Perfiles
Juan Rulfo y las voces del desierto
Por Lucía Parravicini
Un joven Gabriel García Márquez llega a la Ciudad de México con un puñado de novelas ya escritas bajo el brazo: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora. Aunque no está agotado —sus ganas de escribir siguen intactas, como un boxeador recién ingresando al ring—, no encuentra un modo convincente y poético de continuar su obra.
Los días pasan, entre programas de radio y suplementos culturales, hasta que Álvaro Mutis le entrega un libro: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! La obra en cuestión es Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo.
En una sola noche, el joven García Márquez lee el libro dos veces de corrido y, al día siguiente, va en búsqueda de El Llano en llamas (1953) y sus diecisiete cuentos. El asombro permanece intacto, él mismo escribe más tarde: El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
Pedro Páramo es una comunicación a larga distancia entre el Yoknapatawpha, de William Faulkener, y el Macondo, del mismísimo García Márquez.
La prosa de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, mejor conocido como Juan Rulfo, desborda de fuerza. Le alcanzó con sólo dos libros para marcar una bisagra en la literatura de mitad del Siglo XX y ser reconocido por sus pares: García Márquez, Jorge Luis Borges y Susan Sontang, entre otros.
Nació en el pueblo de Apulco del estado de Jalisco, un lugar de tierras calientes de la costa oeste de México. Siempre se mantuvo esquivo a las multitudes, reservado y enigmático. Tal vez porque, sin llegar a los dos dígitos de edad, ya había conocido lo que era la pérdida y cargar con el murmullo de los muertos. A los cinco años perdió a su padre y a uno de sus abuelos en la Guerra Cristera, y cuatro años más tarde perdería a su madre.
Sus abuelos y un tío lo mandaron a estudiar a un orfanato en Guadalajara. En una entrevista de televisión de los 70’, sin vueltas y con una sonrisa apagada, contó que aquel orfanato era más bien un correccional y que ahí sólo había aprendido a deprimirse.
Siendo ya mayor decidió mudarse a la Ciudad de México, donde consiguió un puesto público en el Departamento de Migración. Lugar donde se hizo amigo de la escritora chilena María Luisa Bombal, del escritor Juan José Arreola y del poeta Efrén Hernández, quien lo animó a publicar sus primeros cuentos en las revistas América y Pan. Así salió a la luz, por primera vez, “Macario” y “Es que somos muy pobres”, cuentos que luego terminarían formando parte de El Llano en llamas. Un libro que está conformado por relatos escritos con un lenguaje directo y crudo, con frases colmadas de una ebullición poética que dan cuenta del paisaje rural y la difícil vida del campesino post Revolución Mexicana.
Más tarde, llegaría Pedro Páramo, para muchos su gran obra. La pensó durante diez años, desde que era vendedor itinerante de cubiertas Goodrich. Época, en la que volvió a pasar por San Gabriel, su pueblo natal, y se encontró solo, en caseríos abandonados bajo el sol. Según cuenta Juan Forn, en una de sus columnas de Los viernes, Rulfo había dado con hileras de casuarinas que con el viento caliente aullaban y de golpe sintió: son los muertos que hablan con los que van llegando, los que acaban de morir. Así nació Comala.
Pedro Páramo es Comala. Comala es Pedro Páramo. Una novela cíclica que no sigue un orden estructural a nivel aristotélico. Y es, en cambio, una continuidad de voces entre un recién llegado al pueblo de Comala, un tal Juan Preciado que busca a su padre, el déspota Pedro Páramo y las almas en pena que exorcizan sus pecados contando, en cada capítulo, fragmentos del pasado. Hilachas de diálogos que se confunden entre una primera y tercera persona.
El Llano en llamas y Pedro Páramo quedaron registrados en las fotografías que tomó Juan Rulfo, otras de sus pasiones. Dejó un legado de más de seis mil negativos, incluso llegó a publicar un libro con cien fotos suyas de esos paisajes áridos, sus pobladores y ruinas arqueológicas.
Ya para ese entonces estaba casado con Clara Aparicio y, de nuevo, trabajaba para el Estado, esta vez en el Instituto Nacional Indigenista. La nouvelle El gallo de oro reposaba sobre su escritorio, la había escrito entre 1956 y 1958. Sin embargo, faltaban más de veinte años para que fuera publicada. También dice la leyenda que pasó diez años escribiendo la novela La cordillera y que no la terminó debido a la cantidad de sangre contenida en sus páginas. Para él no hacía falta más sangre en la literatura mexicana. Destruyó la obra poco antes de su muerte, en 1986.
Los biógrafos buscan si se conserva al menos un fragmento de la novela destruida. Como el Santo Grial, la fundación bajo el nombre del escritor ha anunciado que se encuentran próximos a lanzar dos ensayos de Rulfo. Uno sobre la literatura mexicana y otro sobre la literatura brasileña del Siglo XX. Antes publicaron la correspondencia entre Rulfo y su amada Clara.
Pero, tal vez, estos sólo eran fantasmas de papel para él y lo que realmente tenía “carne” era su ficción, con eso le bastaba. En especial, para mantener en vilo noches enteras a sus lectores, incluso al que escribió Cien años de soledad.
