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La Era de Acuario

Por

La Era de Acuario

Carlos Gardini

 

La hoguera cubría el horizonte y el mar resplandecía como fuego líquido. Aun a kilómetros de distancia podíamos ver las llamas que arrasaban Nueva Sumatra. Toneladas de ignito devoraban la selva. Creí oír un gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada desde tan lejos.

—Espero que los shingos la estén pasando mal —le dije a Olga Montrel, mi confidente y copiloto. Disfrutábamos de un descanso después de horas de vuelo ininterrumpido. Mirábamos el incendio apoyados en la baranda que daba al mar. Alrededor de las llamas la noche de Acuario era opaca y negra como carbón. El humo y las nubes tapaban las estrellas,  y  me  alegraba no verlas porque no quería sentir nostalgia.

—A veces yo también quisiera odiarlos —dijo Olga—. Pero no sabemos mucho sobre ellos.

No sabíamos mucho, al margen de las fotos que nos habían mostrado en las lecciones de entrenamiento. Según las fotos eran amarillos, bajos, humanoides y repugnantes. Nos mostraban las fotos para que viéramos al enemigo invisible.

—Estoy agotada —dijo Olga—. Voy a aprovechar el descanso para dormir.

—¿Con quién vas a soñar? —le pregunté.

—Los soldados no sueñan —dijo Olga.

Aferré la baranda y miré el espejeo de las llamas en el oleaje. Las aguas parecían mansas, pero esa corriente podía arrastrar a un hombre hasta Nueva Sumatra en menos de un día. De pronto me sentí mal. El cuerpo me ardía. Tuve ganas de tirarme al mar.

—A veces me pregunto por qué hacemos esto —murmuré.

—Por la más antigua de las razones —dijo Olga.

—¿Dinero?

—Desesperación —dijo Olga. Me palmeó el hombro y se despidió—. ¿Vas a dormir?

—Tal vez tome unos tragos con Am-Bó.

—No te emborraches demasiado —dijo Olga mientras  caminaba hacia la barraca—. Mañana tenemos lección. —Dijo algo más, pero el paleteo de un helicóptero que aterrizaba en el hospital de la base le tapó las palabras.

No me emborracharía demasiado, pero me emborracharía. Tomaría el ómnibus militar hasta el pueblo y empinaría unos tragos con Am-Bó. Pocos, pero no por cuidar mi salud, sino mi bolsillo. Quería tener un buen fajo cuando completara mis dos años de servicio en Acuario. Un año de Acuario era un poco más corto que un año terrestre, pero ése era sólo un dato  académico.  En  el  mundo real, dos años en Acuario eran una eternidad en el infierno.

Nuestro consuelo era que la Tierra tampoco era un paraíso, aunque quizá pudiera serlo con una buena cuenta bancaria. A la vuelta quería contar que había pasado dos años matando shingos, pero aclarando que además de héroe era rico. Los soldados no sueñan. El dinero era el mejor pasaporte a la gloria.

Me encontré con Am-Bó en la parada del ómnibus. Nos llevábamos bien, y yo casi no hablaba con el resto de los pilotos. En realidad, tampoco hablaba mucho con Am-Bó. Tal vez por eso nos llevábamos bien. Esa noche Am-Bó sudaba febrilmente. La tez oscura le brillaba como un grano de café.

—Me siento mal —dijo—. Estoy descompuesto.

—Nos pasa a todos. Es como si hubiera algo en el aire.

—Son las llamas —dijo Am-Bó—. ¿Viste las llamas? Nunca las habíamos visto con tanta claridad desde aquí.

—Nunca habíamos tirado tantas bombas.

—Tantos árboles quemados —dijo Am-Bó.

—Los botánicos plantarán bonitos árboles cuando terminemos con los shingos.

—¿Por qué hacemos esto? —dijo Am-Bó—. ¿Sólo por dinero?

—Por generosidad —dije—. Nos gusta sacrificarnos por las generaciones futuras.

Subimos al ómnibus con otra media docena de amantes del sacrificio, todos ansiosos de brindar por las generaciones futuras. El ómnibus nos llevó hacia el pueblo por el camino de la costa. Camino era una forma de decir. La tierra ripiosa y mal apisonada de Acuario repiqueteaba contra la parte inferior del ómnibus. Pueblo también era una forma de decir. Era un caserío que había crecido a la sombra de la base militar y ni siquiera tenía nombre. Pocas cosas tenían nombre en Acuario, o preferíamos no averiguarlo. En el caserío había ganapanes de toda calaña que se empeñaban en sacarnos la plata que nosotros queríamos ahorrar. Había drogas, alcohol, prostitución para todos los gustos. Los soldados no sueñan, pero necesitan distracción. Al borde del camino había un letrero:

 

PUEBLO: 1 KM

BASE: 3 KMS

TAHITÍ: 7 AÑOS-LUZ, KILÓMETRO MÁS O MENOS

 

Tahití era uno de esos nombres que se repetían en mi vida. Muchos años atrás, cuando el mundo y yo éramos más jóvenes, un profesor de geografía me había explicado que era una isla con palmeras, playas, cocos y mujeres, más cocos que palmeras, y más palmeras que mujeres. Un paraíso bajo el sol, decían las agencias de turismo: un paraíso bajo un sol que no era el disco pálido que iluminaba el cielo de Acuario. Quizá las agencias de turismo y los profesores de geografía mentían y Tahití era sólo otra ruina en el basural de la Tierra. Mi profesor había explicado que era uno de los pocos lugares que habían sobrevivido intactos a la Guerra Limitada de 2053. Cuando le pregunté cómo eran los cocos, me respondió que eran cosas peludas que colgaban de las palmeras. Espero que las mujeres no sean peludas, dije yo. Quién sabe, dijo mi profesor, el mundo no es como antes. Eso decían todos, que el mundo no era como antes. Pero yo no renunciaba a la esperanza de vivir un día entre palmeras con el dinero acumulado por arrojar toneladas de ignito sobre otros árboles que quizá también tenían cosas peludas.

—¿No estás casado? —preguntó Am-Bó. Sin duda se sentía mal. Él nunca hacía esas preguntas.

—No —le dije.

—Eso está mal —gimió Am-Bó, aferrándose el vientre.

Am-Bó era mala compañía esa noche. Viajó encorvado en el asiento todo el trayecto, y cuando llegamos al pueblo caminó encorvado por la calle, dando arcadas y preguntándome por qué no me había casado. La calle presentaba el habitual desfile de rameras, rufianes, traficantes y soldados de todas las razas y todos los sexos. Había guardias de seguridad por todas partes. Se decía que los shingos podían llegar hasta allí y tomarnos por sorpresa. Sin embargo, nadie había visto un shingo en ese lugar, y los guardias de seguridad se dedicaban a arrestar, aporrear y extorsionar. La civilización daba sus frutos. Ya éramos una sociedad sofisticada.

Am-Bó y yo entramos en nuestro bar favorito, Mundos En Colisión. Un cartel de neón que colgaba sobre la entrada ilustraba los mundos en colisión: genitales de ambos sexos chocando eléctricamente por obra de los efectos luminosos. Adentro nos recibió la acostumbrada onda sísmica de música machacona y  colores  rabiosos. Una pareja desnuda bailaba un tango en una tarima. Alrededor se apiñaba gente borracha, o fumada, o ambas cosas. En un mural de video que ocupaba una pared entera se proyectaban escenas sexuales y explosiones nucleares. Órganos velludos se confundían con hongos de humo brillante. Nos sentamos a una mesa y pedimos un trago.

—¿Por qué no te casaste? —insistió Am-Bó—. Tendrías que haberte casado.

—¿Para qué, Am-Bó?

—Casarse, tener hijos. Es lo natural, no?

—¿Quién quiere tener hijos en ese basural, Am-Bó?

—En mi tribu tenemos hijos —dijo Am-Bó—. Mi gente no vive en un basural. Amamos la naturaleza.

—Yo también, Am-Bó —dije, pensando en palmeras y mujeres. La naturaleza, para Am-Bó, era una aldea miserable donde la gente no moría de contaminación sino de causas más puras como las fieras y el hambre. Se había enlistado para estar a siete años-luz de la naturaleza.

—¿Viste esas llamas? —dijo Am-Bó—. Nunca habíamos visto las llamas desde aquí. Nunca.

—Calma, Am-Bó. Aquí adentro no hay llamas. Sólo hongos nucleares.

—Pidamos otro trago —dijo Am-Bó.

Un par de querubines, macho y hembra, o algo a medio camino entre ambos polos, se acercaron para ofrecernos sus respectivas mercaderías.

—No —dijo Am-Bó—. No, no, no. Quiero ver a mis hijos.

—Juguemos a que hacemos más —le dijo el querubín hembra.

El otro me sonrió y me tocó las alas del cuello del uniforme.

—Piloto, ¿eh? ¿Por qué no vamos a volar, soldado?

—Esas  llamas —dijo Am-Bó—.  No  me  las

puedo quitar de la cabeza. Tantos árboles quemados.

—Hoy es oferta especial —me dijo el querubín macho.

—Oí que esta semana abarataron la carne —dije—. Pero soy vegetariano.

El querubín hembra lo apartó de un empujón.

—No le gustan los hombres —dijo—. No me hagas perder clientes. —Me acarició la mejilla, y también acarició a Am-Bó—. ¿Qué tal un vuelo para tres? Clase económica. No es tan mala como dicen.

—Basta —dijo Am-Bó. Partió el vaso contra el canto de la mesa y empezó a levantarse. Esgrimía el vaso roto como un cuchillo. Vi a un guardia de seguridad apoyado en el mostrador, observándonos. Un escándalo podía significar varios días de arresto. Varios días de arresto eran varios días de vida garantizada, pero también varios días sin paga, más descuentos por esa inmundicia que llamaban comida y las demás gentilezas de la hotelería carcelaria. La muchacha abrió la boca para gritar. Se la tapé y la senté en mis rodillas.

—No te pongas histérica —dije—. Él es inofensivo, sólo que odia los vasos. —Miré severamente a Am-Bó, que se sentó y soltó el vaso roto.

La muchacha me acarició el cuerpo. Le dejé la boca libre y empezó a besarme.

—Tendrías que casarte —dijo Am-Bó. Había bebido de más, o tal vez de menos—. Esas llamas —dijo. Y añadió—: Lumdara.

—¿Qué es eso, Am-Bó?

—Lumdara —repitió—. Esas llamas. Lumdara.

Me incliné sobre la mesa para tranquilizarlo. Sin querer apretujé a la muchacha, que soltó un quejido y me pellizcó el brazo.

—Voy al baño —dijo Am-Bó—. Me siento mal. —Se levantó y se abrió paso a empujones en la multitud de los que bailaban, bebían o copulaban en el humo y las luces.

—¿De dónde sacaste a ese energúmeno? —preguntó la muchacha.

—No sé elegir bien mis compañías.

—Te puedo enseñar. ¿Qué tal la mía, por ejemplo?

—De acuerdo —dije—. Me gusta tu conversación.

—¿Sólo eso?

—No tengo plata para el resto.

—¿Quién te enseñó a tratar a las mujeres? ¿Ese amigote?

—No —dije—. Soy autodidacta.

Se levantó bruscamente y se fue. No la eché de menos. No era mi noche para mujeres. Me quedé sentado, bebiendo y mirando los hongos nucleares en el mural de video. La música me martillaba los oídos. Era justo lo que necesitaba para tener la mente en blanco. Los soldados no sueñan. Creí oír de nuevo ese gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada con tanto ruido.

Al cabo de media hora Am-Bó aún no había regresado. Decidí ir al baño a buscarlo. En mi apuro, empujé sin querer al querubín que me había tocado las alas del uniforme. Se estaba besuqueando con uno de los pilotos.

—Adiós, rudo —me gritó el querubín—. No te hagas encima.

Entré en el baño y busqué a Am-Bó. Varios cuerpos en diversas etapas de desnudez se revolcaban en el suelo. Uno de ellos era negro y se meneaba sobre alguien de tez cobriza. Me acerqué y le toqué el hombro.

—No fastidies —rezongó una voz que no era la de Am-Bó—. Hay para todos si quieren pagar.

Abrí una por una las puertas de los retretes individuales. En casi todos había dos o tres individuos disfrutando de sus mundos en colisión. No me miraron con simpatía. En el quinto  retrete  encontré  a Am-Bó. Estaba sentado en el inodoro, el caño de la pistola en la boca, los ojos abiertos y la cabeza destrozada. Un cuajarón de sangre y sesos manchaba la pared.

—Dios mío —dije.

Retrocedí, dejando la puerta abierta.

—Dios mío —repetí, alzando la voz.

—No creo que lo encuentres aquí, amor —me dijo una de las muchachas que antes se revolcaba en el suelo.

—¿Nadie oyó el disparo? —pregunté, señalando el cadáver de Am-Bó.

La muchacha lo miró sin curiosidad, acomodándose la ropa.

—Me pareció oír un ruido fuerte —dijo—. Qué lástima. Creí que era ese éxtasis dorado del que hablan las revistas.

 

 

En la sala de instrucción, la gente hablaba para matar el tiempo mientras esperaba. Yo no hablaba para matar el tiempo sino porque era una pila de nervios. Mundos en colisión se estrellaban en mi cabeza.

—No fue tu culpa —insistió Olga—. Algunos no pueden aguantar.

—Se sentía mal —repetí—. No debí dejar que fuera solo al baño.

Olga me tomó la mano.

—Vamos, Sikorsky —dijo—. No se puede ser Dios. ¿Cómo ibas a saber que quería matarse?

—No se portaba normalmente.

—Aquí nadie se porta normalmente.

—Me preguntó una y otra vez por qué no me había casado. Repetía una palabra, Lumdara. ¿Qué es eso?

—¿Lumdara? Alguna vez me habló de eso. Es una palabra religiosa. Dios, o algo parecido. El lugar donde los que mueren se reúnen con sus antepasados.

—Supongo que allí es donde está ahora. Pobre diablo. Dondequiera que esté, no puede estar peor que aquí.

—Siempre alentador, Sikorsky. Es una alegría tenerte cerca.

—Perdón, te agüé la fiesta. Olvidaba que teníamos que celebrar un entierro.

—Los soldados a veces mueren, Sikorsky. ¿No lo sabías? —Olga me soltó la mano. Sonreía, pero tenía los ojos húmedos.

—No es justo. Am-Bó no merecía morir así.

—¿Quién te contó que la vida es justa?

El oficial de instrucción entró en la sala y todos callamos. Nos pusimos de pie para saludar.

—Pueden sentarse —dijo el oficial, quitándose los anteojos. Siempre se quitaba los anteojos para no vernos bien las caras. Odiaba ver nuestras caras, y había tenido la gentileza de explicarlo desde el primer día.

Desplegó un mapa sobre la pizarra. En el mapa había islas. Una de ellas estaba coloreada de verde y tenía casi el tamaño de un continente. Conocíamos de memoria ese mapa y esa isla. Esa isla era Nueva Sumatra, la lengua de fuego que brillaba sobre el horizonte en la noche. Eso era Acuario para nosotros: pequeñas islas ripiosas y una isla grande cubierta de vegetación y poblada de shingos. Se llamaba Nueva Sumatra porque el contorno se parecía al de la isla de Sumatra de la Tierra. El universo no era muy original, y a años-luz de distancia repetía diseños como si nadie pudiera descubrir su falta de creatividad. El que había llamado Acuario a ese mundo de mares e islas tampoco era muy original. Nuestra base, un puesto de frontera en permanente contacto con una precaria estación orbital, estaba en una de las islas pequeñas, pero Nueva Sumatra había sido el objetivo inicial de la campaña de colonización. Los primeros colonos habían fumigado la selva con gases tóxicos para ganarle espacio a esa Tierra Prometida. La selva creció de nuevo, cercó y ahogó los poblados. Muchos colonos murieron o desaparecieron. Los fugitivos echaron la culpa de las muertes a tribus humanoides. Mostraron fotos de enanos amarillos y pidieron protección armada. Atacaron la selva con gases, llamas y explosivos, pero la vegetación siempre crecía de nuevo, cada vez con mayor celeridad. La compañía de colonización se negó a invertir más dinero y pidió intervención militar. Los militares anunciaron que harían las cosas a su manera: invadirían la isla, dejarían unos enanos de muestra y los encerrarían en una reserva. Las generaciones futuras podrían lamentar el exterminio de una raza sin la incomodidad de tener que convivir con ella. Pero no resultó tan sencillo. La guerra se prolongó y se complicó. Se decía que los shingos no tenían tecnología digna de ese nombre, pero sus lanzas y troncos derribaban nuestros aparatos con una precisión desconcertante que nos volvía religiosos de golpe cuando sobrevolábamos la selva. Cuando se empezaron a usar bombas de ignito, la Comisión Ambiental protestó tímidamente, pero varios políticos alegaron que no había derecho a que esos enanos gozaran de una selva limpia cuando la Tierra era un basural. Tal vez era un típico caso de mundos en colisión. Gracias a este estado de cosas, muchos parias como yo cobraban sueldos respetables. ¡anímese a vivir la era de acuario!, decían los folletos destinados  a  reclutar mercenarios  y colonos. La vivíamos, sin duda, aunque en algunos casos por poco tiempo. Am-Bó era uno de esos casos.

Anteriormente los desembarcos de tropas en las zonas limpias habían fracasado porque la selva volvía a extenderse deglutiendo personal y material. Ahora saturábamos la isla con ignito. Si era preciso, toda Nueva Sumatra ardería, comentó jovialmente el oficial: tal vez ni siquiera quedaran enanos de muestra.

—¿Cuál será el costo para nosotros? —preguntó un novato.

—Elevado —dijo el oficial—. Tal vez usted sea parte del costo.

—Mi pregunta —dijo el novato— es por qué la Comisión Ambiental no levanta la prohibición de armas nucleares. Eso facilitaría las cosas.

—Le  daré  un consejo —dijo el oficial—. Déjenos dirigir la guerra a nosotros. Usted limítese a morir como un héroe.

Los novatos siempre hacían las mismas preguntas y siempre recibían las mismas respuestas. Después de 2053, nadie quería oír hablar de armas nucleares. La Comisión Ambiental no era insensible al soborno, pero en eso era terminante. La prosa de los burócratas exigía guerras higiénicas. Nadie quería que Nueva Sumatra permaneciera inhabitable veinte años. A fin de cuentas, sobraban armas convencionales en desuso y héroes prescindibles. Qué más daba. Yo había aprendido a no hacer preguntas, salvo cuando se atrasaban los cheques.

El oficial nos asignó objetivos, rutas, horarios, planes alternativos. Comentó al pasar que muchos moriríamos en esa semana de operaciones intensivas, y que tal vez no fuera tan fácil como volarse la tapa de los sesos en el baño de un tugurio.

—Muchos caerán, y no sabemos qué hacen los shingos con los prisioneros —dijo. Y añadió con una sonrisa—: Tal vez no respeten la Convención de Ginebra. —Dejó de sonreír cuando vio que nadie festejaba lo que aparentemente era una broma—. Supongo que ya nadie recuerda qué era eso —suspiró. Se puso los anteojos, plegó su mapa y ordenó que nos retiráramos.

—Lo que me agrada de ese hombre es su calidez —le dije a Olga al salir de la sala.

—Tu problema, Sikorsky, es que te gusta que te mimen.

—Tal vez —dije—. Mis tiempos de piloto comercial en la Tierra eran más apacibles.

—Pero menos lucrativos, ¿verdad?

—Me pagaban una miseria, pero al menos tenía la esperanza de que alguna vez me pusieran en la ruta de Tahití.

—Esta es la ruta más corta a Tahití, Sikorsky.

Creo  que  la  muerte  de  Am-Bó  te ha puesto

sentimental.

—Viejas heridas —murmuré.

Olga me miró con dulzura.

—Calma, soldado. Ya van a cicatrizar.

—Supongo. ¿No es curioso? Al final sólo quedan cicatrices de todo.

—La originalidad no es tu fuerte, Sikorsky, pero sé de qué estás hablando. Soy una gran cicatriz ambulante.

—¿Cuitas de amor?

—Lo de siempre. —Olga sacó del bolsillo una foto en blanco y negro. Era en efecto la foto de siempre, cada vez más ajada. El hombre de la foto me miró con sus ojos borrosos. Olga guardó la foto.

—Los soldados no sueñan —le dije—. ¿Por qué no te has acostado con nadie de la base?

—Soy una mujer madura, Sikorsky. No iría a la cama para matar el aburrimiento.

—¿Sólo por amor? —pregunté.

—Sólo por dinero. Y aquí nadie quiere gastarlo conmigo.

—A veces, Olga, pienso que tu romanticismo es incurable.

Matar el aburrimiento no sería problema a partir de unas horas. Teníamos asignado un vuelo para el amanecer. Acababan de llegar nuevas partidas de ignito. En la pista y los hangares los técnicos trabajaban sin descanso, revisando los aviones y cargando las bombas. Pasé la tarde mirando el mar. Tenía un mal presentimiento. Al anochecer fui a la barraca, me senté en el catre y revisé mi equipo: paracaídas, chaleco salvavidas, aparato de señales. Alguien me palmeó el hombro y me hizo una broma. Reí sin ganas. Salí a caminar por la orilla, miré el horizonte en llamas y recordé a Am-Bó. Algunas estrellas asomaron en el cielo humoso. En alguna parte de esa negrura había un grano de polvo con un sitio que se llamaba Tahití. En alguna parte de alguna parte había tal vez algo o alguien que se llamaba Lumdara.

—Imbécil —le dije en voz alta al burócrata que dirigía o creía dirigir el universo. Desde luego no me respondió. Nunca respondía, y menos a quienes no creían en él o no lo llamaban por su monosílabo de pila.

Al amanecer, acurrucados en nuestra cabina doble, Olga y yo despegamos con nuestra escuadrilla rumbo a nueva Sumatra. El sol blanco de Acuario irradiaba su luz lechosa desde el horizonte. El mar era una lámina cobriza.

—Tengo un mal presentimiento —le dije a Olga.

—Mi madre dijo lo mismo antes de tenerme —dijo Olga.

Llegamos a la isla y sobrevolamos franjas de tierra calcinada. El fuego se había apagado en partes, dejando extensiones de ceniza humeante que festoneaban la selva como heridas cauterizadas. Cuando nos acercamos a una zona intacta, la escuadrilla se abrió en abanico. Había que distribuir las bombas abarcando la mayor superficie posible y necesitábamos margen de maniobra para eludir los proyectiles enemigos. Olga observaba el visor para detectar movimientos hostiles mientras se preparaba para arrojar la carga. El sensor captó un movimiento en la selva. Puntos luminosos titilaron en la pantalla mientras una andanada de troncos oscurecía el cielo. Viramos para esquivarlos. Uno de nuestros aviones no maniobró a tiempo y los troncos lo despedazaron. Casi al mismo tiempo, la copa de un árbol se abrió como una mano y cerró dedos nudosos sobre otro aparato, arrancándole las alas.

—Cada vez están más rápidos —dijo Olga—. Ni siquiera les dejaron soltar las bombas.

—Soltemos las nuestras y vámonos de una vez.

Volábamos casi a ras de los árboles, produciendo un remolino en la extensión verde. Nuevos proyectiles volaron hacia nosotros. Mientras yo zigzagueaba para evadirlos, Olga descargó las bombas una por una. Lenguas de fuego pegajoso lamieron la selva. Creí oír de nuevo ese gemido animal, pero me dije que era imposible oír nada con el ruido de los motores. Empecé a elevarme para emprender el regreso, aunque no convenía elevarse demasiado: el combustible era costoso,  y  había  un  premio  para  los  pilotos ahorrativos.

Una esfera luminosa parpadeó en el visor.

—Cuidado adelante —dijo Olga.

Una especie de erizo vegetal volaba  hacia nosotros. Elevé la nariz del avión. Oímos un crujido. El metal cimbró. Los motores chirriaron. El avión se encabritó y entramos en tirabuzón. El cielo y los árboles giraban violentamente alrededor. Las protestas electrónicas del visor indicaban daños serios. Nos faltaba media cola. Logré estabilizar el avión, pero no había modo de regresar en esas condiciones.

—Tenemos que saltar —dije—. Antes de perder más altura.

—No quiero saltar aquí —gritó Olga—. En medio de la selva.

—¿Se te ocurre algo mejor?

—Busquemos un hotel con playa privada —dijo Olga, pero no se reía. Señaló una de las zonas calcinadas donde el fuego se había apagado.

—No vamos a llegar allá —dije—. Saltemos ahora.

—No quiero saltar aquí —repitió Olga.

Ya era tarde de todos modos. Volábamos nuevamente al ras de la arboleda.

—Voy a tratar de aterrizar —dije.

—Arborizar es la palabra —dijo Olga—. ¿Más presentimientos?

—Sólo un par.

—No me los cuentes.

Se suponía que la cabina doble era resistente a los impactos. Recé para que fuera cierto.

—No reces ahora —dijo Olga—. Dios está ocupado protegiendo a esos enanos.

Rozamos el follaje, y las ramas y las hojas nos lamieron como llamas verdes, tamborileando furiosamente contra el avión. Las alas se desprendieron como papel. Sentí contracciones en el vientre, la cara y las piernas. Frenamos con un cimbronazo y todo se detuvo de golpe. Estábamos colgados entre los árboles. Había pedazos de avión todo alrededor. Temí que también hubiera pedazos míos, pero me toqué y estaba entero. Al recobrarme del aturdimiento, noté que mis rezos no habían servido de mucho. Había un boquete en la cabina. Olga estaba desmayada y tenía el uniforme manchado de sangre. El visor parpadeaba histéricamente. Me desabroché la correa y me moví despacio. El avión se ladeó pero no cayó del todo. Se reacomodó apoyándose con firmeza en una rama. Irguiéndome con cautela, me cercioré de que no se inclinaría más. Me levanté del asiento. Quería revisar a Olga, pero para eso tendría que moverla, me gustara o no. Corté las correas con la navaja y preparé una especie de hamaca. Salí de la cabina y apoyé los pies en una rama. Sentía repugnancia al tocar el árbol. El tronco tenía una textura carnosa y blanda. Miré alrededor y no vi a ningún shingo cerca, pero aun así me sentía observado. Usando las correas, logré sacar a Olga de la cabina y bajarla despacio. Por suerte estábamos a poca distancia del suelo. Tomé el botiquín de emergencia y salté. Abrí el botiquín. Se suponía que debía contener raciones, medicamentos, municiones, una tienda inflable, todo para dos. La mitad del botiquín estaba vacía. Lo único para dos era la tienda inflable. Alguien tenía ideas muy personales sobre la economía de guerra. Inflé la tienda. Arrastré a Olga adentro y le inyecté una dosis de medicación para bajar la fiebre, paliar el dolor, detener la hemorragia. Le rasgué el uniforme y le examiné la herida. Tenía un trozo de metal clavado en la carne. Había costillas fracturadas y astilladas. Le quité el casco, le acaricié el pelo negro. Su frente ardía. Olga no era demasiado bonita, pero tenía una cara atractiva y enérgica. La fiebre parecía duplicarle la energía en vez de consumirla. Los soldados no sueñan, pero en ese instante ella tal vez soñaba. Le quité la pistola para tenerla a mano junto a la mía. Temí que los shingos llegaran de un momento a otro, y me pregunté qué harían con los prisioneros. Un relámpago cruzó el cielo pálido y un trueno rodó sobre el follaje. Poco después empezó a llover. En Acuario llovía a menudo, pero el agua no apagaba el fuego de ignito. El ignito mordía las cosas como un perro rabioso y no las soltaba hasta consumirse. No era un consuelo. Habría preferido estar en Tahití.

Entreabrí la entrada de la tienda y me puse a mirar la selva con más atención. El cielo nublado se veía apenas entre las ramas goteantes. La penumbra verde y amarilla parecía palpitar. Las hojas aleteaban bajo el tamborileo de la lluvia. El ruido de los truenos se confundía a lo lejos con el rugido de los bombarderos. Sentí pánico, pero intenté combatirlo. Debía pensar con serenidad. Activé la señal de emergencia para que los helicópteros de rescate pudieran detectarnos. La señal, sin embargo, no serviría de mucho mientras estuviéramos entre esos árboles. Teníamos que llegar a un claro donde pudieran aterrizar. La señal también serviría para que no bombardearan ese sector por unas horas. Después de ese período de gracia una bomba de ignito podría achicharrarnos en cualquier momento, y yo no tenía vocación de Juana de Arco. Habíamos aterrizado, o arborizado, a poca distancia de una zona limpia. Eso significaba unas horas de trayecto a pie por la selva. Pero dudaba que Olga pudiera caminar, y no podía abandonarla. Al verla así, agitada en su fiebre, comprendí que era todo lo que me quedaba en el mundo. También comprendí que era algo más que mi confidente y copiloto. Quizá no fuera el mejor momento para comprenderlo. Le acaricié la mejilla. Olga despertó. Le pregunté si le dolía.

—Me siento bien —dijo—. Me siento bien.

—Te inyecté esta cosa. —Señalé la jeringa descartable y la ampolla vacía—. Supongo que está surtiendo efecto.

—Supongo —dijo Olga. Se tanteó la herida tímidamente—. Tengo algo clavado allí, ¿verdad?

Asentí.

—Prefiero no mirar —dijo Olga—. Nunca me gustó ver sangre. Pero es bueno saber de qué me muero.

—No vas a morir —le dije.

—Te dije que Dios estaba ocupado protegiendo a esos enanos —murmuró Olga. Sonrió—. ¿Algún mensaje para Am-Bó?

—No vas a morir —repetí. Y añadí, sin mucha coherencia—: Voy a vengarte.

—Los soldados a veces mueren —dijo Olga—. Pero me gusta este momento. Los dos juntos, con ese ruido a lluvia. Quiero pedirte algo.

—Lo que quieras —dije, mordiéndome los labios.

Sacó del bolsillo la foto en blanco y negro.

—Quiero que rompas esta foto.

—¿Que la rompa?

—Él no es nadie. ¿Nunca entendiste? Es la foto de un actor.

—¿Un actor?

—Ni siquiera sé el nombre. Nunca entendiste.

—¿Nunca entendí qué?

—La foto me ayudaba a aguantar. Podía pensar en alguien a quien quería sin temor a que nos hiciéramos daño. ¿Nunca entendiste?

—Sólo ahora —dije. Y añadí—: Yo también te quiero.

—Lo presentía —dijo Olga.

—¿Por qué no lo dijimos nunca?

—Los soldados no se enamoran —dijo Olga, clavándome los ojos.

Le di la única sepultura que podía darle, una sepultura de ramas y hojas. Tomé su medalla de identificación y me la guardé en el bolsillo. No rompí la foto. Habría sido como romperme a mí mismo.

La lluvia había cesado. Cargué con mis cosas y eché a andar hacia la zona despejada. La selva palpitaba en el aire vibrante. El reflejo pálido del sol de Acuario formaba columnas de luz polvorienta. Los troncos bulbosos parecían músculos, las lianas parecían tendones, las protuberancias parecían ojos. Un viento suave traía a veces el olor del ignito y los incendios. Al anochecer llovió nuevamente. Me detuve a descansar. No quería andar de noche con una linterna encendida, y no me animaba a avanzar a tientas. Inflé la tienda y me senté adentro. Mastiqué lentamente mi ración. Entre las copas de los árboles se veían retazos de nubes que reflejaban el resplandor rojizo de los incendios. Supuse que los shingos se habrían replegado hacia el corazón de la isla, pero quería estar alerta y tomé estimulantes para no dormirme. Aun así me dominó un sopor. Soñé que Olga se me acercaba. Era Olga, pero tenía forma de árbol o arbusto. En el sueño no me llamaba la atención.

—Hola —dijo en el sueño la voz de Olga.

—Estás muerta —dijo mi voz.

—Estoy muerta pero estoy viva, David.

—Para Olga nunca fui David. Siempre fui Sikorsky.

—Pero ahora ambos sabemos lo que sentimos.

—Los muertos no sienten.

—Estoy muerta pero estoy viva. No te vayas, David. Quiero que te quedes aquí conmigo. Acuario puede ser un infierno o un paraíso.

—Palabras adecuadas para una muerta.

—No me hieras, David. Estoy muerta pero estoy viva.

—Esto es un sueño —dije—. No debería estar durmiendo.

—David —dijo Olga—, me alegra que hayas conservado la foto.

Esto es un sueño, repetí. No debería estar durmiendo. Desperté alarmado. Los estimulantes no habían surtido efecto. Algo raro ocurría. Los soldados no sueñan. Me quedé temblando, sentado en la oscuridad. Cesó la lluvia. Amaneció. Junté mis cosas y seguí viaje hacia la zona despejada. Olga está muerta, muerta, muerta, repetí. El martilleo de la palabra se confundió con el eco de un ruido zumbón. Adelante vi franjas de luz entre los palpitantes troncos de los árboles. Apuré el paso. Tropecé con un arbusto amarillento. Al levantarme, noté que la forma del arbusto reproducía la figura de Olga. Retrocedí espantado. Seguí corriendo hacia las franjas de luz. Sentí un penetrante olor a quemado y la selva terminó de pronto. Ante mí se extendía una franja de cenizas que llegaba hasta el mar. Las cenizas eran restos de árboles quemados con ignito, pero no olían como árboles quemados sino como carne asada. El sol de Acuario asomaba entre las nubes en un cielo que parecía plomo derretido. Un arco iris borroso se encorvaba sobre el mar. Muerta, muerta, muerta, repetí, y el ruido zumbón creció en el aire: era el paleteo de un helicóptero que volaba hacia mí sobre la zona calcinada. Agité el brazo, pero no avancé más. Me resistía a abandonar la selva. Detrás de mí oí el zumbido de una escuadrilla y un silbido de bombas. Un telón de llamas se alzó a mis espaldas y el olor punzante del ignito impregnó el aire. Miré hacia atrás y una vaharada de calor me pegó en la cara. Creí ver la silueta de Olga repetida en varios árboles. Miré de nuevo hacia el helicóptero. Un hombre asomado en la escotilla me indicaba que me acercara. Venciendo mi resistencia, eché a correr. Me repugnaba andar en la ceniza caliente. El helicóptero aterrizó.

—Apúrese —gritó el hombre—. No tenemos todo el día.

Un artillero disparaba su ametralladora contra el linde de la selva. Las balas despedazaban lianas, hojas y troncos. Las astillas bailoteaban frenéticamente y caían como lluvia sobre mí mientras atrás crecía el telón de llamas. El humo rodaba en el aire como tinta.  A  dos  pasos  del helicóptero me paré y me di vuelta. Árboles con forma de Olga se contorsionaban en el fuego.

El hombre de la escotilla bajó de un salto.

—Puede haber shingos cerca —dijo, arrastrándome hacia el aparato. El viento del rotor hacía volar las cenizas.

—Tengo que volver —dije.

—No  es  momento para hacer turismo. Esto pronto será un infierno.

—O un paraíso.

El hombre me dio un puñetazo, me obligó a subir. El golpe me hizo zumbar la cabeza. El zumbido se mezcló con el tableteo de la ametralladora y el paleteo de los rotores. El hombre me tiró en el piso del helicóptero y le hizo una seña al piloto con el pulgar. Se inclinó sobre mí.

—Dios mío —exclamé.

—No —dijo el hombre—. Soy sólo un enfermero. —Me clavó una inyección en el brazo.

El helicóptero se elevaba y las cenizas revoloteaban como mosquitos. Llamas crepitantes barrieron el linde de la selva. Creí oír ese gemido animal, pero me dije que no podía oír nada con el tableteo y el paleteo. Una  ráfaga  caliente  entró  por  la  escotilla abierta. El fuego se extendía y el brusco cambio de temperatura arremolinaba el aire. El helicóptero cimbró.

—Tranquilo —me dijo el enfermero—. Todo va a estar bien.

—Los soldados no se enamoran —murmuré.

—Este tipo está loco —gritó el artillero sin dejar de disparar.

—Al menos volvió a ver el mundo —dijo el enfermero.

—No hay mucho que ver —dijo el artillero, abrazando la ametralladora humeante.

 

 

Desperté en una cama. Estaba en un cuarto sin ventanas, de paredes blancas. La luz me hería los ojos.

—Hola —dijo una voz risueña—. Tanto gusto. Soy el doctor Gotnov. —Era un hombre con cara de huevo.

—Quién soy yo —pregunté.

—David Sikorsky —dijo el doctor Gotnov—. Buena foja de servicios. ¿Cómo se siente?

—¿Cómo debería sentirme?

—Bien. Debería sentirse bien. Ninguna lesión, sólo contusiones menores. Es usted un hombre de suerte.

—¿Por estar vivo?

—Por estar entero. Estar vivo no es tanta suerte. Soy neocristiano. Soy de los que piensan que todos somos carroña. Crucificamos al Salvador. Este mundo es una cloaca.

—¿Este mundo? ¿Acuario?

—Este mundo, los otros mundos, el mundo en general. Cuando yo era joven no era tan complicado. El salto estelar ha cambiado las cosas. Pero no creo que el mundo en general haya cambiado tanto.

—El mundo no es como antes. Eso dicen todos.

—El mundo está aquí, Sikorsky. —Se tocó la cabeza.

—Mi cabeza —dije—. Me siento mareado. ¿Me han dado drogas o algo así?

—Algo así. Para facilitar la transición, digamos. Todo un shock, ¿verdad? Me refiero a su experiencia.

—¿Mi experiencia? ¿Olga? Estaba muerta  pero estaba viva.

El doctor Gotnov se sentó en una silla junto a la cama. Sonrió. Miró unas planillas.

—Olga Montrel, sí. Encontramos la medalla de identificación en su ropa.

—Estaba muerta pero estaba viva.

—Como Jesús —dijo la cara de huevo—. Estaba muerto pero estaba vivo. Lo crucificamos pero resucitó.

—Lo lamento —dije—. No soy cristiano.

—Yo tampoco. Soy neocristiano. Somos carroña, pero eso es al margen. Estoy aquí para brindar mis servicios profesionales. Para explorar el mundo de su cabeza.

—Mi cabeza —dije. Me incorporé en la cama. Me dolía el cerebro. Mi cráneo era una pecera y mi cerebro flotante chocaba contra las paredes de vidrio.

El doctor Gotnov se levantó, caminó hacia una pared y se paró frente a ella como si mirara por una ventana.

—Cuénteme, Sikorsky —dijo.

—¿Que le cuente qué?

—Del mundo de su cabeza.

—Mi cabeza estalla —dije. Volví a recostarme.

—Le  doy  una  ayuda —dijo  el  doctor.  Se volvió a sentar en la silla. Sacó una foto del bolsillo—. ¿Recuerda esto?

—La foto de Olga —dije—. La foto de alguien a quien ella estimaba. No, en realidad no era nadie. Olga me dio esta foto antes de morir.

—Antes de morir. Pero usted dijo que estaba viva.

—Estaba muerta pero estaba viva.

—Interesante —dijo el doctor Gotnov—. Creo que por ahora lo dejaré descansar. Pero lo voy a visitar pronto.

—¿Dónde estoy?

—Buena pregunta, Sikorsky. Yo también me la hago a menudo.

Sin dejar de sonreír, salió y cerró la puerta.

—Los soldados no se enamoran —dije en voz alta.

El doctor Gotnov acababa de entrar de nuevo. Me miró desconcertado un instante.

—No crea —dijo al fin—. Todos tienen sus debilidades. Si necesita algo, apriete ese botón blanco. —La cara de huevo se despidió con una sonrisa servicial.

No quería dormir, pero me venció el sueño. El mundo de mi cabeza giraba, tal vez siguiendo a Acuario alrededor del sol blanco. Los soldados no sueñan, pero soñé con un olor a carne quemada. Los shingos me habían arrancado vísceras y tendones. Olga se contorsionaba en las llamas como Juana de Arco en la hoguera. Estaba muerta pero estaba viva. Yo arrastraba hacia ella mi cuerpo mutilado, tratando de no ver mi propia sangre. Ella me daba una foto de mí hecha pedazos. Lumdara, susurraba. Yo abrazaba su cuerpo ardiente. Desperté temblando de fiebre. Apreté el botón blanco.

Un hombre alto y desgarbado en delantal abrió la puerta.

—Hermoso día, ¿verdad? —dijo, señalando el cuarto sin ventanas como si estuviéramos al aire libre.

—Dios mío —dije yo.

—No —dijo el hombre—. Soy sólo el asistente del doctor Gotnov. —Sonreía igual que el doctor. Tal vez sonreír era parte de su trabajo de asistente.

—Estaba muerta pero estaba viva —murmuré.

—Yo también creo en la resurrección —dijo el asistente—. Soy neocristiano.

El doctor Gotnov cumplió su promesa de visitarme pronto. Le conté una y otra vez lo que había pasado en la selva. Él me pedía detalles, tomaba notas, grababa las conversaciones. Cuando pude levantarme, empezó a atenderme en su consultorio. Me explicó que estaba en el hospital de la base. El doctor Gotnov exploraba el mundo, o mi cabeza, o ambas cosas, que tal vez eran lo mismo. Yo pasaba horas conectado a cables, a máquinas que trazaban gráficos con las ondas de mi cerebro, los latidos de mi corazón, el sonido de mis palabras. Me inyectaban, me drogaban, me interrogaban. Estaba muerta pero estaba viva, respondía yo. Después el hombre alto y desgarbado me acompañaba hasta mi cuarto.

—Hermoso día, ¿verdad? —comentaba a veces, mirando las paredes.

Pregunté si podía leer libros para matar el tiempo. Me trajo un par de novelas baratas. En una de ellas un personaje viajaba a Tahití. Pensé en palmeras y mujeres. Los soldados no sueñan, pero en mis sueños las palmeras se convertían en árboles carnosos y las mujeres en Olga. Después todo se convertía en llamas y en polvo. Un día el hombre alto y desgarbado me despertó de mis sueños para mostrarme un bolso.

—Hermoso día, ¿verdad? —dijo.

En el bolso estaban todas mis pertenencias, incluida la foto en blanco y negro.

—Le dan el alta —dijo el asistente—. Vea al doctor Gotnov en su consultorio.

—Esperaba este momento —murmuré.

—¿Por qué? —dijo el asistente—. ¿No le gustaron los libros?

Me presenté en el consultorio del doctor Gotnov media hora más tarde, uniformado, afeitado, el bolso al hombro. Me sentía despejado y alerta. Por primera vez me fijé en los cuadros que adornaban las paredes del consultorio. Parecían fotos aéreas de Nueva Sumatra. El doctor me siguió la mirada.

—Bonitas, ¿verdad? Uno las mira y cree ver a Dios. A quien crucificamos, dicho sea de paso.

—¿Estoy libre? —pregunté.

—Siempre estuvo libre —dijo el doctor—. O nunca. Todo depende de usted. —Se señaló la cabeza con una sonrisa.

—¿Adónde voy ahora?

—Buena pregunta —dijo el doctor—. Otros sólo preguntan de dónde vienen. —Sacó unos papeles del escritorio y me los puso en la mano—. Estos folletos explican los principios neocristianos. Queremos ganar adeptos. Acuario necesitará una nueva religión, ¿no le parece? Lea eso, Sikorsky. Le hará bien a su salud espiritual. Que no es muy buena, créame. Ha sido un gusto. Mi asistente lo acompañará.

El asistente me acompañó hasta la salida del hospital. De pronto tuve miedo de irme. Había pasado días o siglos encerrado allí, y ahora sólo me esperaba un mundo sin Olga. Afuera el sol de Acuario brillaba como un disco de plata en un cielo claro y sin nubes, pero el asistente no hizo ningún comentario sobre el día. Me costó acostumbrarme a los colores y los ruidos. Un guardia de seguridad me esperaba en la puerta. Se me acercó y me pidió que lo siguiera hasta un vehículo militar. Yo aún aferraba en la mano los folletos de la iglesia neocristiana. Oí a lo lejos el rugido de los bombarderos que despegaban de la pista. El guardia era negro y me acordé de Am-Bó.

—Lumdara —murmuré, y solté una carcajada histérica.

El guardia me preguntó si me habían gustado las enfermeras.

—No había enfermeras —dije.

—Creí que a los pilotos les daban lo mejor —dijo el guardia.

—Hay cosas mejores que las enfermeras —respondí con desgano.

—¿Te gustan los hombres? —preguntó el guardia.

El vehículo tomó por una calle que conducía a una zona de la base reservada para personal autorizado. Nos detuvimos frente a un edificio chato y cuadrado donde entraba y salía personal civil y militar. Todos tenían cara de estar cumpliendo una Misión. El guardia entró conmigo, habló con un oficial y luego con una recepcionista. La recepcionista me miró de reojo mientras conversaba con el guardia. Habló por un teléfono, señaló un ascensor. El guardia me hizo una seña. Tomamos el ascensor, bajamos a un subsuelo, salimos a un pasillo, caminamos hasta una oficina. En la puerta de la oficina un letrero decía mayor d’istorror. El guardia golpeó la puerta. La puerta se abrió. Una voz afeminada pidió al guardia que se retirara. Entré y la puerta se cerró a mis espaldas.

—Adelante —dijo la voz afeminada.

En la penumbra rojiza distinguí poco a poco a un hombre calvo y rechoncho. El hombre se levantó y extendió el brazo.

—Mayor D’Istórror —dijo.

No supe si cuadrarme o darle la mano.

—Sin formalidades, Sikorsky —dijo la voz afeminada. Le di la mano. La suya era carnosa y blanda—. Supongo que está confundido.

No supe qué responder.

—Siempre están confundidos —dijo el mayor D’Istórror.

Se desplomó en un sillón. Me invitó a sentarme. Ahora yo veía los detalles con mayor claridad. Había cuadros en las paredes. Eran parecidos a los que había en el consultorio del doctor Gotnov.

—El doctor Gotnov es un gran profesional —dijo el mayor—. Ha estado usted en buenas manos. —Echó una ojeada a los papeles que yo aún aferraba en un puño—. Y el neocristianismo es una religión interesante.

Plegué los folletos casi con vergüenza. Me los guardé en el bolsillo. Murmuré que quizá me tomara un tiempo para estudiarlos.

—Tal vez le ofrezcamos algo mejor que eso —dijo el mayor D’Istórror—. Ante todo, le debemos algunas explicaciones. Usted entenderá que estas cosas llevan su tiempo.

—Entiendo —dije sin entender.

—Y  un hombre como usted, acostumbrado a la acción, no quiere estar encerrado en un hospital. A mí tampoco me gusta la inactividad. Créame, no me hallo aquí, detrás de un escritorio. Recuerdo la guerra del 53. Entonces estaba detrás de un panel. El mundo no es como antes. ¿Sabe cuánto tiempo estuvo encerrado, Sikorsky?

Sacudí la cabeza.

—No, nunca saben —dijo el mayor D’Istórror. Tomó un papel del escritorio—. Un par de semanas. Lo derribaron hace quince días, con la soldado Olga Montrel. Por sus informes, entiendo que ella murió en acción.

—Eso creo.

—Eso cree. Buena respuesta. Bien, como pronto verá, sus días de encierro han sido muy productivos, Sikorsky. —Se acarició la calva y se echó a reír—. ¿No es gracioso? Su apellido, digo. —Pensé que habría sido el apellido de un payaso. Imaginé a una familia de Sikorskys maquillados de blanco, la boca pintarrajeada, haciendo cabriolas en el ruedo de un circo. Un público de D’Istórrors festejaba en las gradas.

—Relájese —dijo el mayor— Estamos en confianza. ¿Sabe por qué me río de su apellido? Hace un siglo era el nombre de una empresa que fabricaba helicópteros.

Le estudié la cara. Sacudí la cabeza.

—Ni siquiera sabía que un siglo atrás había helicópteros —dije al fin—. Pensaba que era un invento reciente.

—Pocas cosas son recientes, Sikorsky —dijo el mayor, y añadió incongruentemente—: El mundo no es como antes. La guerra del 53 alteró muchas cosas. Usted no había nacido, ¿verdad? —Miró una carpeta con mi nombre impreso en la tapa. No, no había nacido. Bien, es un hombre de suerte. Llegó justo a tiempo. —Calló un instante, como si reflexionara sobre la puntualidad de los hombres de suerte. Pensé que había llegado justo a tiempo para desencontrarme con Olga. Yo vivía y ella estaba muerta. Estaba muerta pero estaba viva. El mayor continuó—: Somos una civilización de retazos. Ahora, gracias al salto estelar, traemos algunos retazos a Acuario. Curioso mundo, Acuario. Antes todos pensábamos que la Tierra era muy original.

—Nada es original —dije.

—Exacto. Ni siquiera esa frase. La historia confirma que nada es original. ¿Le interesa la historia, Sikorsky? —Rió de nuevo—. Disculpe, no sé por qué me causa tanta gracia. —En mi imaginación el público de D’Istórrors aplaudía a rabiar a los payasos Sikorsky. Tal vez ese público ni siquiera había pagado la entrada del espectáculo. —El espectáculo de la historia está lleno de sorpresas, sin embargo —dijo el mayor con repentina seriedad—. No es tan malo, por ser gratuito.

Se levantó del sillón, se paseó por la penumbra rojiza.

—Bien, creo que a todos nos vendría bien un trago —dijo, como si hubiera una multitud, tal vez la multitud que representaba el espectáculo de la historia. Abrió un gabinete, sacó una botella y un par de vasos, los llenó, me ofreció uno. Dudé en aceptarlo—. Acepte, soldado —dijo el mayor—. ¿Cuál fue la última vez que bebió algo? ¿La noche en que murió su amigo?

—¿Am-Bó?

—Am-Bó. Gran foja de servicios. Lástima que arruinara su carrera con un final tan melodramático. Brindo por él, de todos modos. —Empinó el trago, me miró de reojo—. No se sorprenda si sé tanto de usted. Está todo aquí. —Señaló la carpeta con mi nombre con aire divertido. La carpeta era parte del espectáculo de la historia.

—No me sorprendo —dije.

—Es usted un hombre de suerte —insistió el mayor—. Llegó justo a tiempo.

—Siempre respeto los horarios.

—¿Horarios? —Me miró desconcertado. Enarcó las cejas—. Esto no es broma —rezongó. Observó pensativamente el cielo raso y exclamó con aire triunfal—: Sikorsky, estamos en el umbral de una nueva era. —Llenó los vasos otra vez— Brindemos por eso.

El vaso me tembló en la mano. El mayor rió nuevamente. Pensé en mi circo imaginario. Los payasos habían dejado de actuar, pero el público de D’Istórrors aún festejaba.

—No se ponga así —dijo el mayor con un chillido histérico—. Esta vez no me río de su apellido. Hay cosas más graciosas que su apellido. —Señaló la carpeta con mi nombre impreso en la tapa: el espectáculo de la historia—. Según estos informes, usted no vio shingos en la selva.

—No —dije, desorientado por el cambio de tema. Tal vez no era un cambio. El espectáculo de la historia estaba lleno de sorpresas.

—¿Se preguntó por qué? —dijo el mayor.

—Supuse que se habrían replegado hacia el interior de la isla.

—Supuso mal, Sikorsky. El porqué es más sencillo. No los vio porque no se puede ver lo que no existe. Los enanos amarillos son una fábula auspiciada por nuestra oficina de propaganda.

Miré alrededor, inquieto. Me sentía enjaulado. Estaba confundido y furioso. Me temblaba el cuerpo. La imagen de Olga como Juana de Arco en la hoguera me bailaba en la mente. Sin saber por qué, estudié la cabeza calva del mayor D’Istórror.

—Calma, soldado —dijo el mayor—. Usted está armado y yo no. ¿De qué tiene miedo?

Tenía miedo de muchas cosas. El mundo estaba en mi cabeza, y giraba frenéticamente. No era un mundo sino varios, y eran mundos en colisión. Me levanté de la silla.

—Espero que sea una broma —protesté. El mayor no me dejó hablar.

—Una fábula, Sikorsky. Y usted es un hombre de suerte.

Me miró la cara y se pasó la lengua por los labios.

—Le brillan los ojos —dijo—. Me gusta ese brillo.

Se me acercó, acarició la funda de mi pistola y me acarició la barbilla. Apestaba a alcohol. Era obvio que esos dos tragos no habían sido los únicos del día. Tenía dominio escénico. Sabía que yo quería pegarle, y que mi respeto por la disciplina no lo protegería. También sabía que mi curiosidad me impediría interrumpirlo. Gozaba de ese momento como un actor en su gran finale. Pensé actor y pensé en la foto de Olga. Dios mío, murmuré.

—Dios mío —dije en voz alta.

—Gracias por el cumplido —dijo el mayor—, pero yo sólo obedezco órdenes. Siéntese —agregó, tocándome el pecho con el índice. Yo había dejado de temblar. No tenía fuerzas. Caí en la silla como un peso muerto.

El mayor se sentó en el sillón detrás del escritorio.  Se  sirvió otro trago. Impostó la voz afeminada para brindar al mundo la gran revelación. En ese momento yo era el mundo.

—En este momento usted es el mundo —dijo—. Me refiero al mundo que estamos creando. Usted es la palabra revelada.

Señaló la carpeta con mi nombre impreso en la tapa. Parodió un gesto de unción religiosa. Se puso de pie y recorrió la oficina mirando las fotos enmarcadas que colgaban de las paredes. Me pregunté si al mirarlas él también creía ver a Dios, como el doctor Gotnov.

—Gran profesional, el doctor Gotnov —dijo el mayor—. Pero el neocristianismo es una tontería. El mundo necesita otra clase de religión. Si usted me escucha bien, tal vez se ahorre la lectura de esos folletos Hablemos de historia, Sikorsky. Me apasiona la historia. Esta historia empezó hace cientos de millones de años.

Abarcó los cientos de millones de años con un ademán histriónico y los saludó con un generoso trago.

—No hay shingos, Sikorsky, pero hay algo más interesante. Hemos estudiado atentamente la selva de Nueva Sumatra a través de fotos, películas, muestras de laboratorio, informes. —Señaló la carpeta con mi nombre, la palabra revelada—. Todo condice. La conclusión es compleja, pero se la diré en términos simples. La selva no es sólo una selva. Toda ella es un organismo, un híbrido donde lo vegetal y lo animal se han fusionado generando una compleja inteligencia colectiva. Al parecer, hace cientos de millones de años era una jungla con individuos diferenciados. Siguió un curioso camino evolutivo: la absorción y asimilación de cada individuo en una entidad múltiple que ha integrado las cualidades de sus componentes en un nivel superior. —Sonrió. Parecía orgulloso de la frase—. Un prodigio de armonía natural. ¿No admira la naturaleza, Sikorsky?

Pensé estúpidamente en palmeras y mujeres.

—Tahití —dije.

—¿Tahití? —repitió el mayor con una mueca de disgusto. No estaba dispuesto a permitir que arruinaran el momento supremo de su actuación.

—Armonía natural —repetí mecánicamente.

—Correcto —dijo el mayor—. Nuestra presencia alteró esa armonía. Las fotos tomadas por los primeros colonos nos hicieron creer que en efecto había tribus de humanoides. Con el tiempo, las muestras de laboratorio nos aclararon que los presuntos humanoides eran réplicas aberrantes de los colonos muertos o desaparecidos.

—¿Réplicas? ¿Como los árboles con forma de Olga?

—Así es. Que en cierto modo son Olga. Observamos cómo nuestras muestras absorbían, asimilaban e imitaban a otros seres vivos, cómo reaccionaban ante las agresiones. La selva repite en gran escala los patrones de conducta de las muestras. Su capacidad para asimilar y utilizar la nueva información es asombrosa. Antes de nuestra llegada, era como un bosque apacible. Ahora ataca y se defiende con mayor precisión que un sistema electrónico. Ha creado proyectiles, se reproduce con creciente rapidez, su astucia es cada vez mayor. Ha incorporado un saludable ingrediente de agresividad humana.

Calló un instante, disfrutando de mi desconcierto. Se desplomó en el sillón. Se llenó el vaso.

—Y no pueden destruirla —dije.

—Ya no queremos destruirla, al contrario. Perdimos interés en destruirla cuando descubrimos qué era. Aprovechamos los rumores y las fotos para insistir en la historia de los shingos. No queremos que la Comisión Ambiental ni otros organismos interfieran más de lo conveniente. Muy pocas personas saben lo que ocurre aquí.

—Creo que no entiendo —dije.

—Nunca entienden—dijo el mayor.

—¿Por qué me cuenta esto? Yo no soy nadie.

—Al contrario, Sikorsky, no sea modesto. Usted es alguien, y muy importante. La selva no lo atacó. No sabemos por qué. Quizá fue la influencia de Olga Montrel. Lo cierto es que usted logró escapar, algo que muy pocos consiguen.

¿Se da cuenta?

Eso quería. Darme cuenta. Me daba cuenta de que en poco tiempo había perdido a los seres que más quería. También a los que más odiaba. El  mundo se había vaciado de golpe. Mi cabeza

se había vaciado de golpe.

—Olga Montrel —dije—. Estaba muerta pero estaba viva.

—En efecto. Ese híbrido lo combina todo. Es una gran planta, un gran animal, un gran cerebro. Su potencial es infinito. Un arma invencible.

—Armonía natural —murmuré.

—Al cuerno la armonía natural. Alteramos la armonía para afinarle la inteligencia. Se la afinamos mediante el dolor. La torturamos para perfeccionarla. La azuzamos, la enfurecemos. Esa es la única función de esta guerra.

—¿Y nuestros muertos?

—Grandes héroes. Sirven a una gran causa.

—Están creando un monstruo —dije.

—Estamos creando a Dios —dijo el Mayor.

—Un Dios maligno.

—Un Dios celoso —rió el mayor, contoneando el cuerpo rechoncho. Pestañeó, se rascó la calva. No parecía uno de los creadores de Dios, sólo un militar estúpido y borracho.

Recordé la selva palpitante, la imagen de Olga como Juana de Arco en la hoguera.

—No podrán dominarlo —dije.

—Veremos. Hay maneras. Por eso necesitamos también gente como usted. Sobrevivientes. Una raza fuerte para un Dios fuerte. —Cada vez que decía Dios eructaba, o escupía, o ambas cosas.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —pregunté.

—No lo estoy. Aprendemos sobre la marcha. Jugamos a los dados con el universo. Claro que es peligroso, pero también es divertido.

—Una raza fuerte —murmuré—. Seres sin sentimientos.

—Así es. Después del 53, muchos comprendimos que los sentimientos son un obstáculo para la supervivencia. El mundo no es como antes.

—Un Dios celoso —dije estólidamente.

—El primer Dios verdadero en el espectáculo de la historia —eructó el mayor.

Mi imagen del circo se desvanecía. Los payasos se habían retirado. El público también. Sólo quedaba una carcajada flotando en el aire. La carcajada sonaba como un eructo.

—Lumdara —dije.

El mayor me miró inquisitivamente, un destello de ebriedad en los ojos.

—Lumdara —repetí—. Fue la palabra que usó Am-Bó. Significa Dios, o algo parecido. Él lo presentía, por eso no aguantó más.

—Lo presentía, ¿eh? Sí. Am-Bó era muy intuitivo. Brindo por él. Pudo haber sido uno de los héroes de la era de Acuario. Como ve, los sentimientos son un obstáculo. Es usted un hombre de suerte, Sikorsky. —Al pronunciar mi apellido se echó a reír—. Una época termina y otra empieza. La Tierra es un basural, pero en Acuario estamos creando a Dios.

Repitió la última frase varias veces. La voz le resbalaba, cada vez más aflautada e histérica.

—Olga está allí —dije.

—¿Montrel? Sí, y creemos que será una buena influencia sobre nuestra criatura.

Recordé a Olga hablándome en sueños. Tal vez no había sido un sueño.

—Los soldados no sueñan —exclamé.

—No crea —dijo el mayor, guiñándome el ojo—. Todos tienen sus debilidades.

—Suponga que no colaboro con ustedes.

El mayor D’Istórror se encogió de hombros.

—Sikorsky, todos somos desechables. Ya le he dicho, yo sólo obedezco órdenes. —Y añadió reflexivamente—: ¿Qué remedio nos queda, después de todo? Alguien o algo ordenó que fuera calvo. —Se tocó la cabeza—. Y lo soy. No depende de mí. Todos obedecemos, excepto Dios —eructó—. Aunque tal vez ahora también remediemos eso.

Le miré la calva. Me miré las manos. Estudié las arrugas de mis nudillos, la curvatura de mis uñas, el entrelazamiento de mis venas: una historia de cientos de millones de años.

—Alguien o algo —dije— ordenó que yo tuviera dos manos, y que tuviera cinco dedos en cada mano y una uña en cada dedo. Y obedezco.

—Exacto —dijo el mayor—. Todos obedecemos.

—Pero nada ni nadie puede haber ordenado que usted sea tan hijo de puta —añadí.

—Supongo que se requiere un talento especial —sonrió el mayor—. No se aflija. Usted también aprenderá, si se esmera.

—Esa selva es un milagro—dije.

—En efecto, y lo perfeccionaremos. Ese milagro será el arma definitiva.

—Dios mío.

—Bien dicho, Sikorsky. Veo que empezamos a entendernos.

Me eché hacia atrás en la silla. Me serví un trago. Recordé a Am-Bó muerto en el baño. Eran demasiadas revelaciones de golpe. Desde luego nadie me las creería si las contaba.

—No tengo escapatoria, ¿verdad?

El mayor se apoyó la mano en la cadera y ladeó la cabeza.

—¿Qué es esto, Sikorsky? ¿Una crisis de conciencia? Creí que usted era un mercenario.

—Sólo quería ir a Tahití —dije. Moví la cabeza con resignación. Extrañaba los viejos tiempos, cuando el mundo y yo éramos más sencillos.

—El mundo no es sencillo —suspiró el mayor—. Usted lo ha dicho, no tiene escapatoria. A menos que se esconda en Nueva Sumatra —rió—. Y no creo que sea su idea del paraíso.

—Usted sabe de historia —dije—. Cuénteme quién era Juana de Arco. Por qué la quemaron.

Al mayor le temblaron los labios. Meneó la cabeza.

—Es usted raro, Sikorsky —dijo al fin—. Pero le tengo mucha fe. ¿Brindamos de nuevo?

—Por su fe en mí.

—Bien dicho. Felicitaciones, vuelve al servicio activo. Pero ya no hará más misiones de alto riesgo. Quizá lo necesitemos para cosas más importantes.

Me guiñó el ojo y le devolví el guiño. Noté que yo también estaba borracho. No era sólo el alcohol. En poco tiempo había pasado de ser un paria a un elegido.

—Hasta pronto, Sikorsky —dijo el mayor—. Volveremos a vernos. Y quizá podamos hablar de Juana de Arco.

Brindamos por la era de Acuario. El mayor soltó un eructo que tal vez era una invocación. Cuando salí al pasillo, el guardia negro me esperaba para acompañarme hasta el vehículo. Me olió el aliento y sonrió. Me preguntó qué tal era la bebida y yo moví la cabeza aprobatoriamente.

—Yo sabía que a los pilotos les daban lo mejor —dijo el guardia.

 

 

En el pueblo nada había cambiado mucho en quince días, y era agradable estar de vuelta en un mundo conocido. Bajo las luces vibrantes, gente de todas las razas trataba de reducir la cuota de desesperación que le había tocado en suerte. Una muchacha de pelo rojo se me acercó en la calle.

—¿Por qué no damos la vuelta al mundo, soldado? —preguntó.

—El mundo está en mi cabeza —dije.

—¿Te parece? Tal vez un poco más abajo —me dijo, tocándome la entrepierna.

Le miré el pelo rojo. Parecía una llamarada.

—Ojalá fueras Juana —le dije.

—Puedo llamarme Juana, si te gusta.

—Juana en la hoguera —murmuré tocándole el pelo.

—Juana donde quieras. Todo depende del precio.

Retiré la mano. Retrocedí.

—Lo lamento —dije—. No es eso lo que buscaba. —Eché a andar calle abajo.

—¿Y qué buscabas? —rezongó la muchacha—. ¿El amor de tu vida?

Caminé hasta Mundos En Colisión y los genitales de neón me saludaron con espasmos eléctricos. Entré, pedí un trago y me puse a mirar las imágenes del mural de video. Máquinas chirriantes pistoneaban en la pantalla, alternando con escenas de sexo violento. Todo se movía al ritmo compulsivo de la música. Los mundos en colisión de mi cabeza bailaban al son de una voz que repetía «Tahití, Tahití, Tahití». A la tercera copa descubrí que esa voz era la mía. Alguien se sentó a mi mesa.

—Hola, rudo —saludó el alguien—. Tanto tiempo sin verte. Oí que tu amigo se curó el dolor de muelas.

Miré al querubín con desgano. Lo dejé hablar.

—Dejó los sesos desparramados en el baño —continuó—. No tenía muchos, ¿verdad?

Saqué un fajo de billetes del bolsillo. Era el dinero de mi última paga. Por alguna razón no soportaba tenerlo encima. El querubín miró los billetes con codicia.

—¿Qué nos pasa, rudo? ¿Esta noche queremos volar?

Envolví los billetes en los folletos neocristianos del doctor Gotnov.

—Esta noche queremos hacer algo por tu salud espiritual —respondí—. Que no es muy buena.

—Está a punto de mejorar —dijo el querubín, relamiéndose los labios. Tomó los billetes y echó una ojeada a los folletos—. ¿Qué se te ofrece? Por este fajo te puedo enseñar la historia del mundo.

—No me interesa la historia —dije—. Me basta con que te vayas y leas esas cosas. No te aburras demasiado.

El querubín miró los folletos con incredulidad.

—Te adoro, rudo —dijo, levantándose de la mesa—. Me parece que en el futuro creeré en Dios.

—Muchos creerán —dije.

Salí a caminar. Estaba mareado y las luces me herían los ojos. Entré en un callejón oscuro y vomité contra la pared. Alguien me insultó desde las sombras.

—Lumdara —repliqué, y recibí más insultos.

Tambaleándome, fui hasta la parada y tomé el ómnibus de regreso a la base. Por la ventanilla se veía Nueva Sumatra en llamas brillando en el horizonte.

—Buen espectáculo —comentó mi compañero de asiento.

—No es tan malo por ser gratuito —respondí.

Cuando llegué a la barraca, me tumbé en el catre y revisé rutinariamente mi equipo. Tomé el chaleco salvavidas y me imaginé arrastrado por el oleaje hasta una isla de palmeras y mujeres. Esa isla estaba a siete años-luz, pero en Acuario la corriente podía arrastrar a un hombre hasta Nueva Sumatra en menos de un día. Me adormilé. Soñé con Olga Montrel, que estaba muerta pero estaba viva. Olga era un enano amarillo con ojos llenos de piedad. Gemía, porque el fuego derretía esos ojos. Se retorcía en la hoguera extendiéndome brazos que eran ramas.

—No dejes que te conviertan en monstruo —dijo mi voz en el sueño.

—Un paraíso o un infierno —dijo la voz de Olga.

Desperté sobresaltado, jadeando febrilmente.

—Fue sólo un sueño —murmuré. Y agregué en voz alta—: Los soldados no sueñan.

—No jodas —dijo alguien en la penumbra—. Los soldados tienen que dormir.

Me puse el chaleco salvavidas y me levanté del catre. Salí de la barraca, aturdido. Escuché atentamente el rugido de los bombarderos que despegaban en la noche. Sentí un desgarrón. El desgarrón era la ausencia de Olga y la presencia de un dios celoso. Recordé al mayor D’Istórror diciendo que tenía mucha fe en mí y decidí que con el tiempo eso podría ser literal. Yo también jugaría a los dados con el universo. Había llegado justo a tiempo. Estaba muerto pero podía estar vivo.

Caminé por la pista. Sentía en la carne la mordedura de algo parecido al fuego. Nadie me vio cuando me acerqué a la baranda y me arrojé al mar. El agua tibia me envolvió maternalmente, aplacando esa sensación quemante. Flotando en el oleaje, miré con placidez el cielo borroso. Lumdara, murmuré. Allá entre las estrellas, en un grano de polvo ahora invisible, había una isla con palmeras y mujeres, pero Olga era más, mucho más que mi confidente y copiloto. Apreté con fuerza la foto en blanco y negro que ella me había dado. La corriente me arrastraba despacio hacia Nueva Sumatra. La hoguera cubría el horizonte y el mar resplandecía como fuego líquido. Creí oír de nuevo ese gemido animal, que poco a poco se convirtió en un susurro invitante.

Carlos Gardini

CARLOS GARDINI
(Buenos Aires, 1948 – 2017)

Narrador y traductor argentino, uno de los más talentosos en el género de Ciencia Ficción y Fantasía. Su estilo rico, refinado e inteligente lo llevó a desarrollar una gran trayectoria. En 1982 ganó el Primer Concurso del Círculo de Lectores con el cuento “Primera Línea”. Entre los miembros del jurado estaban Jorge Luis Borges y José Donoso. Desde entonces publicó varios libros de cuento y novelas, entre los que destacan Primera Línea (1983), Juegos malabares (1984), Tras los ojos de un Dios en celo (1996), El libro de las Voces (2001), Fábulas invernales (2004) y Belcebú en llamas (2016), mereciendo elogios de la crítica y diversos reconocimientos, entre ellos, el Más Allá, el Ignotus y, tres veces, el UPC. Durante 1981 y 1982 escribió crítica literaria en la revista El Péndulo, donde también realizó varias traducciones y publicó algunos cuentos. En 1986 la Universidad de Iowa le otorgó el título de Honorary Fellow In Writing y recibió la beca Fulbright para escritores. En 1987 participó como jurado en el concurso de cuentos Jorge Luis Borges, patrocinado por la Fundación Konex y el Fondo Nacional de las Artes.​ Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, japonés e italiano. También se destacó como traductor, profesión que ejerció durante varias décadas, realizando trabajos para la Colección Nebulae, Ediciones B y Ediciones Gigamesh, entre otros. Tradujo del inglés a autores como Henry James, Robert Graves, Cordwainer Smith, Isaac Asimov, J. G. Ballard, Charles Dickens, James Ellroy, Rachel Ingalls, Henry James, R. D. Laing, D. H. Lawrence, Ursula K. Le Guin, Tim O´Brien, Catherine Anne Porter, Dan Simmons, John Steinbeck, Gore Vidal, Kurt Vonnegut y una versión completa de los sonetos de William Shakespeare donde también aportó un prólogo y notas. Además fue el traductor al castellano del libro Pensar/Clasificar del autor francés Georges Perec. Falleció el 01 de marzo de 2017.

 

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