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Té de araucaria

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Té de araucaria1

Por María Rosa Lojo

(Publicado en Amores insólitos de nuestra historia. Buenos Aires: Alfaguara, 2011 y 2019)

Bajó la vista hacia la joven que caminaba a su lado…Una hija del desierto que marchaba sobre la faz de un mundo muerto junto a un hijo de la selva virgen

                                            Edgar Rice Burroughs, El regreso de Tarzán.

I

Lady Cavendish abrió un bolso brillante y diminuto. Había ganado, como siempre. Sonrió a las demás jugadoras, que le entregaron cheques sin pronunciar palabra, para no darle el gusto de alguna otra jactancia. 

Aquellos dientes siempre ferozmente limpios a pesar de los cigarrillos perfumados eran insultantes, pensó Miss Pitt. 

—Ni siquiera tiene el buen gusto de ocultar un poco su satisfacción —le susurró Edna Partridge al oído. 

—Ahora me voy, si me disculpan. Francis me espera. 

—¿Los veremos en el baile de los Kein, esta noche?

—Supongo que sí. 

Mrs. Van Tappen la miró levantarse y alejarse. La seda blanca contrastaba demasiado con la piel oscura, tersa como otra seda, que su contrincante exhibía con el mayor desenfado en un país de gente clara. Así eran los millonarios sudamericanos (¿de dónde venía la muchacha? ¿del Brasil? ¿acaso del Perú?…). Irresponsables y arrogantes, a pesar de su sangre mezclada, protegidos por su inagotable caja de caudales, donde viajaban como en carroza de uno a otro lado del planeta. Y si esa caja de caudales llevaba un blasón nobiliario en la puerta, tanto mejor.  ¿Por qué otra razón podría haberse casado esa niña con un inglés extravagante que ya iba para viejo?

Los Cavendish alquilaban una casa muy cerca de la playa. No se necesitaba coche para volver caminando cómodamente. Y ésa era tal vez para Lady Cavendish la mejor hora del día. Con los zapatos en la mano, y las medias discretamente envueltas en el bolso brillante, iba dejando sobre la arena una huella angosta, que era borrada casi de inmediato por la marea. Le gustaba el mar, a ella que había pasado toda su infancia y adolescencia tierra adentro. El mar era el único animal que no se hubiera atrevido a domesticar y que tampoco huía de los seres humanos, como lo hacen otros animales, aun los más temibles. Siempre estaba allí, inalterable, idéntico a sí mismo. Y en los constantes cambios de los últimos años, Lady Cavendish, que casi había olvidado otra desaforada obstinación: la de la pampa, estaba agradecida a esa lealtad. 

—¿Ya llegaste, Dolly? Te estaba esperando para almorzar.

Su marido seguía siendo incapaz de pronunciar correctamente el nombre de “Manuela”. Ella se había resignado. El “Dolly” sonaba más justo en un mundo de voces que cercaban las cosas con consonantes líquidas y vocales cerradas. También se había resignado a que Francis, gentil pero también indiferente, guardara para ella zonas opacas y memorias inaccesibles.  

Todo hubiera sido tolerable, todo hubiera quedado, no obstante, dentro del Orden, si la mujer no hubiera aparecido, mejor dicho, si su marido no la hubiera traído con la buena intención de complacerla. “¿Qué te parece, Dolly? Viene muy bien recomendada. Te entenderás con ella mejor que con las americanas. Siempre es bueno contar con alguien de la propia tierra”. La mujer de la tierra que ya no era propia se hacía llamar Luisa y la miraba sin hablarle, atenta a sus escasos requerimientos. O tal vez le hablaba a veces: palabras casi susurradas, en una lengua muy antigua —la lengua madre—, que no era el castellano, y que Dolly o Manuela creía reconocer. Se habituó a que asomase de pronto, a sus espaldas, sin un ruido, sin un aviso, como los místicos esperan sus visiones imprevisibles, y dependía de ella de la misma manera, aunque Luisa, que no tenía en la casa función determinada, se limitaba simplemente a estar ahí, y a servir el té. No sólo se trataba del English tea, que preparaba mejor que muchas inglesas, sino de toda clase de tés, digestivos, calmantes, estimulantes, para los cólicos y para el espíritu, para la meditación, para el amor y para el sueño, para olvidar, y para recordar. Eso: recordar, era lo que Dolly o Manuela hacía con más frecuencia últimamente.

Esa tarde, después del flan con peras a la menta, Dolly subió a dormir la siesta. Había dejado a Lord Cavendish, que nunca llegó a adquirir ese vicio latino, con un beso en la frente y un libro en la mano a la sombra de una pérgola. Antes de entrar a su cuarto, no vio a Luisa, pero sí escuchó —esta vez distintamente— las palabras de la canción que ella misma había cantado, del otro lado del mundo, tantas veces. Algún día, vas a recordar. Así se llamaba mi madre, así se llamaba mi padre, dirás.

Se acostó boca abajo, sin desvestirse. El té digestivo de Luisa sólo había logrado revolverle el estómago.  

II

Dolly acababa de despertarse, con el pelo corto y grueso pegado a las sienes, como sus malos sueños. Respondió apenas a los golpes sobre la puerta.

—El señor la espera abajo, Milady. Hay un invitado.

Se vistió esmeradamente y bajó con  desgano. Desde la escalera, los dos hombres estaban de espaldas a sus ojos. Cuando se levantaron para recibirla, vio un varón joven, algo más brusco y algo más atlético de lo que solían ser los invitados de Francis.

—Querida, quiero que conozcas a John Clayton, Lord Greystoke, un caballero admirable, aunque no se haya formado en academias ni universidades.

El hombre besó la mano que Dolly había extendido con cautela.

—Mi amigo se crió en las selvas africanas, solo entre los monos. Sus padres se salvaron por milagro de un naufragio, pero murieron sin ser rescatados, a poco de nacer él. 

—Puede decirse que recibí los beneficios de la civilización muy tardíamente, Lady Cavendish —dijo Clayton, y la voz jugaba, casi burlona, con la forma de las palabras.

—Pero eso no le ha hecho mella, querida mía, como ves. Al contrario, John ha sabido unir los refinamientos de la cultura con la fuerza y la nobleza del hombre primitivo, aún incontaminado por nuestros vicios.

Luisa llenó las tazas de té de Lord Greystoke y de Manuela. A ella le pareció que la infusión era más espesa que de costumbre, y que exhalaba un aroma lejano y familiar. Tal vez el de las hojas del pehuén: el árbol sagrado de los bosques australes que los botánicos llaman araucaria. 

—Pero tengo otros vicios, mi buen Francis. Aúllo en las noches de luna llena, y sigo prefiriendo la carne cruda a la cocina francesa. 

—Lo de la carne cruda puedo entenderlo. He visto comer hígado y pulmones de vaca crudos, aunque sazonados. ¿Pero por qué aullar?

—Por pura nostalgia de los míos, señora. 

—¿Cómo es eso? Si en realidad usted ha vuelto con los suyos.

—No es tan sencillo. Cuando supe de dónde venía mi familia, ya  formaba parte de otro mundo. Nací y crecí en el África, no lo olvide.

De esa tierra, el hombre hablaba poco. Sin embargo, en su voz reticente Dolly presintió jirones de vegetación y saltos de leopardo. Había también pozos cavados por lluvias torrenciales donde flotaban pequeños animales muertos. Había mariposas de colores indescriptibles, y maracas ceremoniales hechas con la calavera de los enemigos. 

—¿Y por qué está aquí ahora, Lord Greystoke?

—Mi esposa es de Baltimore. Siempre pasamos los veranos en la Costa Oeste. 

—¿No ha vuelto al Africa? 

—¿Para qué? A ella no le gusta, y la tentación de quedarme sería demasiado fuerte. En cambio lleno cuadernos con las aventuras que correría si estuviese allí.

—¿Las veremos publicadas algún día?

—¿Me toma por literato, Francis? No se burle de mí. Nada de eso. Tal vez las lean mis descendientes y se diviertan con ellas. Supondrán que su antepasado ha sido primero un turista curioso y luego un viajero de biblioteca, como tantos ingleses. 

La conversación se ocupó luego de automóviles y de caballos. Greystoke parecía ser experto en ambos rubros. La primera impresión de extrañeza se había disuelto en esos temas previsibles. Dolly pensó, incluso, si toda aquella historia de África no sería alguna broma preparada por su marido. Se despidieron luego hasta la noche, en el baile de los Kein. John Clayton besó nuevamente la mano extendida.

Dolly volvió a quitarse los zapatos. Caminaría por la playa mientras durase el sol. Necesitaba escuchar solamente sus pensamientos. La historia de Clayton podía ser fraguada, y también absurda. Pero no era más absurda que la suya propia. La República Argentina, colgada en un extremo del globo como un largo y oscilante pendiente de plata, estaba tan lejos como el África. Y para los aristócratas ingleses o los millonarios yankees entre los que ahora transcurría su vida, un rey zulú era un personaje no menos estrambótico que su abuelo Manuel Namuncurá, jefe supremo de un vasto imperio de jinetes que habitaban en toldos y tenían harenes, como los beduinos, que bebían sangre de yegua recién degollada y que se engrasaban el cuerpo de pies a cabeza antes de ir al combate.  

Cuando conoció a Francis, que también había sido un turista curioso antes de convertirse en viajero de biblioteca, ese tiempo había pasado ya. Manuel Namuncurá, los Catriel, Sayhueque, Pincén…todos: los salineros y los vorogas, los pehuenches y los tehuelches, los manzaneros y los ranqueles…todos habían perdido la guerra quizá porque nunca supieron ni quisieron unirse contra el enemigo común. Su abuelo había pactado, finalmente. Había muerto casi centenario, mirando caer la nieve. Estaba enterrado en el cementerio de los huincas, “los de afuera”, envuelto en su uniforme de coronel cristiano. Y su joven tío Ceferino, el menor de los hijos del viejo Namuncurá, había fallecido aun antes que él, en Roma, mientras estudiaba para convertirse en cura. 

Algunos se quedarían en las pocas tierras que les habían dejado, en el Neuquén. Otros, como ella, como Ceferino, se pondrían un disfraz para sobrevivir: un uniforme de sacerdote o militar, o el uniforme sin galones, pero de raso y plumas, que las damas lucían en los saraos y que acaso ella ya no podía distinguir de su piel. 

Se sentó en un montículo rocoso para mirar el Océano, que traicionaba siempre al que no lo conocía, y donde los barcos podían perderse y hundirse, como se habían perdido tantos regimientos de los huincas, derrotados sin disparar un solo tiro en ese otro mar que ellos llamaban el desierto, pero que para su gente había sido siempre la patria, la mapú.  ¿Por qué Francis había querido llevársela consigo cuando la vió, hacía ya diez años, en Aluminé? ¿Simplemente se había apoderado de ella como el conocedor que recoge un objeto raro, caído por azar en una calle de tierra, pero que podría ganar mucho con la reparación, el cuidadoso pulido, y la posterior exhibición en una vidriera que realzara sus ocultos esplendores, y también su precio a los ojos de los otros? ¿No era en cierto modo la casa de Londres esa vidriera? ¿No la presentaba él allí como la lejana princesa de un reino inexistente, a un grupo de amigos selectos, que por lo general venían sin sus mujeres? Entonces ella bajaba por la escalera que era como el escenario de un teatro, pero ataviada con el chamal de lana negra, la faja de colores, y todas sus joyas de plata. No las que le había regalado Francis, y que podría fabricar cualquier artífice europeo, sino las suyas, que habían sido hechas a martillo bajo un cielo remoto que los joyeros de Europa no habían visto y acaso no verían jamás: pesados pectorales, con flores y con cruces que no eran cristianas. Zarcillos enormes que alargaban los lóbulos. Cascabeles sujetos en anchas vinchas, que resonaban con cualquier movimiento de la cabeza. Entonces aún llevaba largas las trenzas, que eran parte indispensable del traje araucano. Hasta que se cansó de aquella representación para hombres solos y quiso cortarse el pelo, so pretexto de estar a la moda. Francis, que disimulaba mal su disgusto, tenía las trenzas guardadas en un estuche. Si ella llegara a morirse antes que él —pensaba a veces— su marido las colocaría en alguna vitrina del salón, junto con las alhajas mapuches y la túnica de lana, como si fuesen piezas de museo. Quizá después de la muerte de ambos, pasarían, en efecto, al Museo Británico.

Cuando volvió a la casa ya atardecía. Por un momento, el mar le pareció petrificado en una plancha de cobre. Deseó furiosamente un caballo para galopar por encima de esa superficie enceguecedora y golpearla con los cascos como los plateros labraban el metal con el cincel. Alguna figura surgía siempre de esos golpes precisos y brutales, aunque no sin sufrimiento. 

En su cuarto, la esperaba su vestido de fiesta planchado sobre la cama. Sobre una mesita, humeaba el té de Luisa. Aspiró profundamente el fuerte dejo a araucaria que trascendía de la tetera, y bebió el contenido hasta la última gota.

III

¿Era Greystoke el varón más hermoso que había visto en su vida? ¿Por qué esa pieza de baile, normalmente anodina con cualquier otro compañero, le causaba tal sobresalto en la respiración? ¿O era el deseo, que a veces nada tenía que ver con la belleza, lo que le estaba aplastando el pecho con un dolor difuso? Algo le decían aquellos ojos que ningún hombre blanco le había dicho. Le costó dominar sus manos para que los dedos no saltaran en el aire, por sí mismos, y acariciasen con desvergüenza la única mirada que acaso tenía el poder de comprenderla tal como era.

—¿Es verdad que usted fue criado por los monos?

—Claro que no. ¿Quién podría hacerse hombre entre los animales? Me educó una comunidad africana. En cualquier latitud los seres humanos quieren y odian las mismas cosas: adoran a una divinidad, hacen la guerra, tienen hijos, poseen una lengua que les dice cómo vivir, se visten y se adornan, estudian lo que pueden en el libro de la Naturaleza, cuentan historias. Pero mis compatriotas prefieren que todo lo deba a los monos y a mí mismo, antes que a los negros. ¿Y su gente? ¿Qué me dice de los suyos?

—No sé si ese mundo era mejor o peor que éste. Depende de lo que uno busque. Pero al menos era el mío, eso sí.

—¿Por qué era? ¿Ya no lo es? 

—También allí las cosas han cambiado. Y sobre todo, he cambiado yo. Quizá soy yo la que no tengo mundo. 

Salieron a la noche exterior. Adentro, la alegría del charleston hacía girar collares y lentejuelas en el aire luminoso. Manuela vio a su marido de perfil. Era el centro de un pequeño grupo y el único que hablaba. Siempre encontraba un auditorio propicio y rara vez caía en la vulgaridad de repetir la misma anécdota. Envejecía casi imperceptiblemente, contento con un destino que había logrado dibujar a su gusto, según creía, con un pincel de artista.

Greystoke empezó a desatarse los zapatos. Cuando los tuvo en la mano le sonrió a Manuela.

—¿Por qué no hace lo mismo, amiga  mía? ¿No es una hermosa noche para caminar por la playa?

IV

Al día siguiente Lord Cavendish despertó con el sol casi en el cenit. Llamó primero a Luisa, luego a Dolly, sin obtener respuesta. La casa vacía se llenó de ecos. Su mujer podía haberse demorado en la cotidiana partida de póker. Pero, ¿y Luisa? Pronto no necesitó buscar más. Sobre la mesa del desayuno halló una nota que le estaba dirigida, junto con el anillo de compromiso que le regalara a Manuela. Ella no había querido llevarse otra cosa que una valija con ropas y sus antiguas alhajas.  

Pronto se supo que John Clayton, Lord Greystoke, había desaparecido esa misma mañana. Las murmuraciones no duraron mucho: en el vértigo lujoso de la Costa Dorada un escándalo tapaba pronto al otro. Por lo demás, el fin del verano era inminente, y las mansiones comenzaban a quedarse quietas y desiertas, como vastas escenografías abandonadas.  

Si Cavendish y Lady Greystoke tuvieron noticias de sus respectivos cónyuges, nunca lo comunicaron a nadie. Mrs. Clayton volvió a casarse con un hacendado tejano, no bien se cumplió el tiempo legal como para declarar a Greystoke oficialmente muerto. 

Cavendish falleció en Londres, pocos años después. Sus sobrinos heredaron la casa y dinero en acciones y en metálico. En su testamento donó al Museo Británico las colecciones reunidas durante sus viajes, y pidió que se hicieran las diligencias oportunas para entregar a Manuela Namuncurá, dondequiera que ésta se hallara, un estuche con unas trenzas negras.

[1] Este relato se inspira, muy libremente, en un cruce de dos anécdotas históricas: la de una joven hermana de Manuel Namuncurá que se enamoró de un aristócrata inglés y lo siguió a su país, y la de una hija del mismo jefe: Manuelita Rosas Namuncurá, a quien el Coronel Daza encontró en Buenos Aires, años después de la “conquista del Desierto”, elegantemente vestida “a la parisién”. Debo estas referencias al excelente libro de Norma Sosa, “Mujeres indígenas” (Buenos Aires, Emecé, 2001).

María Rosa Lojo

Foto: © V. Padrú

María Rosa Lojo
(Buenos Aires, 1954)

Narradora e investigadora, hija de españoles. Se doctoró en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ingresó al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, donde llegó a ser Investigadora Principal. Actualmente es directora académica del Centro de Estudios Críticos de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía, Letras y Estudios Orientales de la Universidad del Salvador (Buenos Aires), y Profesora Titular de la misma Universidad. Es autora de una considerable y variada producción especializada en su campo de investigación, paralela a su obra en la poesía y la ficción creativa. Parte de sus libros se ha traducido al inglés, francés, italiano, gallego, tailandés y búlgaro. En 2015 fue nombrada miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y desde 2017 forma parte del Consejo de Administración de la Fundación Sur, creada por Victoria Ocampo. En 2019 fue nombrada Miembro de Honor (Académica de Honra) de la Real Academia Gallega.

Más información en la página web del Registro de Escritores.

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