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Rescates: Carver y la piedad

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Rescates: Carver y la piedad

Por Mauricio Koch

En dos de los cuentos más tristes –y luminosos– de Raymond Carver, mueren chicos. Parece una tontería”, esa obra maestra, posiblemente su cuento más conocido y que algunos simplemente recuerdan como “el cuento del pastelero” y “Sueños”, un relato más breve y menos célebre que Tess Gallagher, la compañera de vida de Carver, rescata en el libro póstumo, Si me necesitas, llámame. La causa de la muerte son dos accidentes: un auto atropella a Scotty, el hijo de la pareja protagonista, en el primero y una fuga de gas provoca la muerte de los dos hijos de Mary Rice, la vecina del narrador, en el segundo.

Hay al menos un par de lecciones que podemos aprender del modo en que Carver decide narrar estas muertes. Y son contrarias a cierta idea instalada –cristalizada sobre todo desde la intervención de Gordon Lish en sus textos, cuya traducción es la que circuló en la Argentina durante años. La llegada de Principiantes no modificó esa concepción– respecto del narrador norteamericano: me refiero a la tan mentada sequedad o crudeza de su estilo, un a priori de la forma por sobre el tema (o el momento) a tratar. Pero si volvemos a leer los cuentos de Carver sin ese ruido ambiente de ideas preconcebidas nos vamos a encontrar con más de una sorpresa. Carver no siempre es seco, ni mucho menos frío; muchas veces es generoso en las descripciones (en “Parece una tontería” hay largos pasajes dedicados a la espera, muchas páginas destinadas a mostrar los largos días que Scotty está en coma y no despierta), incluso hace uso de la digresión y narra historias secundarias que se desprenden y se alejan de la historia principal. Pero hay ocasiones en que sí es austero; veamos cuándo: en “Parece una tontería”, dos chicos caminan por la vereda y se van pasando una bolsa de papas fritas. En un momento, uno de ellos baja a la calle, y entonces Carver escribe: “El niño bajó de la acera en un cruce sin mirar, y fue inmediatamente atropellado por un coche”. No hay anuncio previo y, mucho menos, regodeo posterior. Sólo se nos dice que su amigo soltó las papas fritas y se puso a llorar, y que el conductor del auto puso el auto en marcha y se alejó.

Estas cosas simplemente pasan, parece decirnos la austeridad en el tono. 

Más adelante, el narrador nos informa sobre la vida de Howard, el padre del niño atropellado: “Hasta el momento se había librado de la desgracia, de aquellas fuerzas cuya existencia desconocía y que podían incapacitar o destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente”. Ahora su hijo estaba en el hospital, pero él tiene la seguridad de que se pondrá bien. Los días pasan y Scotty no despierta. Un día, durante la visita y luego de un informe médico que no termina de aclarar nada ni de darles esperanzas, Ann le confiesa a Howard que ha rezado: “Creía que se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Las palabras me salían solas”, dice. “Quizá, si tú también rezaras…”. “Ya lo he hecho”, dice él. Nada más.

Vamos al momento más terrible del cuento:

Los padres se inclinan sobre la cama. El padre toma las manos de Scotty, la madre le besa la frente. Le hablan, pero él no los reconoce. Luego abre la boca, se le cierran los ojos y grita hasta que no le queda aire en los pulmones. Su rostro parece relajarse y suavizarse. “Se abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta y le salió nuevamente entre los dientes apretados”.

Recién después de esto viene un blanco activo. Y luego de ese espacio en blanco, los médicos intentan explicarles a los padres lo que pasó, y consolarlos. Todo esto Carver lo pone en el texto, no apela a la elipsis, a ningún tipo de metáfora ni a la sequedad extrema: al contrario, se extiende en detalles. Eso sí: no hay morbo ni golpes bajos, hay un profundo respeto por el drama de sus personajes. 

En “Sueños”, la madre de los chicos muertos pide a los enfermeros que los dejen en el suelo: “Mary Rice se irguió sobre sus hijos y aulló; sí, no hay otra palabra. Se arrodilló en la nieve junto a las camillas y, primero a uno y luego a otro, acarició el rostro de los niños”. Un personaje secundario, el conductor del auto que llevó a Mary hasta la casa, se da cuenta de que “no tiene derecho a presenciar su dolor, y se aparta”. El narrador de este cuento es un vecino, se acerca a ofrecerle ayuda, Mary lo desconoce y le da una cachetada. Carver, el escritor Raymond Carver, no hace uso de la elipsis en una de las escenas más difíciles de narrar, la que a priori diríamos es imposible, a la que todos le escapamos, para la que no hay palabras. Y él, nada menos, el non plus ultra de lo “no dicho”, de quien tanto nos han machacado que vive apelando a la elipsis, enfrenta la situación, narra las dos muertes y el momento en que los padres reciben la noticia. Es decir, Carver decide narrar lo inenarrable con palabras, no con huecos. 

 

Compasión

En “Parece una tontería”, la madre del chico muerto insulta y quiere golpear al pastelero. Finalmente, el pastelero les pide disculpas, se arrepiente de lo que hizo, y les ofrece alimento: bollos calientes y pan negro. En “Sueños”, el vecino invita a cenar a Mary Rice, y ella acepta. Los padres de Scotty, el chico muerto, comen y hablan con el pastelero. “En momentos así parece una tontería, pero comer sienta bien”, dice el pastelero. En “Sueños”, atardece mientras alguien prepara una cena. En “Parece una tontería”, amanece mientras los padres de Scotty comen pan negro con sabor a miel, hablan con el pastelero y no quieren irse.

Hay en ciertos críticos una clara fascinación por el escritor frío, despiadado, que no les da respiro a sus personajes. De ese comportamiento sádico desprenden una filosofía que muestra la cara menos amable de la condición humana, cara que a veces logran hacernos creer es la única posible. Pero Carver es distinto. En el cuento del pastelero, cualquiera de esos autores despiadados hubiese hecho volver a los padres a la casa y encontrarse con ese espacio vacío y desolador, incluso con algún juguete de Scotty tirado en el piso, y terminar el cuento ahí, con esa imagen atroz. Carver, por el contrario, decide (a veces me da la impresión de que tomamos demasiado al pie de la letra la posmoderna idea aquella de que son los personajes los que deciden, que la función del autor es observarlos y seguirlos. No niego que ese estado de beatitud es ideal y que hay momentos en que los personajes nos sorprenden con un gesto o un movimiento que no esperábamos, pero lo cierto es que siguen siendo una creación del autor y que es el autor el que decide hacia dónde van, qué van a decir, cómo lo van a decir, etc.) que esos padres no salgan de la pastelería y que el amanecer los encuentre comiendo pasteles, muchos y ricos pasteles, al calor de los hornos de la panadería, charlando con el pastelero para siempre. Porque, aunque sepamos que en la realidad eso es imposible, que el día finalmente va a llegar y ellos deberán enfrentar el nuevo día en absoluta soledad, Carver, el escritor Raymond Carver, se apiada de ellos y termina el cuento antes de que eso pase, de modo que siempre que volvamos a ese cuento, al llegar al final los padres de Scotty seguirán allí, comiendo eternamente bollos de canela, mientras el sol se demora en salir y a ellos no se les ocurre irse.

Hay técnicas, sí. Pero no sólo con técnicas se escribe literatura. También existe algo que se llama ética. Y así como hay una ética de la crueldad, hay una ética de la piedad. Carver está de ese lado.

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