Perfiles: Jamaica Kincaid

Lucy y los escombros

por Laura Galarza

Al principio y al final, siempre está la madre. Si acaso la obra de Jamaica Kincaid (Saint John, Antigua y Barbuda, 1949) se dejara definir, esa podría ser una manera. Ediciones La Parte Maldita lo hizo otra vez: después de la publicación de la monumental Autobiografía de mi madre, llega Lucy, escrita seis años antes, en 1990. Y la experiencia de lectura (o relectura) de ambos libros en consonancia podría enunciarse en lo que dice Lucy, su protagonista: “Yo no era como mi madre –yo era mi madre” (…) ¿De qué otra manera podía escuchar esa declaración sino como una condena perpetua a una prisión con barrotes más fuertes que cualquier hierro imaginable?”

Lucy cuenta la llegada de una chica antillana de 19 años a Estados Unidos, para trabajar como niñera en la casa de un matrimonio y sus cuatro hijas. Y desde ese punto de vista (el de Lucy), Kincaid apunta a la vida burguesa americana. La pareja que contrata a la niñera está en crisis. Aunque tengan todo lo que hay que tener, éxito profesional, una casa en el lago y dos hijitas preciosas, se los nota tensos. El marido de Mariah (así se llama la mujer) la engaña con la mejor amiga de ella. ”Para mí fue divertido y un alivio observar la infelicidad que el exceso puede acarrear”, ha dicho Kincaid acerca de su propia experiencia que inspiró la novela. Porque la misma autora fue quien a los 17 años, se tomó un avión por primera vez desde su Antigua y Barbuda natal para trabajar como au pair en los suburbios neoyorkinos. Y también – al igual que Lucy – una vez llegada, jamás abrió las cartas que su madre le enviaba puntualmente. Kincaid –como su Lucy– buscaba en ese acto deshacerse del pasado. En primer lugar, de un pasado signado por las marcas de la colonización, la pobreza y el desamparo. Y por otro, del pasado que implicaba su propia familia, “¿No son la familia las personas que se convierten en una cruz que hay que cargar de por vida?”, se pregunta Lucy. 

Ahora bien, la mirada impiadosa, despojada de prejuicios y nada ingenua es tanto hacia la familia acomodada que cree que la felicidad es hacer un picnic frente al lago; como hacia la propia que dejó en las islas, sometida al imperialismo inglés. A partir de la reconstrucción de sí misma, Lucy busca inaugurar un mundo propio. “No le temo a los poderosos”, ha dicho Kincaid y bien podría ser la misma Lucy quien lo dijera. 

La ilusión con la que llega Lucy a la tierra prometida, se desvanece de un golpe: en ese lugar el sol no calienta lo suficiente y los espejos de agua son sucios y grises comparados con su sol y con su mar. Mariah intenta conquistar el corazón de Lucy sin saber que eso es imposible porque está roto, porque ella ha vivido cosas que una niña no debería haber vivido. Un día la lleva a contemplar un campo de narcisos pensando que –como a ella– va a enamorarla. “Mariah, ¿te das cuenta de que a los diez años tuve que aprenderme de memoria un poema que hablaba de unas flores que no vería en la vida real hasta los diecinueve? Apenas lo dije, lamenté haber arrojado sus amados narcisos a una escena que ella no había considerado jamás, una escena de conquistados y conquistadores; una escena de bestias disfrazadas de ángeles y de ángeles retratados como bestias”. El poema al que se refiere en la novela es a uno del inglés William Wordsworth dedicado a la belleza de los narcisos y que Kincaid en la vida real, leyó por su educación inglesa. La opresión de los poderosos sobre los débiles en la obra de Kincaid no es una abstracción. Muy por el contrario, está construida artesanalmente a partir de detalles sensibles, encarnados en los objetos, las personas, su hacer y su decir.  

La exclusión y la ajenidad es tratado en toda la obra de Kincaid en el doble plano de lo subjetivo y lo sociológico, de la historia y en la Historia. Y esto se logra también por el cuidado y la amorosidad con que Kincaid dispone las palabras, para que ellas se conviertan en acto. En un acto que –siempre– es político. Por eso Kincaid es original, inimitable y única. Su prosa tiene algo de violencia poética, un filo gozoso. Y sus palabras tal fuerza que parecen surgir del centro de la tierra para meterse dentro de uno sin pedir permiso y transformarte. Y transformar el mundo.

Lucy es sobre todo la historia de una metamorfosis, de la invención que logra hacer una mujer de sí misma a partir de los escombros de lo que dejó atrás. “Hay una línea; la puedes dibujar tú mismo o a veces te la dibujan, de cualquier manera, ahí está, tu pasado, una colección de personas que solías ser y cosas que solías hacer. Tu pasado es la persona que ya no eres, las situaciones en las que ya no estás involucrado”. Y también la contrapartida de dejar todo atrás y ser, por fin, libre: la soledad. (“Estaba sola en el mundo. No era un logro menor”). Pero Lucy se enamora y también conoce a Peggy una chica muy diferente a ella pero que también busca zafarse de su disfuncional familia. Peggy la adentra en el mundo del arte neoyorkino y Lucy comienza a sacar fotografías con una máquina que le regala Mariah. En la vida real, Kincaid antes de llegar a escribir para The New Yorker obtuvo una beca para estudiar fotografía en la Universidad de New Hampshire. Y el relato de esa experiencia –la de sacar fotos– resuena en la novela como si se hablara de su manera de hacer literatura: “Eran fotografías de personas comunes haciendo cosas comunes, pero por alguna razón que no me quedaba muy clara las personas y las cosas que estaban haciendo me parecieron extraordinarias –como si esas cosas no hubieran existido antes”. Entre 1974 y 1983, Kincaid escribió para The New Yorker unas columnas tituladas The Talk of the Town que justamente eran estampas de la vida cotidiana de la ciudad, pero de tal condensación dramática que convertían esos fragmentos en pequeñas joyas literarias. 

Y así es cuando se trata de dar cuenta de la obra de Kincaid. Tenemos la impresión de saber de qué se trata, de nadar en aguas seguras, pero al sacar la cabeza afuera todo cambió: hay más luz sobre la realidad, más conciencia de uno mismo y del otro. Y la inminencia de la tarea por hacer en este mundo.

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