Literatura y deportes

“Nos esperan tiempos duros”

por Alejandro Duchini

El 5 de septiembre de 1972, en los Juegos Olímpicos de Múnich, Alemania, un comando del grupo terrorista Septiembre Negro (de la Organización para la Liberación de Palestina, liderada por Yasir Arafat) irrumpe en la concentración israelí y toma rehenes. Los apoyan grupos neonazis. Piden la liberación de 234 prisioneros alojados en cárceles israelíes. También la libertad de los fundadores de la Fracción del Ejército Rojo, Andreas Baader y Ulrike Meinhof, encarcelados en Alemania. Otros atletas llegan de pasear y no saben que se sumarán al drama. Cuando entran a las habitaciones su suerte está echada. El luchador Dadir Zabari escapa. Jamás olvidará que mientras corría en zigzag escuchaba las balas que le disparaban. Morirán once atletas y entrenadores, un policía alemán y cinco de los ocho terroristas; otros tres serán detenidos y liberados a los pocos meses. Desde Alemania, intentan huir en un avión cedido por el gobierno local como parte de las tratativas. La guerra entre Israel y Palestina tiene otro capítulo. Hay venganza. Y venganza de la venganza. Un círculo que llega hasta hoy.

“Nos esperan, pues, tiempos muy desapacibles, muy duros. Desapacibles y duros para todos. No solo para nosotros”, vaticina unas semanas después Shmuel Lalkin, jefe de la delegación israelí en esos Juegos. El tiempo le dará la razón. Se lo dijo a la periodista Oriana Fallaci y se lee en el libro Las raíces del odio. Mi verdad sobre el Islam (Editorial El Ateneo). Hay documentales, películas y cientos de textos sobre el tema. De hecho, el documental Un día en septiembre, de 1999, dirigido por Kevin Macdonald, ganó un Oscar. Pero les recomiendo que lean los reportajes de Fallaci a Lalkin y Zabari. Leer sus testimonios es vivir aquello. Porque lo cuentan desde el dolor: una herida que no cicatrizará jamás. El primero que habla es Lalkin. “Me esperaba que ocurriera algo desde que comenzaron los Juegos (…) No pensaba que pudiéramos llegar hasta el final sin que ocurriera algo”, recuerda. Y enseguida, al hablar de lo que decía uno de los terroristas: “Que si antes del mediodía Israel no liberaba a alguno de los prisioneros políticos él y sus camaradas matarían a los rehenes. Si no les creían estaban dispuestos a demostrarlo: ya tenían un cadáver que arrojar por la ventana. Nada más decir esto arrojaron un cadáver por la ventana. Así, como si fuera un saco lleno de trapos viejos. Cayó sobre la cerca”. Era el cadáver de Moshe Weinberg, el entrenador. “Totalmente cubierto de sangre”.

En cuanto pudo, escapó. “Por supuesto que pasé miedo mientras corría. (….). Pero, lo creas o no, más que miedo lo que sentía era pena. ¿O remordimiento? Sí, sentía una especie de remordimiento. El mismo que sienten, en la guerra, cuando muere un compañero mientras tú te echas a correr para salvarte”. Lo que siguió fue más tensión y muerte y más odio. Hacia los palestinos, hacia los alemanes: “Los mayores culpables siguen siendo los alemanes. Esos alemanes que, además de ser unos blandos, son unos mentirosos”, dice Lalkin. Y luego su conclusión: “Para los israelíes se ha abierto un nuevo frente: los aires de la guerra, ahora soplan desde Europa. Todavía no sé cómo podemos combatir en este nuevo frente, todavía no lo sé. No es un frente al que se pueda ir con aviones y bombas y carros de combate. Pero una cosa es segura: hay que luchar contra él, y nosotros vamos a hacerlo, que no os quepa duda alguna: la caza al judío no va a volver a comenzar. Las persecuciones y las matanzas de judíos no van a repetirse”.

El segundo de los testimonios es el del luchador Gadir Zabari, quien estaba entre los israelíes capturados por los terroristas. Cuando habla de uno de los captores dice que “me acordaré de él mientras viva” y que “no parecía nervioso. Ni siquiera un poco. Y no despreciaba las palabras”. Recordará a uno de sus compañeros que apareció con una herida de bala en pleno rostro: “No le oí quejarse ni una sola vez”. En fila india, marchando hacia su muerte, no se olvida de haber escuchado “el ruido de los pájaros”. Nunca supo por qué le quedó grabado ese sonido. Tampoco supo cómo se animó a correr, a huir, hasta sentirse “tan veloz, tan ligero, como si no tuviera cuerpo”. Corría en zigzag, esquivaba balas y saltó un muro. “Mi huida no brotó de un razonamiento (…). Hui sin ser consciente de que estaba huyendo, por desesperación, sin pensar siquiera que corría el riesgo de que me mataran”. Al momento de la entrevista, él también carga con la culpa del sobreviviente. “¿Cree que soy un egoísta?”, le pregunta a Fallaci. En ese interrogante termina el reportaje.

Pasión Olímpica, el libro de Gonzalo Bonadeo sobre su experiencia en los Juegos Olímpicos, destaca las películas 21 horas en Múnich (de  William A. Graham), Múnich (de Steven Spielberg) y Un día en septiembre. “Tanto los artículos de la época como los documentales dejaron muy en evidencia la precariedad de la estrategia alemana”, opina sobre la actuación de las fuerzas de seguridad del país organizador, y luego dice: “A un costado del drama de la muerte, el olimpismo dio sin querer una muestra poderosa de la fuerza del deporte. Incluso de una fuerza boba, que idiotiza, que nos impide ser conscientes de lo trascendente por encima de lo que, aún atractivo, se convierte en superfluo. El Comité Olímpico Internacional decidió suspender las competencias sólo a las 15.30 del 5 de septiembre, es decir, 12 horas después de la primera muerte. Infinidad de atletas se movieron dentro de la Villa y salieron hacia los estadios pese a la presencia de terroristas armados”.

Finaliza sobre el tema: “En la mañana del 6 de septiembre, en un estadio Olímpico repleto y con gran parte de los atletas sentados dentro del campo de juego, Avery Brundage, aquel que no dudó en discriminar a un judío en 1936 para no molestar a Hitler y que ahora era presidente del COI, anunció: ‘Los Juegos deben continuar’. El mismo mundo del deporte que, poco tiempo después, se sometió a la exigencia de boicot y contraboicot para Moscú y Los Ángeles no se animó a dar ni un paso en solidaridad, ya no con conflictos armados y de alta política, sino con el asesinato de sus propios colegas. La Masacre de Septiembre Negro no terminó a la 1.30 del 6 de septiembre de 1972 como dicen los partes oficiales, sino siete años después con la muerte del último responsable a manos del servicio secreto israelí. Antes, una serie de asesinatos cometidos contra palestinos con atentados en Alemania, Dinamarca, Italia, Suecia, Francia, Chipre y Grecia se vincularon a la masacre. Fue la denominada Operación Cólera de Dios”.

Difícil coincidir con el periodista Néstor Tenca en su libro Son de oro cuando señala que “la decisión adoptada (por la continuidad de los Juegos) fue la correcta, porque responder a la agresión terrorista de cualquier signo podía significar la defunción de los Juegos Olímpicos”. Lo expresa luego de contar que “finalmente el COI, con su presidente Brundage a la cabeza, después de homenajear a los israelíes en un Estadio Olímpico a pleno en un clima de congoja y confusión generalizada, optó que los Juegos continuaran”.

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