Entrevista: Héctor Prahim

“Nunca espero tener resuelto nada para sentarme a escribir”

Por Sebastián Grimberg

Con Héctor Prahim quedamos en encontrarnos en un Kentuky cerca de Puente Pacífico. Cuando llego, él ya está en una mesa, junto a la ventana. Levanta una mano para llamarme, me recibe con una sonrisa amplia. Pedimos una pizza y una cerveza. Mientras esperamos y la ventana, con la oscuridad progresiva, termina de convertirse en un espejo, me cuenta la alegría con la que recibió el llamado de Roberto Fernández Retamar —el entonces presidente de Casa de las Américas— para avisarle que su libro, El pabellón de los animales domésticos, había resultado premiado en el concurso literario organizado por esa institución en 2018. Ese libro, su primer libro, fue editado por Indómita Luz durante los últimos meses del año pasado.

Héctor PrahimEn alguna entrevista John Cheever (o Raymond Carver) dijo que  una escritora  amiga suya recomendaba acumular la mayor cantidad de experiencias posibles antes de sentarse a escribir (algo con lo que quizá estarían de acuerdo los sensivity reader, y en desacuerdo Jorge Luis Borges). Prahim es un tipo que, se nota a lo largo de la conversación y en sus maneras sencillas y cordiales, ha vivido y, si mencioné a Cheever y a Carver no sólo es porque el primero aparece en el epígrafe de su libro, sino porque sus alientos se perciben en la mayoría de los cuentos; los suyos y los de otros grandes autores norteamericanos como Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Joyce Carol Oates. Los cuentos de El pabellón de los animales domésticos suelen deslizarse por las periferias, de la ciudad y de los vínculos, del amor. En ellos se mezcla una atmósfera bonaerense, con cierto extrañamiento y con una sensación de que los personajes están siempre incómodos, con las situaciones y con ellos mismos; como si los momentos de placer se trataran, solamente, de la postergación de otros de apatía y abulia, de melancolía, que llegarán irremediablemente. Y lo notorio es que Prahim logra, en ese contexto, una mirada poética. Y no se trata de una mirada que se solaza en describir en una tarde gris y lluviosa a un hombre o a una mujer que caminan sin paraguas, empapándose, desamorados o algo por el estilo, sino que la belleza está en la construcción del ambiente, en las imágenes en las que, por ejemplo, junto al río sentimos el golpeteo del agua contra los retenes de madera y el zumbar de los mosquitos; la belleza está, también y sobretodo, en el lenguaje, hay un trabajo con el lenguaje admirable en el que, como buen escultor, talla hasta encontrar, en el interior de la narración, las palabras justas, adecuadas; termino preguntándole si, como Borges, él también se quedó toda una noche en busca de un adjetivo para sacarlo a la mañana siguiente.

—Hay un trabajo de orfebrería en cada párrafo, ¿cuánto tiempo te lleva un cuento? ¿Cuándo consideras que está terminado?

—Suelo dedicar meses a la corrección de un cuento, y me puede llevar años terminar un libro. La idea de una historia puede llegar en una buena tarde, o en unos días, pero me lleva meses que las palabras justas maduren. Hay pocos escritores que pueden escribir un cuento con calidad en pocos días, o un buen libro en cuatro o cinco meses, y hay calidad ahí, aunque eso puede pasar un par de veces y parar, porque se necesita tomar distancia, se necesita vivir. Podés escribir un cuento o unas buenas páginas de una sentada, porque tal vez esa historia ya hizo su proceso de maduración dentro, pero esa es la excepción, siempre lo seguro va ser corregir, y volver a corregir, aunque hay que tener cuidado de no caer en la hipercorrección, en la letra muerta. Creo que hay tres características que indican que uno pasó por un buen taller literario: la primera es que ese taller siempre te impulsó a escribir, después que te llevó hacia los buenos libros, y por último, que logró transmitirte el amor por la corrección.

—Son cuentos que uno puede identificar como locales, o bonaerenses y, sin embargo, al mismo tiempo dan la sensación de que pueden haber ocurrido en cualquier parte. ¿La elección de los nombres de los personajes, que recuerdan a Europa Oriental, tiene que ver con esto? Además, como lector, me da la sensación de que los personajes están fuera de lugar, algo que influye en la atmósfera del cuento.

—Cuando nos casamos, con Mirna nos fuimos a vivir a una habitación que nos prestó un familiar, las demás habitaciones estaban alquiladas por familias rusas y de los Balcanes. Por ese tiempo ya andaba buscando el libro, pero los cuentos nacían muertos. Hasta que una madrugada entendí que tenía que enfocarme en la parte humana de mi narrativa, pintar mi aldea. Reescribí los cuentos, y esta vez usé, con autorización previa, los nombres de mis vecinos, de la gente buena a la que yo les hacía asado y compartíamos un vino. Solo los nombres, no sus vidas, por el cariño y el respeto que les tengo, hice eso y las historias empezaron a respirar, a tomar forma. Claro que después fue trabajar mucho para que esos nombres que parecen fuera de lugar, actuaran a favor del clima de los cuentos y lograran romper la linealidad del discurso narrativo.

 

—En muchos de los cuentos los personajes parecen empeñados en sostener situaciones que un gesto, una palabra inadecuada o, incluso, el silencio, pueden hacer estallar. La mirada está puesta en esos momentos de una persona o pareja. ¿Es una estrategia para encontrar la tensión o considerás que vivimos siempre así, en la fragilidad, aunque no lo tengamos presentes?

—Hay fragilidad en nosotros, por eso solemos vivir en sociedades obsesionadas con el éxito y la felicidad perpetua. Todo el tiempo intentamos fortalecer los distintos aspectos de nuestra existencia, a base de superación personal y pensamiento mágico, solo para ser capaces de sobrellevar esa llamada a media noche que hace que todo se venga abajo, o para mantener la compostura a la salida de la consulta con el médico, sin entender qué energía se liberó bajo nuestros pies. Buscamos la manera de salir de nuestra indefensión, para soportar una audiencia de divorcio que nos hace comprender que yacemos bajo un suelo frágil, que va seguir moviéndose, con réplicas de menor escala, pero suficientes para tirar abajo lo poco que había quedado en pie. Mis personajes suelen comprender esto, o al menos lo intuyen, quizás un poco por lo que les pasa.

—Hay quienes empiezan a escribir sin saber bien hacia dónde van y quienes no se sientan hasta que tiene el cuento armado en la cabeza. ¿Cómo es el proceso de escritura en tu caso?

—Me gusta trabajar con textos maleables, plásticos, que intenten ir más allá del cuento. Nunca espero tener resuelto nada para sentarme a escribir. Solo busco un indicio, algo que me indique que puedo llegar a tener algo para contar ahí, en ese paisaje, o en esa geografía donde los personajes interactúan. Después necesito obsesionarme con lo que voy contando. Me pasó varias veces, que suele llegar el principio y el final de un cuento, pero claro, me sigue faltando el cuerpo central, ese cuerpo, quizás, sea mucho más difícil de encontrar, y eso es trabajo. Todo el texto es importante, de cabo a rabo, inclusive el medio, que es donde voy haciendo esas explosiones controladas, esos inicios de pérdidas que me dejan sostener la tensión y la energía, para que el texto pueda salir hacia el final con naturalidad, sin trucos ni sobresaltos.

—¿Hubo una planificación en este libro o son cuentos de diferentes épocas que luego reuniste?

Héctor PrahimSi bien algunos de los cuentos son de diferentes épocas, necesité encontrar el tono justo y un hilo conductor en el momento de reescribirlos. Luego planifiqué la tensión, puse los cuentos como si fueran capítulos de una novela, aunque cada uno inicie un mundo diferente. Me pareció que esto podía ayudar a mantener al lector atento, y no aturdido por la intensidad constante. Planifiqué mucho. Hubo una época de mi vida que si alguien me despertaba a cualquier hora de la noche y me preguntaba qué era lo que más anhelaba, yo podía contestarle con toda franqueza: que el libro que estaba escribiendo valiera la pena. Ojalá me haya aproximado a eso.

—La mayoría de los cuentos fueron premiados de manera individual. ¿Cómo elegís los concursos a los cuales mandar?

—Con el tiempo te das cuenta que los concursos son una herramienta más del oficio que hay que aprender a utilizar. Lo mejor que te puede pasar, si se quiere mejorar, es perder de entrada. Claro, que uno puede perder y resignarse o despotricar: que al jurado no le llegan los mejores textos, o que el prejurado está arreglado, y claro, todo eso puede ser verdad, pero a esa actitud no le podés sacar provecho. Yo tenía como norma no enojarme con ningún fallo, por más que tuviera mis razones, intentaba poner esa energía en corregir y reescribir y volvía a mandar. Me parecía más saludable desconfiar de mi propio texto que agarrármela con el concurso, y ojo, no es que uno sea un ingenuo, solo lo hacía como método de trabajo, todo sirve para sacar adelante un texto. Eso hizo que con el tiempo la mayoría de los cuentos sean premiados. Además está la cuestión económica, que en mí caso, me ayudó a salir de las deudas y a refaccionar mi casa. Hay concursos con una bolsa de tres mil o seis mil euros o dólares. ¿Cuánto libros tendría que vender un autor emergente o con cierta trayectoria para que alguna editorial le pague una regalía así?

—¿Cómo empezaste a escribir? ¿Tenías un objetivo literario?

—Me había propuesto llegar a publicar mi primer libro a los treinta años, pero pasé la treintena con todas las puertas cerradas. A los cuarenta eso se transformó en una crisis que me llevó a replantearme el hecho de seguir escribiendo por más que nunca llegara a publicar, y así lo hice. Pero la vida tenía reservada una puerta para mí, y cuando estuve preparado, llegó el Casa de las Américas, y eso fue un espaldarazo formidable que aún hoy agradezco.

—Sobre el acto de publicar hay diferentes puntos de vista: los que dicen que no escriben para publicar, los que ven mal que se escriba sólo para hacerlo, los que entienden que algo bien escrito siempre va a encontrar su lugar… ¿Qué pensás vos? ¿El deseo de publicar estuvo desde el comienzo o apareció a medida que escribías?

—Creo que lo mejor es estar desesperado por escribir algo que valga la pena, y no solo por publicar, algo que quede vibrando sobre la superficie cuando toque estar dos metros bajo tierra. Aunque no juzgo a nadie, cada uno hace lo que puede.

—¿Cómo fue la elección de la editorial? ¿Habías enviado el libro a otras editoriales previamente? ¿Qué peso tuvo el que haya sido premiado en Casa de las Américas?

—Mandé un libro anterior a este, y bueno, no pasó nada, pero me sirvió para darme cuenta de que tenía que cambiar de estrategia, empecé a concursar. Es raro el método de algunas editoriales que reciben originales y nunca los leen. En esto hay que intentar tener los pies sobre la tierra. Después del premio Casa de las Américas, me escribieron cinco editoriales, pero elegí a Indómita Luz porque me sentí a gusto con el trato y con la forma que tienen de trabajar.

Cuando el mozo se acerca para preguntar sin ganas —el salón está vacío, salvo por nosotros— si queremos algo más, superando la culpa pedimos un par de cafés. Llega un momento en el que, con las miradas del mozo, del adicionista y del bachero sobre nosotros, no podemos estirar más la charla. Entonces salimos y caminamos por avenida Santa Fe, varias cuadras, quizá buscando estirar todo lo posible uno de esos momentos previos a la melancolía, la apatía y la abulia.

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