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Lo que dure la siesta

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Lo que dure la siesta

Laura Galarza

 

Afuera el sol agrieta la tierra y forma dibujos como los ríos en esos mapas de geografía. Estoy en la cocina de casa, con mi hermano. Un rato antes me ordenó que subiera a las piernas de Javier. No es la primera vez. Siento el calor que irradia la piel de Javier hacia la mía, la picazón de sus pelos enrulados que sé también tiene en el pecho y en la espalda. Lo conozco bien porque viene seguido a casa y abre la heladera, como hacen todos los amigos de mi hermano que comen como animales, dice mi madre. Ayer compré fiambre y hoy no queda nada, ¿qué es esto, la casa del pueblo?, grita. Pero cuando vamos al centro se jacta de eso mismo con los vecinos.

Javier mete su mano bajo mi vestido, desliza un dedo áspero por mi espalda hasta mi bombacha. Mi hermano mira, toma cerveza y sonríe. Sé que sonríe aunque selle su boca con el pico. El líquido cae a borbotones por su  garganta como el río cuando baja furioso atrás de la lluvia, y mi hermano diciendo ah, y ese chasquido con la lengua. El mismo que hace con el escarbadientes que después queda sobre el mantel, los restos pegados al palillo y mi madre que me obliga a levantar la mesa. Entonces paso el trapo para que arrastre todo y no tener que ver.

Javier respira fuerte sobre mi cuello y con la mano libre él también toma. Ahora mi hermano se pone de espaldas, mira a la pared. Andate a jugar pendeja, dice con su voz grave. A esa voz le obedezco desde que mi padre se mudó a la chacra pasando la vía. De un salto paso por entre las tiras de plástico de la cortina. En el patio el calor me seca la nariz. Voy por la entrada lateral, quito el pasador y estoy afuera. Veo mis pies sobre la tierra como si fueran de otro, unos pies que van solos debajo de mí. Pienso que si camino el tiempo que dura la siesta puedo llegar hasta el río, bordear la vía y cruzar hasta la chacra de mi padre. Aunque escuché que él no levanta las persianas y las noches las pasa en el bar del cruce. Mi padre es sonámbulo, así que lo encontraba de madrugada sentado en el comedor con unos ojos muy abiertos que no me miraban. Su torso desnudo, el pantalón piyama por encima del tobillo. Yo lo hacía parar y lo empujaba hasta la cama.

Cuando paso el alambrado empiezo a correr. El pasto seco raya mis piernas, pero no paro los tábanos se vienen encima o puede haber yararás. El corazón golpea con fuerza al ritmo de mi carrera. Freno cuando alcanzo a ver el corte que hace la tierra para dar paso al río. No hay que acercarse a la barranca porque la tierra es como arena y por más que sé nadar puede tragarme un remolino. Una vez vi a los bomberos sacar un ahogado con la cara comida por las ratas. Mi padre dijo otro que se hizo el vivo. El sol pega contra el agua y enceguece así que formo un techo con mi mano para calcular cuánto más tengo que andar. La casa desde esa distancia es como una pintura vieja. Y por primera vez veo todo. Veo que cuando estoy con mi hermano y Javier en la cocina, mi madre está al otro lado de la puerta.

Empiezo a correr otra vez.

Mi padre abre la puerta en camiseta, me hace entrar y tomar agua del molino. Que debo estar deshidratada, dice. Los veranos que pasábamos en la chacra, al salir del estanque, me tiraba sobre los mosaicos hirviendo de la galería. Hasta que no aguantaba más y me elevaba dejando apoyadas sólo las manos y la punta de los pies, el cuerpo recto suspendido en el aire.

Le cuento todo a mi padre. Él escucha en silencio, sosteniendo sus ojos muy abiertos sobre mí como cuando anda sonámbulo. Después sigo sus movimientos apurados por toda esa casa que no tiene paredes en su interior. La ropa amontonada sobre el catre. Un plato con restos de comida, el vino a medio tomar. Mi padre se mete en el baño. Escucho el agua correr y al rato sale con el pelo húmedo y tirado hacia atrás.

Por las ventanillas del rastrojero se cuela el ruido a lata que hace la carrocería. El sol paralelo al horizonte, a punto de esconderse. Mi padre lleva la vista clavada en el camino, las manos sobre el volante, la camiseta pegada al cuerpo por el sudor. Al llegar a la vía no frena como hacía cada vez que íbamos al pueblo a comprar. Nunca se sabe por dónde llega la muerte, decía y recién ahí arrancábamos. Yo cerraba los ojos con fuerza y me quedaba en esa oscuridad hasta pasar del otro lado. Aquél día mi padre no frena ni dice nada. Empujados por la misma velocidad, cruzamos y por primera vez no cierro los ojos. El zarandeo sobre las vías me hace dar contra la puerta. Mi padre pregunta si estoy bien pero no para.

Una pared de polvo se levanta atrás de nosotros.

Mi padre pone el vehículo frente a la casa y se baja dejando la puerta abierta. De una zancada pasa la cerca y camina por la entrada lateral hacia el fondo. Yo quedo ahí con el sonido de los pájaros. El piso del rastrojero tiene boquetes por donde se ve la tierra, herramientas desparramadas. Hasta que vienen los gritos. De mi padre y la voz que obedezco. Luchando en escalada. Y atrás la voz aguda de mi madre como un cuchillo que busca que las voces se separen, vuelvan a su cauce normal. Eso que nunca va a pasar porque ella lo protege, dice mi padre. Y que un día le va a mostrar lo que es bueno a ese marica.

El sol es una luz grisácea. Apenas queda ese rato para hacer lo que hay que hacer antes de que oscurezca. Los veo venir: mi padre sigue a mi hermano   como su sombra. Mi hermano me mira. Aunque entorne los ojos, sé que me mira. Subí hijo de puta, dice mi padre frente a la puerta abierta del rastrojero. Y es cuando él le obedece que veo el revólver de mi padre. El mismo que usa para sacrificar los perros cuando andan comiendo animales.

Mi madre corre desde la casa, su pelo gris siempre atado en una cola larga ahora va suelto sobre la cara. Lo agarra a mi padre por atrás pero él se zafa, se la saca de encima como a una mosca. Si no te calmás te mato a vos también, dice. Cuando cumplí años, ellos se casaron, y vino medio pueblo a bailar en el patio. Él la hizo volar en círculos, dejando ver sus piernas bajo el vestido, quemadas por el sol. Matáme infeliz, dice ella. Y el silencio. Por un tiempo que no se puede medir más que por la respiración de los cuatro, quedamos así. Después mi padre sube, empuja a mi hermano contra mí y cierra la puerta de un golpe sin dejar de apuntar. En una sola maniobra damos vuelta y enfilamos por el camino que lleva al río. Mi madre se pierde hasta desaparecer.

Siento la pierna de mi hermano pegada a la mía, su olor ácido inundando la cabina. Me contraigo. Si me asomo veo el caño del arma, un túnel oscuro. Miro a mi hermano y sus ojos entornados sonríen. Lo sé por ese movimiento imperceptible de su cara. Leo sus labios: puta, dicen sin sonido. Y de la mano oculta entre su pierna y la mía, levanta un dedo y lo mueve como una serpiente.

Por qué él nunca intentó zafarse, no sé. Por qué no se resistió cuando mi padre lo obligó a bajar en la costa y tirarse al río. Mi hermano se tiró. Las piernas hacia adelante, los brazos extendidos, al agua oscura que lo tragó. Se dibujaron unos círculos de espuma y al rato él emergió dando brazadas. Mi padre dijo vamos. Y no miré atrás.

 

Laura Galarza
(Buenos Aires, 1968)

Psicoanalista, narradora y crítica literaria. Colabora en el suplemento Radar de Página/12. Es columnista literaria en radio. Empezó en Del Plata con Tom Lupo y tuvo participaciones en Radio Nacional y Radio con Vos. Es asesora literaria de la EOL Escuela Lacaniana de Buenos Aires. Desarrolla La Solapa, un micro sobre libros en Youtube. Su libro de cuentos Cosa de Nadie (Ediciones Del Dock, 2014) obtuvo el premio Fundación Acero Manuel Savio. Coordina talleres de lectura y escritura en la librería Dain Usina Cultural.

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