Cuestiones de oficio: Otros y otras que fuimos y que, también, podríamos ser

Vueltas en torno a los relatos de vida

por Silvia Itkin

¿Qué hay en autobiografías, diarios y memorias de parecido y diferente? ¿Será el trazo de las líneas que definen los contornos del yo? Tiempo y distancia entre nosotros y el objeto de nuestra narración; una familiaridad con lo narrado que funciona como pasaporte (ciudadanía) y también trampa, traición. Las memorias y las autobiografías a veces vienen cargadas de un yo rotundo, acabado (¡como si fuera posible!) y sentencioso. En el registro del día a día, en cambio, quizá anide una verdad a medio hacer que es lo más parecido a la vida: movimiento, tránsito, identidad en ciernes. Ahí están para deslumbrarnos El oficio de vivir, de Cesare Pavese; Diario, de Katherine Mansfield y Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia. Ahí están las épocas, las biografías, los deseos, los dolores, las compañías, las soledades.  

Hablaba Marguerite Yourcenar de esas “líneas sinuosas, perdidas al infinito, constantemente próximas y divergentes” presentes en toda vida: lo que creímos ser, lo que quisimos ser y lo que fuimos. Constituidos por esos retazos de lo logrado, lo fallido y lo pendiente, nos lanzamos a la aventura de escribir un fragmento (la foto completa es una ambición inútil) de la experiencia personal, género llamado autoficción, escritura íntima, relato de vida. En el documental Ficción Privada, Andrés Di Tella se para ante la historia de amor de sus padres (enorme y fecunda pregunta para la autoficción: ¿quiénes fueron esas personas antes de ser papá y mamá?) y afirma que lo que no sabemos, lo tenemos que inventar.

Podemos confesar que hemos vivido. Pero ¿con qué tono y con cuáles recursos llevaríamos a cabo esa confesión?

En 1977, el escritor francés Serge Doubrovsky se adjudicó la paternidad del término autoficción, y borró la identidad canónica autobiográfica entre autor, narrador y personaje. Reconstruimos con palabras algo que ya no existe; nuestros recuerdos no son copia fiel, no todo lo recordado sucedió tal como lo recordamos. Ahí, sostuvo, ya hay un principio de invención. La autoficción, dijo, le ha otorgado al lenguaje de una aventura, la aventura del lenguaje. La definición va del brazo con lo que afirma Amélie Nothomb: “La memoria es una aventura extraña”.

En esas aguas nada, patalea, bracea y flota el relato de vida. En las aguas de la memoria, del recuerdo, del retazo, del ramalazo del pasado, de lo que se revela para mostrarnos que el misterio siempre tiene un lado más. Lo que le da la literatura a la vida para ser contada son herramientas: le prepara el terreno, revuelve para escarbar. El yo y el nosotros no aparecen como afirmación, sino más bien como indagación (ahí viene prendida como abrojo la literatura). Escribimos esos relatos de vida para saber quiénes fuimos, quiénes somos, para reconocernos; ver la familiaridad como en fotografías viejas y, aun así, no estar seguros de quiénes son esos y esas (que nos incluyen).

En imágenes impresas o recordadas, en papeles sueltos, en cartas no siempre (co)respondidas, en libros dedicados, en diarios y memorias de otros, en cuadernos de cocina o hasta en libros contables hay registros históricos de nuestra vida. Dice Winston Manrique Sabogal: “No son autobiografías, no son diarios, no son memorias, no son actas notariales, no son biografías, no son ensayos novelados, no son novelas puras donde todo es imaginación. Pero también son todo eso. Es literatura”. Todas las formas parecen ser posibles para la narrativa personal. Pasemos lista rápida a modo de ejemplos de quienes se atrevieron a entrar a ese enorme parque de diversiones: El viaje inútil, de Sosa Villada; De vidas ajenas, de Carrère; Niño enterrado, de Cozarinsky; La nostalgia feliz, de Nothomb; Los Preparados, de Chilano; Chicos de Varsovia, de Wajszczuk; Músicos y relojeros, de Steimberg; El hijo judío, de Guebel; El libro de Tamar, de Kamenszain (que puede leerse en tándem con Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, su hijo, sobre Héctor Libertella, su padre y exmarido de la poeta); La chica del milagro, de Fanti; Mi hermano, de Kincaid; el luminoso y más reciente Se vive y se traduce, de Laura Wittner, leído como apostillas, apuntes, papeles encontrados, diario íntimo, y da cuenta de una comunidad de trabajo. También hay autoficción en Manuel Puig que recupera esas voces oídas, frescas, vitales, presentes en gran parte de su obra. Como en esa notable novela de Cynan Jones, Tiempo sin lluvia, donde las memorias de su abuelo granjero dan origen a la historia y la soportan como red. 

En Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan encuentra a su madre muerta. Ese cuerpo, que es y ya no es su madre, la empuja a una tarea cuyo esfuerzo también aparece en el libro: volver al origen, indagar quién fue su madre antes de serlo, oscilando entre la pesquisa, la investigación periodística, la biografía y la autobiografía, el texto está atravesado también por las dificultades del hacer, del escribir, de meterse con esos materiales filosos y calientes. Escribe: “Mi madre ha muerto, pero estoy trabajando con un material vivo”.

El género nos plantea unas cuantas preguntas: ¿Cuánto vamos a contar? ¿Cuánto vamos a exponernos y a exponer a otros? ¿Cuáles son los límites? ¿Cómo eludiremos una versión maniquea de la historia personal? ¿Cómo será el reparto de buenos y malos, víctimas y villanos? ¿O admitiremos haber sido un poco de todo en esa siempre renga coreografía familiar? ¿Cómo soportaré la mirada de los demás? ¿Será una mirada perseguidora (y conocida) en la nuca mientras escribo o compartiremos cierta compasión por lo vivido? 

En el tono está la intención: ¿traeremos del pasado un personaje (yo) con vozarrón? ¿Pedirá permiso para hablar y decir? ¿Disputará la memoria común? ¿Aceptará que es apenas una versión discutible de su propia historia? 

Si pensamos, como dice Alberto Giordano en Volver a donde nunca estuve, que los secretos de la familia son siempre a voces, entonces al escribir esta historia íntima nos ubicamos en el lugar de compiladores de lo que creemos saber, creemos haber escuchado, creemos haber hallado. Escribir es siempre una tentativa, una maniobra de aproximación. La ficción ordena, da sentido. Cuando se trata de la propia vida, entramos con la escritura es un proceso parecido al duelo (coincidimos con Piedad Bonnett), porque ese universo caótico e indescifrable empieza, por fin, a tener palabras para ser nombrado.

Intimistas, tristes, celebratorios (como En camping-car, del historiador francés Ivan Jablonka, sobre sus vacaciones infantiles), tiernos, dedicados quizá al personaje familiar que fue cimiento; en cualquier caso, estos relatos son para quien escribe una ventana abierta y para quien lee, una habitación revelada. Si pienso en la actitud, en la disposición emocional, mental y hasta física para escribirlos, pienso en este fragmento del poema Inherencia, de Mirtha Rosenberg: “… lo único/posible de las cosas es nombrarlas/en un rodeo sin fin mientras se mueven/de lugar.”

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