Rescates: Rayuela

60 años y todos los días

por Mariana Iglesias

El 28 de junio de 1963 se publicó Rayuela, la novela infinita de Julio Cortázar. Han pasado 60 años de aquella pregunta inaugural ¿Encontraría a la Maga? Y es muy probable que muchos lectores no puedan responderla aún, o bien respondan con una mezcla de culpa y pudor: “No lo sé, no terminé de leerla”.

Hay algo en esa soberana libertad de lectura que propone Cortázar que hace naufragar en el intento. Sin embargo, hay un puñado de lectores, ni mejores ni peores, pero sí tenaces, que no claudica y sigue leyendo. Muchos de esos andan (o andamos) por la vida diciendo que leer Rayuela es como ir al gimnasio: te pueden acompañar el primer tiempo, te pueden insistir en que lo hagas y los más radicales hasta diremos que leer Rayuela cambia la vida.

Pero en un momento tanto para el ejercicio físico como para el intelectual hay que seguir solo (o no) y, en todo caso, tener en cuenta que ese artefacto cultural fue el panfleto de una época. Esa cajita de papel que guarda las preocupaciones de los jóvenes de los años ‘60, hoy se puede leer, sí. Pero con otras claves.

En este punto, la escritora Sandra Gasparini considera que “La órbita de Rayuela desborda lo literario: es un mapa político de lecturas y prácticas artísticas de la década, un experimento lúcido que modelizó las afectividades y consumos culturales de varias generaciones. ¿Cómo abordarla hoy? Con los ojos preparados para internarnos en un mundo analógico, carnal e intelectual, que se cuestionaba otros privilegios, construido con algunas certezas pero sobre todo con muchas dudas. Un tablero de direcciones para aprender a no seguir las instrucciones”.

En 1963, cuando se publicó, formó parte de esa consabida operación editorial llamada boom de la literatura latinoamericana, que ponderó los textos de un grupo de escritores de América Latina como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Octavio Paz, quienes buscaban despegarse de las formas y de los temas clásicos de la novela tradicional.

Cortázar inicia este proceso con Rayuela, un relato urbano caracterizado por la contaminación de voces, los saltos de tiempos narrativos y la posibilidad, en este caso en particular, de colocar al lector casi en un pie de igualdad con el autor para que decida de qué manera continuar leyendo el libro.

Esa tentativa de crear un nuevo lenguaje, de negar la realidad, de encontrar una universalidad que rompa las fronteras era, en los años ‘60, el canto de cisne de las vanguardias. Hoy es parte de una cotidianeidad llamada Internet y es la herramienta puente que nos invita a ensayar una nueva lectura de Rayuela.

A propósito de esta idea, el escritor y periodista cultural Juan Pablo Bertazza reflexiona: “Es cierto que algunos aspectos de Rayuela (en especial el personaje de La Maga) quedaron obsoletos. Otros, por el contrario, son estremecedoramente actuales como el vínculo que establece con las ciudades”. “Algo del orden del vagabundeo exploratorio, un motivo muy actual, incluso por contraste. Porque esa actitud benjaminiana de saber perderse en la ciudad, que implica ver un poco más allá y remite a una crítica lúcida contra los mandatos económicos, políticos y sociales, pero también a una suerte de autoconocimiento; ese cruce entre detallismo y sorpresa que despierta la ciudad tal vez no tenga nada que ver con este presente de aplicaciones y localizaciones en el que no hay rincón del mundo que parezca inaccesible. Al leer Rayuela o, mejor dicho, al experimentar como lectores la interacción entre sus personajes y el espacio urbano sentimos la adrenalina en la boca del estómago y entendemos todo aquello que podemos estar perdiendo con lo que ganamos con la tecnología”, indica Bertazza .

Si, como postuló David Viñas, una generación es una estructura, entonces cabe hacerse la pregunta de si, acorde a su estructura, Rayuela podría ser una lectura sugerida para los jóvenes de esta generación. La enunciación tiene, a priori, dos posibles respuestas, como propone Cortázar en tanto formas de abordar el texto. Si se opta por la lectura lineal –que se extiende del capítulo 1 al 56–, el relato toma la estructura televisiva cercana a cualquier propuesta de Netflix, que no resultará para nada ajena y que se centra en la historia de ¿amor? entre Horacio Oliveira y La Maga, dos exilados latinoamericanos por elección, que viven en París. Él es porteño; ella es uruguaya y tiene un bebé al que llama Rocamadour.

Los itinerarios que encara Horacio, eventualmente junto a un grupo de amigos con intereses estéticos y existenciales conocido como El Club de la Serpiente, están cargados de reflexiones metafísicas, conocimientos de literatura y hasta de jazz, misterios enormísimos para La Maga, que acompaña, teme preguntar y sabe, secretamente, que detrás de esa pedantería intelectual y masculina, hay un par de muchachos que no saben bien lo que quieren y que esa extrema libertad que reivindican los tiene presos de sus cavilaciones.

En esa lectura los primeros 36 capítulos se denominan “Del lado de allá”, y hasta es posible ver los escenarios reales a través de Google Maps. Del capítulo 37 al 56 la escena se traslada a Buenos Aires, “Del lado de acá”, donde la ciudad es mucho menos protagonista y aparece de un modo más abstracto. Aquí se suman nuevos personajes, nuevos conflictos y dosis generosas de ironía y humor que compensan el despliegue escénico que caracterizó la primera parte.

A partir del capítulo 57 hasta el 155 aparece la tercera sección, “De otros lados”, conocida como capítulos prescindibles, donde Cortázar abre la puerta de su laboratorio creativo y hace foco en el personaje de Morelli, un alter ego que trata de explicar cómo tendría que escribirse una novela moderna, postulando coordenadas y búsquedas estilísticas de la época. Aquí aparecen juegos idiomáticos, lenguajes inventados y formas no canónicas para descifrar algunos capítulos.

Podríamos suponer que en la actualidad no hay tiempo real, ni atención continua como para invertirlo en leer este “ladrillo” de más de 700 páginas lleno de referencias culturales, conceptos abstractos, y budismo Zen para principiantes, máxime para un lector que vive en tiempos donde el pulso lo marca el clickbait. Lo que pasa es que Rayuela es el emergente de la década rebelde y, como tal, va a encontrar la forma de sacudirse el polvo, cambiar de tapa, y volver al ruedo.

Sin ir más lejos, la otra alternativa de lectura que expone Cortázar (el tablero de dirección) se adelanta a su época y postula la lógica del algoritmo, comenzando por el capítulo 73 y planteando un programa de lectura moderno, juguetón y descontracturado, pero, al igual que Spotify, nos lleva a donde él quiere. ¿Acaso no es válido googlear quién fue o qué escribió Spinoza, o descubrir GoogleArt para meterse en la discusión sobre Klee o Miró, y en el mismo sentido leer escuchando la música que suena en la novela? ¿Alguien se anima a grabar un tiktok recitando dos párrafos en gíglico?

Creo que el ejercicio de la lectura es irremplazable, que hay que tomarse el tiempo de ir a fondo, involucrarse y dejarse llevar por esos juegos, y que, si un día cualquiera se cae Internet, muchos lectores tendremos un amparo, una contraseña guardada en una cajita de papel, en un rincón de la biblioteca, que nos invite a viajar de la Tierra al Cielo, por ese universo infinito llamado Rayuela.

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