Rescates: ajedrez y escritura

Apuntes para una partida

por Fernando Manzini

En la historia de la literatura no hubo demasiados escritores que fueran al mismo tiempo buenos ajedrecistas (ojo, hablo de ajedrecistas de verdad, esa casta humana maníaco-obsesiva capaz de pasarse cinco o seis horas analizando posiciones de ajedrez ridículamente complejas en un celular, una PC, un tablero de cartón descolorido por el uso y manchado de comida). No, no los hubo. Y es que ambas actividades —ajedrez competitivo, creación literaria—, son demasiado exigentes, demasiado absorbentes y especializadas como para cumplir de un modo decente con las dos. Triste verdad. Si querés ser bueno en algo, vas a tener que resignarte a ser terriblemente malo en todo lo demás.

Lo que sí hubo, por cierto, fueron escritores que tomaron contacto con el ajedrez y sintieron un calor de brasa intelectual capaz de encender sus propias obras. En esa noble tribu de “Escritores Enamorados del Ajedrez que Desearon Escribir Algo al Respecto”, podemos encontrar un grupo exiguo de poetas, narradores y ensayistas que mencionaron o penetraron el “severo ámbito en que se odian dos colores”.

Algunos de los de esta tribu fueron —siguen siendo— ajedrecistas aficionados que incluyeron al ajedrez como tema de sus novelas (Unamuno, Stefan Zweig, Lewis Carroll, Nabokov, Katherine Neville, Guillermo Martínez), de sus ensayos (Poe, Rafael Barrett, Martin Amis, Abelardo Castillo), o de sus cuentos (Faulkner, Kjell Askildsen, Diego Muzzio, y, otra vez, cómo no, Abelardo Castillo).

Otros escritores, sabiendo apenas mover las piezas, plasmaron en versos las sensaciones líricas que el juego les deparó (Borges, Pessoa, Nicolás Guillén). Otros, fascinados por lo abstracto del asunto, lo tomaron como objeto de reflexión ética, estética o metafísica (Martínez Estrada, George Steiner, y, de nuevo, Borges). 

Varios argentinos en la lista, que aún no termina.

El poema “Ajedrez”, de Borges, es una especie de mantra del ajedrez nacional. A tal punto que figura entero, verso por verso, en un panel de acrílico empotrado en la mismísima entrada del Club Argentino de Ajedrez, entidad decana del juego-ciencia en Argentina. En los asados del Club de Ajedrez La Plata, siempre hay algún sentimental que empieza a recitarlo de memoria, obligando al resto a cruzar los cubiertos y volver a sus casas. Pero incluso los abstemios se lo saben de pe a pa. En una de las “Jornadas de Ajedrez y Cerebro”, después del final de una conferencia en la que se relativizó la posibilidad de aplicar el ajedrez a la vida cotidiana, el Presidente del Club Argentino se levantó velocísimo de su asiento, agarró el micrófono, lo desmontó de su atril y se paseó entre las miradas semidormidas de los asistentes, confiado como un actor veterano, para emitir con voz rítmica, casi cantarina, un bloque perfecto de palabras que nos obligó a aplaudirlo (y a despabilarnos). ¿Rap urbano? No. ¿Himno Nacional Argentino? Menos. ¿Qué, entonces? “Ajedrez”, de Borges. Hit del último verano.

Otra obra cumbre de la literatura ajedrecística nacional, mucho menos conocida que la anterior, es la inconclusa Filosofía del Ajedrez, de Martínez Estrada. Considerada por su propio autor como imposible, salvada de la hoguera (¡por Borges!), y recuperada, editada y rearmada pacientemente como un rompecabezas chino por Teresa Alfieri, Filosofía del Ajedrez concentra lo mejor del pensamiento filosófico argentino sobre este juego. En sus más de trescientas páginas, Martínez Estrada no nos enseña a enrocar, ni a tomar peones al paso, ni a dar jaques mates, ni a impedir que caiga una lluvia de flechas de fuego sobre nuestro Rey desnudo. Lo que hace es aprovechar el ajedrez como estímulo para filosofar en libertad. Podrá leerse, en lo que parece una nota suelta: “Esta facultad de abstracción y concentración es extraordinaria en el ajedrecista, y con el ejercicio continuado y metódico podría llegarse, si no al don de la profecía (…) a desarrollar la inteligencia en el sentido y la dirección que le son característicos, según nos dice Bergson, despejando ese camino por el que vamos andando a tientas y preparándolo a nuestros sucesores para que puedan seguir por él con más libertad, con más seguridad y con más fuerza”. Algunos podrán decir que confía demasiado en los supuestos frutos intelectuales del ajedrez, pero yo le creo. ¡Los ajedrecistas poseemos mentes superiores que os salvarán de los terribles males de este mundo! Eso sí… Esperen hasta que subamos algunos puntitos de ranking, mejoremos nuestras defensas con negras, resolvamos este problema de mate en dos y le ganemos, aunque sea solo una partida, al amigo que nos tiene de hijos…

Capítulo aparte merece Roberto Grau (padre del ajedrez nacional, seis veces campeón argentino), que, aunque no fuera un autor de ficciones, escribió un Tratado General de Ajedrez lo suficientemente inspirador y bello para considerarlo parte de la literatura. En el tomo IV, por ejemplo, puede leerse: “El ajedrez es una de las maneras que ha hallado el hombre para divertirse honestamente mediante ese magnífico compresor que es la inteligencia. Para que en realidad quien juegue logre en toda su amplitud gustar de las satisfacciones artísticas que el juego puede proporcionar, debe tratar, no ya simplemente de mover las piezas e inflarse de dicha cada vez que mediante un lance feliz logra dar mate o ganar una pieza a su rival, sino de desarrollar una idea en toda la partida y llevarla al triunfo”. Vamos… ¿O me van a decir que no parece escrito por un ser creado artificialmente a partir de los genes de Marco Aurelio, Quevedo y José Ingenieros? Doy mi voto para que los libros de Grau se ubiquen, a partir de ahora, en el sector “Literatura argentina” de todas las librerías, entre Martín Fierro y el Adán Buenosayres.

No sé si existe el libro que hable de la relación entre ajedrez y escritura. Sería interesante. Imaginemos a alguien que compita en torneos y desee progresar en el ranking internacional. Imaginemos que esa persona mantiene, al mismo tiempo, un proyecto literario: la escritura de un libro de cuentos, de una novela. Esas dos actividades mentales —tremendas, sistemáticas, esforzadas— en algún momento tienen que tocarse, potenciándose en algunos aspectos, anulándose en otros. El cerebro que las lleva a cabo es el mismo, después de todo. Pero el libro que nos explicaría cómo funciona esto, hasta donde yo sé, no se escribió.

A falta de este libro iluminador, contamos con algunos datos sueltos.

Por ejemplo, un experimento de Gliga y Flesner (2013) demostró que los niños rumanos que tomaron una clase semanal de ajedrez durante (sólo) dos meses y medio, mejoraron su desempeño en tareas relacionadas con el lenguaje y aumentaron su creatividad literaria. Aunque los investigadores no se hayan molestado en explicarnos las causas de esta mejora (después de todo, podríamos preguntarnos: ¿qué diablos tiene que ver el pensamiento ajedrecístico con la habilidad verbal?), tomemos prestados los aportes de Kahneman y aprovechemos su hipótesis del “pensamiento esforzado”. Para jugar bien al ajedrez hay que esforzarse mentalmente, resistir la imposible dificultad de este juego, amigarse con ella. Quizás esta aptitud humana de tolerar lo difícil para intentar resolverlo pueda entrenarse, y con el tiempo llegue a formar un hábito. Un hábito pasible de transferirse a la multiplicación mental de dos cifras, la capacidad de ponernos en el lugar de otro, y, por qué no, la escritura.

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