Rescates: Juan Oscar Guzmán Illanes

La cadencia de la tierra

por Hernán Carbonel

En el corazón de Bolivia, entre los cerros de la Coronilla y San Pedro, en un valle de tierras fértiles y clima templado, a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, rodeada por ruinas incaicas y preincaicas y evocaciones virreinales, con su más de un millón de habitantes, está Cochabamba. Ahí nació y ahí vivió Juan Oscar Guzmán Illanes hasta sus veinte años, en una familia de cinco en casa: padre -Juan Oscar-, madre -Larissa- y dos hermanos menores -Napoleón y Julio-. Primero en la zona sud, en la casa de su abuela paterna, luego en una larga peregrinación de alquileres hasta que, con mucho esfuerzo y algo de ayuda, alcanzaron el hogar propio en un barrio de los suburbios. “Pero eres cochala, dirías. El cochala come hasta piedras si quiere”, escribiría Juan años después, ya lejos de casa, aunque por entonces no supiera aún el título de ese cuento ni las circunstancias en que sería escrito.

Su vida cambió de partitura en 2010 al llegar a Buenos Aires, viola al hombro (“no la guitarra, la otra: la más pequeña, cercana al violín”) y acompañado por su madre, en busca de nuevos maestros y oportunidades en la escena musical. Había ahorrado lo suficiente para que aquellos primeros meses fueran de una comodidad apretada. “Uno no es músico para ser millonario y lo sabe”. 

Fue el turno, entonces, de pasar por la Academia Orquestal del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, el departamento de Artes Musicales y Sonoras de la Universidad Nacional del Arte, orquestas varias de música académica: la Juvenil Libertador San Martín, la Académica de Buenos Aires, la de la Facultad de Medicina, la Juvenil Nacional del Bicentenario, algún sexteto tanguero. “Con el tango, como dicen en inglés”, dice Juan, “it’s a one way road”.

Argentina: un lugar donde, para una gran parte de la población, los ciudadanos bolivianos no son lo que podría llamarse las visitas ideales: “La xenofobia viene de la mano con la ignorancia”, escribe Juan en uno de los tantos correos electrónicos que llegan desde Junín, “y este país no es el único que la padece. Incluso en Bolivia existe discriminación hacia ciertos grupos de recientes inmigraciones masivas. Hay también racismo hacia nuestros colectivos originarios y otro tipo de racismo inverso hacia los “blancos”, producto del resentimiento causado por lo anterior”.

No han sido pocas las veces en que Juan oyó, como si se tratara de un cumplido, “no parecés boliviano”, por eso de no acarrear marcados rasgos indígenas, el grupo social de aquel país con mayor migración externa durante las últimas décadas. Supo saltearse algunas de esas barreras y, entre lecciones y ensayos, viajes y formaciones varias, armó un puñado grande de amigos y colegas. Pero hoy ya no son muchos los que quedan: “en un principio todos te prometen de todo. Pero eso es dicho en el fuego de la novedad. Es entendible”.

Ahora es la soledad, el encierro. La introspección. La añoranza. “La cárcel te aísla”, dice, “es el choque, la caída”. Ahora es la música, sí, pero también la escritura. Estos cuentos suyos. La recreación a distancia. Su Cochabamba natal, la familia, la niñez, el barrio. Flashes de la memoria, biografías recortadas, esos días “de verano cochabambino, de los que se siente que el sol carcome y rostiza la epidermis”.

Más que ese qué de sus cuentos, ese cómo: la voz de la tierra, sus tonos, su cadencia. Quizás porque, como todo hombre, Juan se debate siempre entre esas dos tierras: ser en lo que se dice, decir lo que se es.

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“El Johnny se acuesta y arropa a su conejito de peluche. Por la puerta entreabierta ve a la Yoli que sacude la palangana, la deja en el piso y entra con los platos de la cena recién enjuagados. La ve apoyarlos mientras bosteza.   

—Ya estoy listo, tía. ¿Me lo cuentas?”

Así comienza “A Potosí”, un cuento, aún inédito, de María Silvia Biancardi. 

María Silvia no nació en Potosí ni en Cochabamba, sino en Ascensión, una pequeña localidad del partido de General Arenales, provincia de Buenos Aires. Estudió el profesorado y la licenciatura en Letras en la UBA. Se dedicó durante un tiempo a la lingüística antropológica y el análisis del discurso, hasta que nació su primer hijo, y entonces, como tantos, buscó salir del ruido de la gran ciudad. Junín fue la opción. Ahí empezó a coordinar talleres desde la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires o de manera particular, y en 2015 fundó, junto a su pareja, Rama Negra (“una maleza, como si las plantas pudieran tener maldad, que se caracteriza por su resistencia”), proyecto editorial que lleva publicados una treintena de libros.

Confiesa María Silvia –y no es difícil advertir cuánto le cuesta confesarlo, como si se escondiese detrás de las palabras–, que le gusta escribir, y que lo que está escribiendo es una serie de cuentos que tienen a niños y adolescentes como protagonistas. “A Potosí” surgió de una escena que se dio, años atrás, en la villa 31, donde María Silvia supo trabajar: con esa frase le respondió un chico ante la pregunta de a dónde viajaba el tren con el que jugaba.

La respuesta la arrastró a imaginar una escena donde predominara la nostalgia frente a una ciudad heredada, esa identidad que el inmigrante conserva cuando se encuentra en otro país. “La historia de ‘A Potosí’ era una, pero se convirtió en algo mejor cuando pasó por las manos de Juan”, confía María Silvia, “recién ahí, con sus aportes, los diálogos cobraron una voz particular, propia de sus hablantes. El cambio en los tiempos verbales (no es ‘viajé’, es ‘he viajado’) o de expresiones (se dice ‘¿ya?’, no ‘¿eh?’) fue fundamental. En mi cabeza fue el aporte de Juan lo que me hizo poder escuchar a los personajes”. 

Para que pasase eso, tuvo que pasar algo antes, y lo que pasó antes fue que María Silvia conoció a Patricia Chort, la coordinadora de Cultura de la Unidad Penitenciaria 13 de Junín. Así surgió el taller de lectura y escritura en el que, durante cinco años, hasta llegada la pandemia, participaron entre veinte y treinta detenidos de distintos pabellones. Llevar la literatura a los lugares menos visitados, sacarla de su pedestal, de su ceñida circulación en espacios académicos, fue la búsqueda. 

Juan se unió al taller desde un principio: llegaba cada día con un libro bajo el brazo, permanecía en silencio, persistía en la escritura, siempre a lápiz negro, en hojas sueltas que iba pasando en la computadora cuando le daban permiso, y cuando María Silvia empezó a leer lo que Juan escribía vio que había en él ya un hábito, o, al menos, una experiencia de escritura previa, y que había, también, potencial para seguir trabajando esa escritura por fuera de los talleres. “Siempre me gustó expresarme por escrito”, resume Juan a través de su correo electrónico, “desde la escuela que disfrutaba mucho de los ensayos que nos mandaban a escribir. Luego, de adolescente, me gustaba secretamente escribir algún cuentito, pero la inseguridad me hacía romper la hoja”. 

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En 2020 se llevó a cabo el concurso literario Concepción Arenal Ponte, organizado por la Subdirección General de Educación del Servicio Penitenciario Bonaerense, orientado a los internos de las treinta y un cárceles de la provincia de Buenos Aires. Se presentaron 282 obras en tres categorías: cuento, poesía y obras de teatro. Juan obtuvo el primer premio en dramaturgia por su obra “Sandra”, distinción que ya había obtenido, años antes, en la categoría cuento, con “Ras ras – tac tac”, que hoy es parte de su primer libro.

“El problema son los yankees, porque si no, no es difícil amar, ¿entendés? Pero ellos ponen amar en un pedestal en las películas. El sentimiento inalcanzable, lo deseado. Y siempre al final lo solucionan y hay besos, fuegos artificiales y la estatua de la libertad tiene un orgasmo”. Así comienza “Sandra”, una historia de amor -o mejor, de desamor- atravesada por un humor satírico, en forma de monólogo, que ondula entre los abismos que suelen separar al género femenino del masculino y los típicos trazos del léxico porteño.

Juan remarca que fue María Silvia su impulsora principal, quien encausó esas ansias de contar que ya estaban, y que sus clases fueron primordiales para poder encontrar los disparadores que tan bien vienen al momento de enfrentar la hoja en blanco. “Yo era inseguro”, subraya”, “y ella me ha dado la seguridad para poder permitir que otros me lean”.

De esos encuentros entre Juan y María Silvia es que surgió Sobre un escenario improvisado.

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En noviembre de 2020, Año Uno de la Pandemia, Editorial Rama Negra publicó Sobre un escenario improvisado, una colección de ocho cuentos catalogados como Narrativa Boliviana y Literatura Latinoamericana, con ilustración de portada del propio Juan Oscar Guzmán Illanes, y dedicado por el autor a “Joga, Lali, Napo y Julito. Mis pilares fundamentales”.

La decisión tuvo que ver, según María Silvia, con dos razones: una, relacionada con la calidad de los textos de Juan y el vínculo humano que los une; la otra, una cuestión editorial: el desafío de apostar, desde el interior de la provincia, a un autor que no fuera originario de la comarca y que contase historias que nada tuvieran que ver con la comarca en sí. 

“La narración es esencial para la humanidad, y así también lo ha sido en mi vida”, comienza la Introducción que Juan escribió para el libro. “Desde los pueblos primitivos reunidos en torno a la fogata para escuchar a la anciana contar de un origen del mundo a causa de un bostezo de un dios vengativo, hasta nuestras familias reunidas en torno a unas papas fritas para escuchar al abuelo revivir sus hazañas y dolores, contar es parte nuestra como humanidad. Contar también se ha hecho aún más importante para mí en los últimos tiempos de oscuridad e incertidumbre. Cuando uno añora, desea contar aquello que extraña”.

Juan asegura que sí, que sus cuentos poseen rasgos autobiográficos, pero que también parten de experiencias que otros le han narrado y hasta de imágenes oníricas. Pero, ¿qué es lo que sucede, entonces, sobre ese escenario improvisado? O mejor: sobre el escenario en el que Juan improvisa. ¿Qué es lo que hay ahí arriba, o qué subyace en él?

Alguien que viene de la formación musical toma esa escenografía tan suya, la del escenario, como si se tratase de un experimentado intérprete de jazz que, entre el humo y el sudor de un reducto nocturno, de cara a un pequeño y limitado auditorio, se deja deslizar por las notas que la música de las palabras le propone. Crónicas escondidas detrás de la ficción, relaciones entre padres e hijos, la amistad, la experiencia frente a una realidad adversa (violencia encadenada, periferia, condición de clase), los amores incondicionales, la religión, la hipocresía filantrópica (“ignorarlos desde ahí era más simple que en el centro de la ciudad”), un viaje desde La Paz, el fantástico a lo Virgilio Piñera, narradores en segunda persona o desde la óptica de un niño, descripción precisa de ambientes –“no son paisajes de postal; es mestizaje, choque o armonizaciones de diferentes culturas”. Cochabamba; la familia, la niñez, el barrio; flashes de la memoria, biografías recortadas, añoranzas; el tono, la voz, la cadencia. Esos regionalismos que tanto ruido hacen en los lectores no habituados a ellos: artículos delante de los nombres; totumas, chichería, jalar. Como si Juan Rulfo hubiese ido camino del Sur, atravesado América Central y buena parte de Sudamérica, y conseguido pasaporte boliviano.

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“Hacer condena es estar congelado. Inmóvil”, sintetiza Juan, privado de su libertad desde febrero del 2015. “El tren te dejó, y el siguiente también, y así será durante años. Ves a tus amigos pasar, progresar, casarse, engendrar, y a algunos, incluso, morir”.

Entre esos amigos que se han ido están Enrique Mansilla y Rodolfo Mango, con quienes supo conformar un trío musical rejas adentro: “Quique murió el 28 de febrero del 2018” rememora, “meses antes de su libertad, por un paro cardíaco, sin dudas causado por el estrés de un inútil sistema judicial que condena una vida sin pruebas pero demora eternidades en resolver una libertad. Rody murió exactamente un año después, el 28 de febrero del 2019, el mismo día que tenía que salir en libertad, con la familia esperándolo afuera del penal. También por una afección cardíaca causada sin dudas por angustia extrema de la impotencia”. El uno, puntualiza, voz de tenor, humorista, lector de metafísica; el otro, cultor de varios géneros, “practicante empedernido del amor al prójimo”, militante de la legalización de la marihuana. Ellos admiraban en Juan su lectura musical; él les admiraba la soltura en el toque, el conocimiento de la música popular, la comprensión de los infinitos acordes de jazz. “Volaron alto mis amigos y hermanos de dolores. Ahora me acompañan desde los recuerdos”.

Por estos días Juan practica técnica y repertorio de viola, toma clases de folclore, maneja una pequeña biblioteca dentro de su pabellón y da clases de inglés en el anexo femenino. También restauró la biblioteca del penal que se encontraba en desuso, pero que la pandemia obligo a inhabilitar nuevamente.

“A veces despierto recordando algo que no me deja de seguir durante el día y lo anoto para una posible idea en el futuro”, insiste. “Lo he visto escribir en hojitas sueltas”, acota María Silvia, “con lápiz negro y goma, siempre de manera muy prolija, tan lejos de la comodidad del escritorio y la computadora. Ojalá siga escribiendo. Yo quisiera seguir encontrando a Latinoamérica en su narrativa”.

¿Será Cochabamba, los cerros de la Coronilla y San Pedro, el sincretismo de lo colonial y lo incaico aquello sobre lo que anota en hojitas sueltas? ¿Será que, efectivamente, contar es parte nuestra como humanidad, más aún en tiempos de oscuridad e incertidumbre? ¿Será, también -sobre todo-, eso: extrañar la tierra, su gente, sus colores? 

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