Rescates: Albert Camus

La existencia, ese absurdo

por Verónica Abdala

¿La vida tiene un sentido último por sí misma? Y si no lo tuviera, ¿no vale la pena vivirla, de todos modos? Con plena conciencia del absurdo –entendido como la búsqueda de un significado absoluto y objetivo de la existencia, que a sus ojos parecía una empresa inútil e incesante– y sus propias ideas iluminadoras al respecto, Albert Camus entendía que el sinsentido de la vida –su gratuidad, digamos–, lejos de ser una instancia conclusiva, era un punto de partida para la reflexión y la creación.

Se basaba en la convicción de que, por fuera de una búsqueda de la trascendencia, existe una verdad misteriosa y huidiza que debe y merece ser siempre reconquistada. Y esa es una de las ideas que subyacen a algunas de sus ficciones, entre ellas su novela El extranjero, de cuya publicación se cumplieron recientemente ochenta años.

El protagonista, Meursault, jamás se manifestará contra la injusticia, ni siquiera expresará pena o lástima: lo definen, en cambio, la pasividad y el escepticismo frente a todo y todos; un sentido apático de la existencia, incluso ante la propia muerte.

Nacido en Argelia en 1913, hace exactos 110 años, y fallecido en Francia en 1960 –padre de la llamada “filosofía del absurdo” y referente del existencialismo francés, pese a que rechazaba esta etiqueta–, Camus desplegó una obra humanística multifacética que lo erigió entre los clásicos contemporáneos en el campo de la narrativa.

Pero a su vez trascendió ese plano y se posicionó entre los intelectuales faro de su tiempo, entre los que también se contaba su enemigo íntimo, Jean-Paul Sartre, a quien se enfrentó en una batalla filosófica con trasfondo político, a comienzos de los años ‘50: aunque ambos pensadores se reivindicaban de izquierda, en los comienzos de la Guerra Fría luego de la Segunda Guerra, Camus denunciaba los crímenes del estalinismo y reflexionaba negativamente sobre las revoluciones y el ideario comunista, mientras que Sartre defendía la violencia como herramienta válida para la revolución social.

 “Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde ya no se mataría”, azuzaba Camus en 1957. Ese mismo año, a sus 44, ganaba el Nobel de Literatura.

Comprometido con los valores humanistas, fue un inclaudicable combatiente contra el franquismo, el stalinismo y la pena de muerte, además de difusor de un pensamiento que había forjado bajo el influjo de Schopenhauer, de Nietzsche y del existencialismo alemán. Y también probó su compromiso político indeclinable cuando asumió la dirección del periódico Combat durante la Resistencia francesa, tras la ocupación nazi. “El mundo en que vivo me repugna. Pero me siento solidario con los hombres que sufren en él”, decía.

Aunque fue su obra literaria que en su momento conmocionó el espíritu de Europa y además lo convirtió en best seller, lo que trascenderá en el tiempo: el escritor firmó obras consideradas hoy clásicos contemporáneos, como El extranjero (1942) y La peste (1947).

En El extranjero, su primera y más celebrada pieza maestra, el autor expresaba la profunda nostalgia ante la pérdida de una vida plena de sentidos humanitarios. Mersault se niega a mentir. Mentir no es sólo decir lo que no es. Es también, y, sobre todo, decir más de lo que es y, en lo que concierne al corazón humano, decir más de lo que no se siente. Es lo que todos hacemos a diario para simplificar la vida, definía el propio autor al referirse al personaje de la obra en la que se enfoca en la historia de un hombre (un francés argelino) indiferente a la realidad por resultarle absurda e inabordable y que, sin ninguna actitud heroica, morirá por la verdad.

Pero el personaje no quiere simplificar la vida, aclaraba el autor: “Mersault dice lo que es, se niega a enmascarar sus sentimientos e inmediatamente la sociedad se siente amenazada”. Lo condena ese matiz.

El sentido apático de la existencia y aún de la propia muerte, encarnado en el personaje puede entenderse a la luz de la historia como una denuncia indirecta de Camus frente a una sociedad que olvida al individuo, premonitoria del paisaje oscurecido que se ceñiría sobre Europa tras la posguerra. Y, a la vez, como el alegato de una generación que haría del inconformismo una bandera. En un mundo en el que la disparidad entre el ideal y la realidad parece tan vasta, el arte y la literatura se aparecían a sus ojos como potentes antídotos frente al absurdo.

Su vida concluyó abruptamente el 4 de enero de 1960 en un trágico accidente de tránsito, cuando el coche que conducía su amigo, Michel Gallimard –sobrino de su editor, Gaston Gallimard– se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Hay finales que suelen ser un principio.

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