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“Lo que no cambia es la condición humana”

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Entrevistas: Claudio Zeiger

“Lo que no cambia es la condición humana”

Por Laura Galarza

Claudio Zeiger

Claudio Zeiger

En la videollamada, Claudio Zeiger toma mate en el balcón de su departamento de Recoleta; toldo a rayas verde y blanco de fondo. Los vecinos van a escuchar, pero no hay problema, lo quieren a pesar de ser “un infiltrado”, dice.

Zeiger nació en 1964, en Mataderos. “En realidad, soy oriundo una zona intermedia entre Mataderos y Liniers, mi infancia y adolescencia está ligada al Club Vélez”. Algunos de los cuentos de su último libro, Verano interminable que salió por Emecé justo antes de la pandemia, transcurren en Recoleta; los personajes vacacionan en las playas de Uruguay, saben de Freud y se blanquean los dientes. “Donde vivo no es la zona de ricachones, sino de una clase media, media alta que vive apretada, por encima de sus posibilidades. Y si bien es un barrio lindo para pasear y seguro, noto insatisfacción y desencanto espiritual, sobre todo entre quienes fueron parte del dispositivo macrista”.

A la pregunta obligada, qué hace un escritor en cuarentena, responde que más que escribir, está leyendo. “Algo inconfesable: unos tomos de historia medieval, coordinado por Umberto Eco de Fondo de Cultura Económica y en paralelo, porque eso requiere concentración, Flaperas y filósofos, una antología de cuentos de (Scott) Fitzgerald, que acaba de editar Godot y que confirman lo enorme que es él como autor”.

Zeiger estudió letras, hizo carrera como periodista en su mayor parte en el diario Página/12, donde actualmente es editor del suplemento cultural Radar. Aunque en el pasado, fue telefónico. “Era operador, ese que comunicaba las llamadas por medio de un conmutador bastante moderno para la época. Mi primer trabajo fijo y a sueldo después de vender artesanías en las plazas y artículos eléctricos con mi papá.”

—¿Cómo llegás a ser editor?

—Empecé como periodista free lance para diferentes medios hasta que me concentré en Página 12. Era periodista cultural todo terreno, el que salía a cubrir. Hasta que me convoca Juan Forn; en el camino Charly Feiling crea Radar Libros y cuando al poco tiempo muere, lo sucede Gabriela Esquivada, su mujer. Luego vino Daniel Link, Juan Boido; y con el devenir, me quedé con todo. Pero como los reyes, que tienen todo y no tienen nada.

verano interminable—¿Por qué decís eso?

—El suplemento no es mío, la dirección es del diario. Sí tengo una responsabilidad, pero el trabajo es de todas las personas que escriben para el suplemento, la mayoría colaboradores externos. Y no es demagogia. Ahora también como editor tengo un nuevo desafío, debo presentar contenidos diferenciados para papel y web. Sin bajar el nivel, captar un público más amplio.

—Para quienes escriben en Radar, el suplemento parece tener un sentido de pertenencia, ¿lo vivís de ese modo?

—Por el libro estuve yendo a diferentes medios, y las personas te hacen una devolución tan cálida respecto de Radar que me conmovió. Lo leen en papel, lo consideran una guía. No hablo de prestigio, sino de lo importante que es Radar para mucha gente. Sabía que era querido por un sector, como lo único que queda en pie bajo ese concepto de revista cultural, pero me sorprendió. Claro que hay otros medios con periodistas que trabajan muy bien, pero nosotros tenemos empatía con lo que hacemos y ese plus de gratificación en estas épocas es enorme.

—¿Cómo te llevás con las dos vidas, de editor y escritor?

—Nunca fui capcioso en el sentido de publicar solo lo que me gusta o defender determinada elite. Eso me ordenó para separar escritor de editor. También saber que cuando uno es escritor, no está trabajando. Voy en contra de ser escritor profesional. Aunque tampoco puedo serlo, prefiero sostener una idea romántica.

—¿A qué te referís con escritor profesional?

—Al escritor que se va haciendo en la medida en que sus productos empiezan a crecer en inserción y venta. Entonces el agente literario le baja línea de lo que tiene que hacer, a veces más que los editores. Aunque los escritores lo desmientan, es así. No lo censuro en términos morales, pero la concepción que hay detrás no la comparto. Mientras pueda vivir de otra cosa, me parece más saludable, también para la literatura.

Zeiger viene construyendo una obra con rigurosidad y sin apuro. Sus primeras dos novelas, Nombre de Guerra (1999) y Tres Deseos (2002), develan el circuito gay urbano de los noventa, y en Adiós a la Calle (2006) retrata la crisis del sida. En Redacciones Perdidas (2009) hace un giro y desentraña la madeja literatura y periodismo en las redacciones, hasta Los inmortales (2014) una novela atomizada sobre el padre y “los padres” en la formación literaria, en este caso, la generación de Contorno. Entonces el tiempo se detiene, y el padre —ahora sí el de carne y hueso— enferma de Alzheimer. Entonces escribir cuentos con su posibilidad de entrar y salir, resulta para Zeiger, una balsa en la tormenta. Así deviene Verano Interminable.

Te revelo un secreto”, dice Zeiger acercándose a la cámara del celular. “Sabía, incluso antes de escribirlo, que el cuento “Verano Interminable” iba a ser el eje del libro. El verano no como auspicio de bronceador, sino como metáfora de un verano agónico, que no se termina nunca. Que es muerte, pero también renacimiento. Y ahora, estoy impactado por este devenir del libro en lo real. No es un libro sobre la peste, pero sí sobre lo agónico. Ese verano interminable funciona como metáfora de la vida”.

En el cuento, un muchacho se enreda con una escritora que dicta talleres literarios, a partir del momento en que le pinta la casa. Un relato de iniciación, donde los otros no son nunca lo que se espera, o incluso peor; y el chico ya hecho un hombre termina solo, caminando por la playa con una botella de whisky en la mano. Los últimos cuentos “Crímenes de Recoleta” y “Veleros”, también como aquél, transcurren en un balneario uruguayo. Donde el aire a policial es aprovechado muy bien por Zeiger para plantar cuestiones más profundas como el ocaso, la decadencia y la traición en los vínculos.

—Lográs algo interesante en Verano interminable, pero que también está en Los inmortales, donde el lector tiene la sensación de estar leyendo un ensayo, renglón seguido, un policial, una nota periodística, una historia. Todo eso junto. ¿Considerás eso una marca personal?

—Es cierto que el libro tiene un estilo particular como si hubiese distintos narradores detrás. Quizás fui más autoconsciente de eso en Los inmortales, donde más allá de estar hablando de mí y de mi viejo, sabía que trabajaba entre el ensayo y la ficción. En este libro no; sí sabía que eran cuentos, y los escribí en el orden en que aparecen, y quizás por eso lo novelístico del libro. Aunque en mi ADN no esté la idea de ser un narrador de cuento clásico, resulta que la mayoría de mis libros están construidos de partes que forman una unidad.

—¿Por qué titulás uno de los cuentos, El futuro de la literatura gay”?

—Es un título ganchero. La idea es más ensayística que ficcional. A partir del matrimonio igualitario, una parte de la literatura gay, como puede ser la de David Leavitt, Michael Cunningham, mayoría escritores norteamericanos, pasa a ser histórica. Mientras Inglaterra duerme, por ejemplo. Se impone repensar, no solo la literatura gay sino todas las categorías “políticas” de la literatura. Ese proceso empezará también con la literatura feminista quizás a partir de la ley del aborto o del movimiento en general. Por mi parte, después de haber escrito en su momento Nombres de guerra, y Adiós a la calle, sentía que tenía que dar respuesta a ese interrogante.

Ricky Mansard, uno de los personajes principales y que aparece en diferentes cuentos, es un ex conductor de televisión en decadencia. Has escrito notas sobre la televisión, y un libro, Unidos o nominados publicado en 2018. ¿Qué podés contar de esa pasión? 

—Aunque parezca increíble, tuve mi momento Ricky Mansard. En 2008 conduje un programa en cable, “El espía”, donde escritores mostraban sus bibliotecas y hablábamos de libros. Un programa creado por Marcelo Camaño. Estuve en la casa de Horacio Fontova, Any Shua, Alejandro Dolina; con Liliana Bodoc tengo un recuerdo muy emotivo. La idea era romper esa distancia corporal que se tiene con el escritor. Al principio me costó, pero al final terminé en el dormitorio de Marcos Aguinis y me pasó eso loco tipo Mirtha Legrand, que te reconocen por la calle.

—Contaste en alguna entrevista que de chico mirabas mucha televisión, y ahora nos enteramos que ¡llegaste a la televisión! quizás por un camino impensado, el de los libros.

—No llegué a ser Meteoro, pero sí. Yo leía de chico pero también veía mucha tele, y la sed de aventuras me venía tanto de Julio Verne como de Tarzán, Bonanza, o Valle de pasiones. Aunque para la construcción del personaje de Ricky Mansard pensé más en el conductor de los años 60, 70 hasta los 80, Antonio Carrizo, Augusto Bonardo, Andrés Percivale, o Blackie, pionera de los programas culturales en televisión. Me interesa ese filo entre cultura y espectáculos, no la farándula. Hoy la literatura está muy ligada al espectáculo, salimos en los medios, escribimos en los medios. A Ricky Mansard lo invitan a un programa para que hable de unas vedettes a las que vinculan con los militares (cosa que fue real acá). Y si bien él no es un tipo de la dictadura, quedó atrapado ahí y eso lo convirtió en un tipo miedoso, jodido y cínico. Hoy los youtubers, algunos incluso abusadores, son esos mismos personajes reconvertidos tecnológicamente. Para usar una frase rimbombante: lo que no cambia es la condición humana.

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