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La araña muere en su tela

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La araña muere en su tela

Ariel Urquiza

Incluido en el libro No hay risas en el cielo, publicado por Ediciones Corregidor en 2016, y reeditado en 2019 por el mismo sello.

 

Se puso un jogging y una remera y subió al estudio. Ya no necesitaba tantear el camino. Uno se acostumbra a todo, le gustaba decir cuando a alguien le impresionaba la destreza con la que él se manejaba. Solo de vez en cuando extendía una mano hasta tocar una pared, cuando se tropezaba con algo que su mujer había cambiado de lugar. Esa noche ella había salido, había ido al cine con una amiga. Una de las tantas cosas que él ya no podía hacer, aunque el cine no era precisamente lo que más extrañaba. Se sentó frente al escritorio, en la silla de cuero que había sido de su padre. Encendió el grabador del celular y enumeró en voz alta sus planes para el día siguiente. Por supuesto que no incluyó ningún detalle comprometedor; había desarrollado casi instintivamente un modo probo de referirse a sus asuntos. No se trataba de una clave, sino más bien de un uso exacerbado de eufemismos. Cuando terminó, se quedó recostado en la silla, girándola para un lado y para el otro, hipnotizado por el silencio de la casa. Era un silencio sin espesor, propio de los ambientes amplios con decoración minimalista. No estuvo mucho tiempo quieto. Como era él, no podía estar sin hacer algo. Pensó en escuchar música, pero prefirió retomar la novela. Buscó la página señalada y deslizó las yemas de los dedos por la hoja. Todos los seres humanos habían perdido los cinco sentidos de un día para el otro. No podían saber si respiraban, si estaban cayendo o si ardían en el fuego. Levantó la mano del libro. Le pareció haber oído un ruido estridente, como de un vidrio roto, en la planta baja de la casa. En la garita de la entrada, esa noche hacían guardia Ferreira y Ortiz, dos de sus mejores hombres. Pero pensó, como ya había pensado en otras ocasiones, que el jardín que rodeaba la casa era grande y el muro perimetral tenía varios puntos por los que podía ser vulnerado. Estuvo un rato atento, y como no escuchó nada más, apoyó otra vez la mano en el libro y bajó la cabeza, porque no podía sacarse la estúpida costumbre de apuntar con los ojos hacia la página oscura. 

Incomunicadas, las personas eran prisioneras de sus pensamientos, un calabozo tan inmensurable como el universo. Otro ruido; esta vez le pareció más cercano. Hasta juraría haber oído el clic del interruptor de la luz. Ya iba a pararse cuando, a su izquierda, lo sorprendieron unos pasos que entraban en el estudio. Entonces se quedó sentado, sujetando el libro con las manos firmes. Los pasos se detuvieron en el centro de la habitación. Pasos de hombre, estaba seguro. Imaginó la mirada del tipo clavada en su frente. El intruso se acercó y se paró detrás de su silla, tal vez se había puesto a curiosear el libro por encima de su cabeza. Qué quería, a qué había ido ese hijo de puta. Respiraba agitado y olía a ciprés. Él estuvo a punto de saltar de la silla, pero se contuvo. Oyó al intruso caminar hacia el lado contrario a la puerta, rodear el escritorio y sentarse enfrente de él. Por cómo hacía crujir el respaldo de la silla (no terminaba nunca de acomodarse) se notaba que era bastante corpulento. Él se esforzó por no bajar la cabeza; la mantuvo en alto, apuntando quizá con sus ojos a los ojos del otro. En el primer cajón del escritorio guardaba una pistola, pero no quiso ni pensar en las pocas probabilidades que tenía. Cuando oyó que el intruso quitaba el seguro de un arma, no pudo evitar sobresaltarse. No diría nada, prefería morir con dignidad y no suplicar por su vida con la voz quebrada. Sonó el ringtone de un celular, una música que él nunca había escuchado, como de una película de suspenso. El intruso cortó el llamado, se puso de pie y salió del estudio. Aun entonces, él no se movió de la silla. Siguió con atención los pasos que se apagaron lentamente en la escalera. Cuando oyó la puerta del fondo, la que daba al jardín, dio el aviso a los guardias. Soltaron los perros, revisaron el jardín, el quincho, la casa. Nada. 

Cuando Gregorio, su hombre de confianza, lo pasó a buscar a la mañana siguiente, estuvieron un buen rato barajando varias posibilidades. El intruso no se había llevado nada, así que no entendían por qué se había tomado semejante molestia para ensayar esa especie de amenaza anónima. Gregorio arriesgó que podía ser un sicario de alguna banda enemiga, pero él estaba convencido de que se trataba de uno de sus hombres. 

Más tarde, en la cueva, como a él le gustaba llamar al edificio de Lanús Oeste desde donde dirigía sus operaciones, se hizo tiempo para hablar con varios de sus hombres. No fueron interrogatorios, sino conversaciones casuales de las que intentó sin éxito extraer alguna pista. 

Volvió tarde a su casa. Cenó y se sentó a leer en el estudio. Lo ocurrido la noche anterior no iba a alterar su rutina. Después de un tiempo que nadie fue capaz de precisar, las personas empezaron a recuperar los sentidos, solo que ahora daban cuenta de un mundo completamente diferente. Los colores eran otros y no existía la simetría. Los seres que alguna vez habían sido humanos ahora eran monstruosos. Hiroshi, el protagonista, más de una vez pensó en suicidarse. Sin embargo, poco a poco fue aceptándose a sí mismo y a los otros. Lo mantenía vivo el deseo de encontrar a su mujer y a sus hijos, pero no iba a ser fácil. Levantó los dedos del libro y se los pasó por la cara. Era como él siempre decía, uno se acostumbra a todo. Y enseguida se encontró reconstruyendo lo sucedido la noche anterior y cada ruido se transformó en un paso. Llegó un momento en que no pudo más. Abrió la puerta y le pidió a la mujer que no deambulara más por la casa, por el amor de Dios, que se fuera a la cama de una buena vez. Él también se fue a dormir. Odiaba pensar que estar junto a su mujer lo hacía sentir protegido. El hecho de que ella pudiera ver y avisarle si alguien atravesaba la puerta le devolvía la seguridad en sí mismo, en su capacidad de manejar la situación y hasta de enfrentar a quien fuera con la escopeta de caño recortado que guardaba debajo de la cama. Pero peor que esa noche fue la siguiente, y la siguiente más aún, porque entendía que si el intruso pensaba volver, lo haría pasado un tiempo. Dejó de ir al estudio por la noche. Reforzó la seguridad. En lugar de dos hombres, ahora había cuatro que vigilaban ya no solo la entrada a la casa sino también el muro alrededor del jardín. 

Unos días después, preparaba en su oficina de la cueva los detalles para una entrega cuando oyó, a través de la ventana que daba a un patio interno, el ringtone de aquella noche. Corrió hasta la ventana y prestó atención a la voz que atendía el llamado. Era Aguilar, el tucumano. Uno que, en su momento, había andado diciendo que él, cuando muriera el padre, no iba a ser capaz de hacerse cargo del negocio.

Mandó a llamar a Aguilar con la excusa de asignarle un trabajo. Aprovechó la conversación para tantearlo y lo notó dubitativo, desconfiado. No bien Aguilar cerró la puerta, llamó a Gregorio. Había que limpiar al tucumano; era él.

Con la muerte de Aguilar, su casa recuperó los sonidos habituales. Desaparecieron los pasos sospechosos, los ruidos inexplicables. Hiroshi encontró a su familia y la humanidad, aunque horripilante, siguió siendo humanidad.

El lunes de la semana siguiente, Gregorio lo pasó a buscar, subió como siempre a su estudio y lo ayudó a preparar todo. Bajaron y, como todas las mañanas, Heráclito, el chofer, les abrió la puerta del Rover. Poco después de que tomaron la avenida Hipólito Yrigoyen, sonó el teléfono de Heráclito. Era ese ringtone, el de Aguilar, el del intruso. 

―Llamame a la hora del almuerzo, ahora estoy trabajando ―dijo Heráclito, y cortó.

Él quedó aturdido. Tanto que tardó en hacer la pregunta inevitable.

―¿Y esa musiquita? 

―¿Musiquita? ―repitió Heráclito.

―Sí, el ringtone.

―Ah, ¿le gusta? Me lo pasó Ferreira. 

―Cómo joden con La araña muere en su tela ―dijo Gregorio―. Ojo, es un peliculón, no digo que no.

Él se recostó contra el respaldo y ya no preguntó nada más. Aspiró hondo una, dos veces, y olió, o creyó oler, un leve aroma a ciprés.

Tomas Downey © 2017 magdalena siedlecki

ARIEL URQUIZA
(Tres Arroyos, 1972)

Escritor, traductor de inglés y periodista argentino. En 2012 obtuvo una mención de honor en el VI Concurso de Relatos Bioy Casares. Ese mismo año fue finalista del VI Concurso Internacional de Cuentos Manuel Mujica Láinez con el texto “Angaspalaube”. En 2013 su novela Ya pueden encender las luces (Ediciones Corregidor, 2019) fue finalista del III Premio Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional. Y su libro No hay risas en el cielo (presentado como Ni una sola voz en el cielo) fue ganador del Premio Casa de las Américas en la categoría cuentos en 2016 y finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en 2017; publicado originalmente por Ediciones Corregidor en 2016 y reeditado en 2019 por el mismo sello.

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