La fiesta
Sebastian Grimberg
Alberto nos había dicho que saliéramos, vernos alrededor del fuego lo ponía nervioso. Afuera, con las lámparas del alumbrado público rotas, estaba oscuro, y yo abrazaba mi álbum de figuritas. Uno de los sobrinos de Alberto, que se pavoneaba, como diría mi abuela, de afeitarse el bigote, le dijo algo a la prima en el oído y ella se sonrió. Dice que tenés piernitas de nena, me dijo la prima cuando la miré interrogante. O de tero, agregó el sobrino y largó una carcajada. Pensé en mamá, que estaba adentro ayudando a la hermana de Alberto a preparar las ensaladas, y en su insistencia en que me pusiera ese pantaloncito de jean que me había traído la abuela de no sé dónde. Me miré las rodillas puntiagudas, con la piel de gallina. Igual, más de nena que de tero, insistió el sobrino. No le prestes atención, dijo la prima. Para mí tenés lindas piernas, agregó y se sonrió otra vez. Del lado que estaba más oscuro, el que daba al basural, llegaron dos chicos. Estaban serios, peinados con raya al costado, y caminaban con las manos en los bolsillos. Saludaron al sobrino con un apretón de manos, como hace la gente grande, a la prima le dieron un beso en el cachete y a mí casi que me señalaron con la pera, como hacía el Padre Miguel cada vez que le iba a preguntar algo. El sobrino y los chicos se quedaron a un costado, conversando entre ellos. No le hagas caso, me dijo la prima. Te tiene envidia. Para ese entonces ya habían llegado todos los invitados y nos llamaron de adentro. En el fondo de la casa, debajo de un árbol, habían juntado dos mesas que ocupaban la mitad del patio. A un costado estaba la parrilla. El lechón abierto me hizo pensar en el cuerpo de Cristo, como decía el Padre Miguel, clavado frente a todos nosotros en el patio del colegio. Yo nunca había probado lechón pero sabía que no me gustaba. Mamá acomodó una fuente con ensalada rusa arriba del mantel de plástico. Me acarició la cabeza. ¿Te hiciste amigos?, preguntó. Hacía mucho que no la veía sonreír de esa manera, y le dije que sí. Ese mismo día, más temprano, mientras viajábamos en el tren más roñoso del mundo, como diría mi abuela, donde parecía que los ratones habían comido los asientos, mamá me había advertido que la casa de los padres de Alberto, la casa donde Alberto vivía cuando era chico, no era como la nuestra. Pero son buena gente, son como Alberto, había dicho mamá. No respondí. Alberto había dejado de gustarme la noche en la que, desde mi cuarto, lo escuché discutir con mamá a los gritos, gritarle a mamá, en realidad. Me había dado tanto miedo que me había hecho pis en la cama y, cuando mamá vino a mi cuarto un rato más tarde, a controlar que estuviera tapado y acariciarme la cabeza, como hacía siempre, se había dado cuenta y había puesto una cara muy triste. Pero ese día, en el tren, estaba contenta como cuando nos vamos de vacaciones, entonces no dije nada de lo que pensaba de Alberto ni de esa estación llena de gente y de tierra en donde nos bajamos, tampoco dije nada cuando cruzamos la plaza entre vendedores ambulantes con cara de villanos de historieta, buscando la parada del colectivo, ni mientras el colectivo avanzaba medio destartalado, con las ventanas abiertas, y la tierra de la calle se levantaba y se nos pegaba en la cara y en los brazos transpirados. El padre de Alberto, la madre ya se había muerto, parecía una de esas estatuas que hay en el Museo de La Plata. Estaba sentado en el fondo de la casa, a la sombra del árbol donde ahora cuelga el parlante, todavía no habían traído las mesas. Cuando Alberto le presentó a mamá como su novia, el viejo había sonreído y levantado la mano como para tocarle la cara, pero se había quedado con los dedos en el aire, debía estar ciego. A un costado, cerca del gallinero, estaba la prima regando el piso. El sol era tan fuerte que el agua, apenas caía en la tierra, se evaporaba dejando manchitas oscuras. Una gallina se me acercó, retrocedí asqueado y me llevé por delante a Alberto. ¿Qué hacés?, dijo. Después miró a la gallina. Las gallinas son estúpidas, dijo. Se comen hasta una escupida, tené cuidado. Alberto escupió en el piso y la gallina se abalanzó a picotear el gargajo. ¿Querés bañarte?, dijo mamá pasándome la mano por el flequillo mojado. ¿Se puede bañar?, le preguntó a Alberto. Puse cara de que no quería pero mamá insistió: dale, así te cambiás y te ponés el short que te regaló la abuela. Cuando Alberto trajo la palangana de metal y me señaló la bomba de agua que estaba a un costado me di cuenta de que ya era tarde para negarme con más determinación, como diría la abuela. Ayudalo, le dijo Alberto a la prima. Mamá entró a la casa a buscar una toalla. Yo me quedé mirando a Alberto y a la prima, al viejo sentado inmóvil en la silla. Dale, dijo Alberto con una sonrisa. Sacate la ropita. La prima empezó a bombear y puso la palangana debajo del chorro de agua clara. Me saqué la remera y el pantalón, las medias. Me dejé el calzoncillo. Era increíble que, con el calor que hacía, el agua saliera tan helada. Me restregué lo más rápido que pude, tiritando, con el pan de jabón blanco que me había dado la prima. Odié a mamá. La prima de Alberto, con una sonrisa medio burlona, me había preguntado cómo me llamaba. Terminé de enjuagarme y, mientras intentaba secarme con una toalla que, como diría mi abuela, no estaba ni para limpiar el piso, había visto al sobrino de Alberto, de pie junto a la silla del viejo, mirándome fijo. En la pieza mamá me secó las orejas con la remera que me había sacado, me abrazó y besó en los cachetes, la nariz y la frente. Le pedí que se diera vuelta, para sacarme el calzoncillo, pero ella dijo que ya me conocía desnudo desde mi nacimiento. Resoplé, quería irme, estar con la abuela, en los sillones del living, comiendo pan dulce y tratando de adivinar los regalos por la forma de los paquetes. En la casa de los padres de Alberto no había árbol y, mis regalos, mamá había dicho que íbamos a abrirlos cuando volviéramos. Para entonces Alberto ya había preparado el fuego, y ataba el lechón a la cruz con alambre. Rajen de acá, vayan para afuera le dijo a su sobrino, pero también a la prima y a mí. No hagan lío, dijo mamá y el sobrino me miró y sonrió igual a como iba a hacerlo un rato más tarde, al hablarle a la prima de mis piernas. Cuando nos llamaron para entrar, alrededor de las mesas que habían ubicado en el patio ya estaban todos los invitados. Del parlante que colgaba en el árbol donde había estado sentado el viejo, salía una música que me daba dolor de panza, la abuela hubiera dicho que era música de negros. Me sentaron entre la prima y el sobrino. Casi ninguno de los platos y vasos que había arriba del mantel floreado eran del mismo tamaño o color, incluso los había de plástico. Alberto sirvió vino, de una damajuana, en el vaso del sobrino. ¿Puede?, le dijo a mamá con el pico de la damajuana arriba de mi vaso. No sé de qué forma lo miré, pero se empezó a reír. La hermana de Alberto me puso en el vaso un chorro de jugo anaranjado y lo completó con agua. De pozo, dijo, mejor que la mineral. Me sirvieron un pedazo de lechón. Me quedé mirando la costra amarillenta alrededor de la carne. Un aplauso para el asador, dijeron y levantaron los vasos. Después empezaron a comer. La prima dijo algo que, con el sonido de la música, las risas y el ruido de los cubiertos entrechocando los platos, no escuché. Corté un pedazo de cerdo y le saqué toda la grasa.
Mientras me llevaba el tenedor a la boca vi que el sobrino me miraba. Empecé a masticar y me dio una arcada. Sin levantar la cabeza supe que debían estarme mirando. Hice un esfuerzo para tragar. Tomé un poco de jugo. Era horrible. Levanté la fuente de ensalada rusa. Había puesto una cucharada en mi plato cuando sentí que me acariciaban la pierna. La fuente se me cayó al costado del plato y la cuchara llena de mayonesa arriba del pantalón. Levanté la cabeza. Sólo el sobrino, que se sirvió un poco más de la damajuana, y la prima, que preguntó si estaba bien, se habían dado cuenta. Le pregunté a ella por el baño y señaló una casilla de madera, detrás del gallinero. Pensé en pedirle a mamá que me acompañara, pero estaba en la otra punta de la mesa y no miraba para mi lado. Me levanté y cubrí la parte manchada del pantalón con las manos. Fui hacia el baño con la esperanza de que ninguna gallina me saliera al paso. La única iluminación en la casilla era el resplandor que llegaba desde el lado de las mesas. Dejé la puerta entreabierta, me fui acostumbrando a la oscuridad. No había pileta, como esperaba, sino la palangana en la que me había bañado, con un poco de agua que se veía negra. Del pozo que estaba al lado, salía el mismo olor que había al lado de los baños en la estación de tren. Busqué papel. Tanteando con mucho cuidado encontré, colgadas de un gancho, lo que parecían hojas de diario o revista. Agarré una, la mojé en el agua de la palangana y me limpié el pantalón. Cuando salí me di cuenta de que había quedado peor. Volví a la mesa y el sobrino, con una sonrisa me dijo: ¿qué pasó ahí?, señalándome con el mentón. Nada, dije y me senté. ¿Vas a comer eso?, preguntó. Negué con la cabeza y se sirvió el pedazo de lechón que había quedado en mi plato. Miré a mamá. Tenía los ojos brillosos. Alberto, que estaba al lado, le agarró la cara y le dio un beso. Ella se rió con la boca abierta, la abuela hubiera dicho que era mala educación. Un rato después alguien puso un casete en el grabador y se pusieron a bailar a un costado de la mesa. Mamá primero se negaba, pero Alberto le pasó una mano por la cintura y otra por las piernas, la levantó y la bajó en medio del patio. Ella no dejaba de reír. El sobrino, que había tomado varios vasos de vino, le mostró a la prima unos petardos y le hizo un gesto para salir a la calle. Yo pensaba no moverme de mi silla en toda la noche, pero mamá, que estaba bailando con la hermana de Alberto a un costado, me insistió para que fuera. Me preguntó si quería las estrellitas que tenía en la cartera. Le hice un gesto para que bajara la voz. Ella me guiñó un ojo y me dijo: cuídese, hombrecito. Miré al sobrino, sonreía, había oído todo. En la vereda estaban los dos chicos de antes y uno más. El sobrino se volvió a juntar con ellos, a un costado, y el que había llegado último me miró de un modo raro. Después el sobrino le dijo a la prima que íbamos a ir a tirar los cohetes para el lado del basural y, cuando ella amagó a caminar para ese lado, él le dijo: no, vos te quedás acá. Ella agarró al sobrino del hombro, le dijo que no con la cabeza, pero él se zafó de un manotazo, y la prima me miró parecido a cómo me miraba mamá cuando me llevaba al médico para que me dieran una vacuna. Pensé en mamá, contenta como pocas veces la había visto, creo que oí su risa que llegaba desde el fondo de la casa. Caminamos en fila. Yo iba tercero, el sobrino atrás mío. Me di vuelta para mirar a la prima, seguía parada en la puerta, con los brazos duros a los costados del cuerpo. Tuve la sensación de que quería decirme algo, pero el sobrino me dio un empujón y seguí caminando. Las casas, a medida que nos acercábamos al basural, eran todavía más feas y viejas. De una casilla en la que colgaba una lamparita amarilla, nos salió al paso un perro con las costillas marcadas, al que le faltaban mechones de pelo. Uno de los chicos lo pateó y el perro se fue aullando con la cola pelada entre las patas. Lo seguí con la vista hasta que pasó por debajo de un alambrado. De las casas que quedaban atrás llegaban gritos y explosiones, el sonido de alguna cañita voladora atravesando el aire. En el lugar donde empezaba el basural apenas se notaban contornos y, un poco más lejos, brillos efervescentes. Los dos chicos que iban delante mío se frenaron y miraron hacia atrás. El sobrino debe haberles hecho algún gesto porque enseguida se metieron en la oscuridad que teníamos delante. Yo me quedé quieto y pensé en mamá, contenta como nunca. El sobrino me apoyó una mano en la espalda. Dale, dijo.


Sebastián Grimberg
(Buenos Aires, 1977)
Narrador y psicólogo. Ha recibido premios y menciones, en certámenes como el V Concurso Internacional de Relatos Crepúsculo 2010, Premio el Escriba 2011, Premio Ciudad de Buenos Aires 2011, Premio Municipal Manuel Mujica Láinez 2011, Premio de Cuento Planeta Digital 2012. Sus cuentos figuran en antologías, revistas literarias y diarios como Axxon, Crepúsculo, Ficcionario, Próxima, La Balandra y Página/12. En 2017 recibió una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes, para escribir una novela. Y en 2019 su libro de cuentos inédito «Como un ancla» obtuvo una primera mención en el Premio Fundación El Libro 2018/19. Ha publicado los libros de cuentos Cada siete segundos (Editorial Conejos, 2014) y La mirada del asesino (Editorial CFI, 2015), reconocido con el Premio en Letras de la Bienal Federal 2013 del Consejo Federal de Inversiones.
Me molestó el cuento por tener solamente dos párrafos ´interminableeeeees. Es como una perorata, sin orden ni secuencia lógica.
Querida, María Teresa, me encanta que sigas visitando nuestra biblioteca. Te comento que la forma en la que se estructuran algunas historias muchas veces son intencionales: la forma acompaña al contenido. Creo que en este cuento de Sebastián Grimberg el recurso de usar estos párrafos que, a tu modo de ver, parecen interminables hace que crezca la incomodidad y la tensión de la situación del protagonista. Si te molestó creo que es incluso loable para el autor porque ha logrado el objetivo: incomodar a quien lee. Pero, claro, esa es mi opinión. Por supuesto, que no te haya gustado el cuento es totalmente válido. Estaré a la espera de que alguno de los que hemos publicado hasta ahora, o que publiquemos más adelante, logre convocarte.
Un abrazo.
Son esos cuentos donde la realidad se muestra crudamente, tan escalofriante.
En este caso en el suburbio, donde se choca con la marginalidad, y donde muchos niños crecen abandonados, lo que deja ver es que también el niño que vive de otra manera,en una clase media. con más cuidados aparentes como una abuela presente también es abandonado por su madre. Que terrible la ceguera que sufren algunos seres en su infancia. El niño tiene mirada hacia los otros, y muy especialmente hacia su mamá, lo que lo hace desgarrador.
El cuento describe muy bien la tensión, de lo que vendrá. Excelente cuento.
Muchas gracias por tu lectura, Liliana.
Un abrazo.
Todo está dicho sin que se diga nada, es otro mundo, el mundo marginal, el de la pobreza, el de la falta de cultura ciudadana, no por nada el niño piensa en la abuela burguesa, en el pan dulce, en el baño con olor a perfume y no en ese mundo de ciegos, torpes, de manteles plásticos y cubiertos dispares. El lechón, el baile, la música de cuartetos, el mundo que no se quiere visto por los ojos de un niño que se siente abandonado, que su madre está en otro lado, que está ahí pero lo ha dejado al arbitrio de los acontecimientos. La prima actúa como madre, defensora, que no alcanza, por la imposición del macho, el niño será arrastrado a lo peor, a la vergüenza, a la toma de conciencia de que lo están sobrando, que le harán ver otra parte de la vida. Hay muchísima tensión, nos la transmite el miedo del niño, lo acompañamos y sentimos que nos hundimos con él. Creo que es un cuento de alta factura, tiene algún detalle ínfimo, la repetición de la abuela cansa, como siempre cuando se lo hace como muletilla, cansa, hay un verbo en presente que no debería ir y nada más. El resto está dicho, sugerido, todo funciona y uno se queda con esa sensación de impotencia, de no poder hacer nada para impedir que el niño viva la experiencia traumática que le tocará en suerte.
Maravilloso tu comentario, Rubén. Me alegra que hayas disfrutado la lectura. Te invito a seguir participando activamente en la edición 2020 del Club y dejarnos tus comentarios en los próximos cuentos que iremos publicando en la Biblioteca. Un abrazo.
Me gustó muchísimo este cuento. Los personajes están vivos, mantiene la tensión hasta el final. Es preciso, sugiere y no explica. Leí la bio y voy a buscar más de este autor. Gracias!
Qué bueno que hayas disfrutado la lectura, Flavia. Calculo que en la librería de La Coop puedes conseguir el libro de cuentos de Sebastián Grimberg.
Un abrazo.
Interesante. Excelente la descripción del ambiente y las sensaciones. Reiterar la voz de esa abuela que todo lo critica me pareció muy acertada porque como personaje ausente, pone énfasis en el relato. También opino que el final abierto es una buena elección.
Gracias por tu lectura y comentario, María Cristina.
Saludos.
Muy precisa la descripción del ambiente y el planteo de las tensiones cruzadas. La tensión con la prima me pareció que funcionaba mejor como duda y menos cuando aparece el toque de pierna. Algo entre esa escena y un chico que se abraza a sus figuritas o al que la madre besa cachetes y nariz me hizo ruido. Con la referencia a la abuela algo similar: en uno o dos usos puntuales trae asociaciones y pinta un personaje, pero al repetirse creo que se desdibuja.
Buena la idea del basural para delimitar un riesgo, es bien gráfico y connota mucho. El final abierto también acertado.
Gracias por pasar a leer y comentar, Seba.
Un abrazo.
Excelente cuento!! Leí los comentarios publicados y coincido plenamente con la opinión de Nuria. Sobre todo la reflexión final de la metáfora política.
Gracias por pasar a leer y comentar, Alicia. Efectivamente, el cuento abre varias lecturas. Y hay tantas lecturas como lectoras y lectores.
Un abrazo.
Hola, muy encantada de recibir y leer los cuentos.
Este cuento me pareció que está muy bien escrito, lleno de imágenes que arman el relato de una manera precisa. En ese aspecto me pareció muy interesante.
Por otro lado, leí que este cuento tiene una cierta evocación a «La fiesta del monstruo», cuento que intenté releer pero no encontré (celebro que un libro nos lleve a otro, así que ya lo leeré), que en su momento me había parecido muy despectivo hacia los sectores populares, y este relato va en esa linea. A propósito de esto, releí «El niño proletario» de Lamborghini donde es la burguesía (encarnada en tres niños) que abusa y somete al proletariado (el niño del titulo), es decir a la inversa de esta propuesta. En fin, me parece complicado como metáfora política que sean los niños populares del barrio pobre los que se presenten como el peligro ante el niño burgués.
Espero haber sido clara, saludos.
Nuria
No creo que éste niño fuera un burgués, sino su madre hubiera noviado con un hombre de la burguesía. Acá lo más terrible para esta criatura no son los otros sino su madre.
Nora, dije burgués, pero lo podes leer como clase media que va a ese barrio popular y mira con desprecio. Leo en ese cuento una cuestión de clase que es bastante evidente. Por el resto, qué es lo mas terrible como decís, es opinable.
Saludos
Nuria
Gracias por pasar a leer y dejarnos tus impresiones, Nora.
Un abrazo.
Para Conti le falta algo de Faulkner. Me hace pensar mucho en Juan José Hernández. Lo bello de lo feo en lo cotidiano, por caso una fiesta a la que fui y no tendría que haber ido.
Gracias por pasar a leer y compartir tu comentario, Julio.
Un abrazo.
Gracias por pasar a leer y comentar, Nuria.
Un abrazo.
Excelente descripción de un terreno nuevo y adverso para el narrador. Con gran manejo del suspenso.
Nos va llevando a un clima en el que todo puede ocurrir y seguro ocurrirá. El sentimiento que se lee en ese niño es casi desesperante, se transmite de manera perfecta. Podría seguir encontrando detalles que me maravillaron.
Me encantó.
Se nota que de este cuento sí que disfrutaste la lectura, Gabriela. Me alegra que así haya sido. Y espero que los que restan por leer también te gusten.
Un abrazo.
La tensiòn sexual entre los personajes y la atmòsfera estàn muy bien logradas.
Muchas gracias por pasar a leer y comentar, Viviana.
Un abrazo.
Me encantó el cuento.El autor va generando un clima en el que uno está al acecho, algo va a pasar en cualquier momento ;es sofocante.
Además muy bien narrado y expuesto el rechazo al otro, la segregación, lo difícil que se nos hace a veces tolerar la diferencia.
El final es terrible…
Muy buen cuento.
Me dieron ganas de abrazar al nene. Me quedé con esa sensación inicial, la atmósfera es muy pesada, pese a la simpleza.
Coincido, Silvia. Grimberg logra armar una atmósfera pesada y angustiante en este cuento.
Gracias por pasar a leer y comentar.
Un abrazo.
Me alegra que hayas disfrutado la lectura del cuento, Mariela.
Ojalá los otros también te hayan gustado y espero que los que vienen también.
Un abrazo.
Excelente. No le sobra ni le falta nada. Conmovedor ese niño, recordando siempre a su abuela, aceptando hasta lo que presiente que es inaceptable, sostenido por la imagen de su madre feliz como nunca la habia visto antes.
Gracias por tu lectura, Melé. Sí, el cuento es muy conmovedor.
Abrazo.
Existencial. Conmovedor. Me hizo acordar a Conti. Muy bien narrado. A todos los q vivimos ese ambiente, creo, nos pega mucho.
Muy interesante la comparación con Conti, Marcelo. Le contaré al autor. Gracias por pasar a leer y dejarnos tu comentario.
Un abrazo.