Literatura y deportes

“¿Qué daño puede hacerme un par de guantes?”

por Alejandro Duchini

Antes de boxear profesionalmente en los Estados Unidos y retirarse tras enfrentar a Rocky Marciano, Harry Haft peleó para diversión de los soldados alemanes. Soportó y vio todo tipo de bajezas en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz II-Birkenau. Pero hay un hecho que nunca superó. Cuando trabajaba junto a otros presos judíos en el crematorio, uno de sus compañeros estalló de furia al ver el cuerpo de su mujer en la pila de cadáveres. Un soldado le disparó y a Harry y a otro trabajador les ordenaron arrojarlo al crematorio. Harry se dio cuenta de que el hombre seguía vivo. Pero no dijo nada -tengamos en cuenta el contexto- y cumplieron la orden. Harry nunca se olvidó del cuerpo aún vivo ardiendo en las llamas.

Al día siguiente no quiso volver a trabajar en el crematorio y antes de que lo maten por rebeldía, un oficial de rango lo destinó a otro sector, el de los Sonderkommando. En ese Sonderkommando los prisioneros tomaban las pertenencias de las ropas de los judíos fallecidos. Dientes de oro, dinero, joyas. También cortaban el cabello de las mujeres. Más allá del cinismo, al menos Harry no tendría que arrojar cuerpos al fuego. Al poco tiempo, Harry fue trasladado a una mina de carbón. Trabajaría de lunes a sábado. Los domingos, boxearía para los soldados. Ser boxeador tenía sus privilegios en los campos de concentración.

Su primer rival fue un judío esquelético más vivo que muerto cuya mirada asustada Harry tampoco olvidaría. Los soldados querían ver la paliza de un judío a otro. Alentaban el odio entre prisioneros y los humillaban, aunque más humillaban al perdedor. Harry lo tiró dos veces y ganó por abandono. Ese domingo ganó cinco peleas; en su estadía en Auschwitz, no menos de setenta. Lo apodaron “El animal judío”. Se había ganado el privilegio de comer algo más que el resto y participar del contrabando de cigarrillos.

¿Vieron que hay momentos en que las cosas parecen, simplemente, desencadenarse, sin que podamos hacer algo más allá de saber que perdimos el control y ver cómo suceden? A Harry le pasó eso cuando escapó de su destino fatal en la Marcha de la Muerte. Poco después le robó el arma a un SS que descansaba en un bosque y le vació el cargador en todo el cuerpo, además de descargar su furia a los golpes hasta deformarle el cráneo. Se disfrazó de soldado y encontró refugio en la casa de un matrimonio de ancianos, a los que también mató. Huyó con la comida que pudo y se escondió. Buscó otra casa y lo mismo: mató a su dueña y volvió a huir con toda la comida posible. Esta vez tuvo piedad con un niño de 12 años al que dejó vivo, pero encerrado en un armario.

Harry fue rescatado por los norteamericanos, que en 1946 le permitieron participar en un torneo de boxeo en Alemania. Resultó campeón de los peso pesados y además fue elegido como el mejor boxeador entre todas las categorías. Tenía poco más de veinte años, el número 144738 tatuado en el brazo y nada de dinero cuando decidió probar suerte en la casa de unos tíos en Nueva York. Tal era el destino de muchos judíos que querían empezar de nuevo tras la guerra. El torneo ganado en Alemania le abrió puertas para seguir en el boxeo. 

Así que viajó en barco y en 1948 se anotó en el legendario Stillman’s Gym de Nueva York. Boxeó hasta 1949. No fue de los más destacados, pero ganaba peleas que le servían para salir en los diarios. No era por ego que quería estar en los periódicos sino por la ilusión de que Leah, el amor de su vida del que lo separaron cuando lo llevaron a Auschwitz, leyera su nombre en algún artículo y así reencontrarse.

“Después de todo lo que pasé, ¿qué daño puede hacerme un hombre con guantes en las manos?”, le respondía Harry a su tía Sadie cuando, ya en suelo norteamericano, le sugería que abandonase el boxeo. La tía Sadie fue una de las primeras personas en darle cariño genuino. Porque hasta que llegó a los Estados Unidos, la vida de Harry había sido violenta. Nacido en 1925 en Bełchatów, Polonia, creció trabajando en el mercado negro. Aprendió a negociar con policías y otras autoridades que hacían la vista gorda ante la ilegalidad. En 1942, cuando lo arrestaron y lo mandaron a Auschwitz, tenía 16 años, un hermano mayor que le pegaba, y era huérfano de padre. Había visto casi todo: arrestos y golpes a seres queridos, asesinatos de bebés, disparos a quemarropa. Lo que imaginen, Harry lo vio.

Ya anciano, le contó todo a su hijo, Alan, quien escribió un libro: Harry Haft: sobreviviente de Auschwitz, retador de Rocky Marciano. Esas páginas derivaron también en una película sobre su historia, El sobreviviente. Los diálogos íntimos le sirvieron a Alan para entender por qué su papá solía ser violento con él. De alguna manera, padre e hijo saldaron cuentas.

En los tiempos en que boxeaba, la televisión empezaba a irrumpir en el boxeo junto con las mafias que arreglaban resultados. A Harry le habían dicho que tenía que perder ante Marciano. Fue en el vestuario, previo a la pelea, cuando ingresaron dos matones para recomendarle que no gane. No hacerle caso a la mafia significaba dos posibilidades: perder futuros contratos o perder la vida. Pero como en este texto Harry hace de superhéroe es mejor creer que el 18 de julio de 1949, en el Providence, de Rhode Island, perdió ante Marciano con todas las de la ley y tras eso decidió retirarse con 21 peleas, de las cuales ganó 13 y perdió 8.

Al fin de cuentas, cuando murió el 3 de noviembre de 2007, con 82 años, Harry no pensaba tanto en sus tiempos de boxeador profesional. Pensaba más en los cadáveres que ardían en los hornos de Auschwitz y en el olor a la carne quemada con el que solía despertarse de sus pesadillas. Pero sobre todo pensaba en Leah, el gran amor de su vida al que no pudo encontrar más que en sueños.

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