servidumbre de paso,  publicado en Argentina por la Editorial Victoria Ocampo y, en España, por la Editorial Dilema (2006), y el reciente Los malos adioses (Dualidad, 2021).

Abrir chat
Hola, ¿En que te puedo ayudar?
Hola 👋 soy colaborador de Fundación La Balandra 😊 Mi nombre es Milton. ¿En qué te puedo ayudar?