“Onetti es esa clase de escritor que busca un tono y, cuando lo encuentra, lo mantiene durante toda su obra y le define los argumentos”, anota Piglia en Teoría de la prosa. El tono, un elemento prosódico, una cualidad sonora, musical, vinculada a las inflexiones del habla, a los modos particulares de decir, es el que lleva el timón del relato. Esto es perfectamente aplicable a la obra de Rulfo y quizá se puede ver incluso con mayor claridad en los textos de él que en los de Onetti. Veamos. El tono de Juan Preciado en Pedro Páramo, ya desde el inicio (“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo”) o el del narrador de “La cuesta de las comadres” (“Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando”) o el del hermano de la Tacha en “Es que somos muy pobres” (“La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás”), o el del hombre que bebe cerveza caliente y le cuenta al recién llegado cómo es Luvina (“Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera”), el tono es el que define la forma (a veces caótica, digresiva, repetitiva, morosa) de estos relatos. La voz, la prosodia tan particular y compleja de esas voces está por delante de todo, lo impregna todo y es la que genera los efectos de sintaxis y la proliferación de hallazgos que caracteriza a la prosa rulfiana.
II
El oído para encontrar el tono y luego la fidelidad a ese tono es un camino posible para llegar, como pretendía Proust, “a inventar una lengua nueva dentro de la lengua”, o Deleuze: “una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada sino un devenir-otro de la lengua, una línea mágica que escapa del sistema dominante, que extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas, saca a la lengua de los caminos trillados y la hace delirar”.
III
Pero volviendo a Piglia/Onetti, ¿cómo es posible que el tono defina los argumentos? Es una afirmación arriesgada. Podemos aceptar sin mayor problema que el tono de nuestro narrador defina la forma, la textura, incluso la extensión de nuestro relato; las pausas, los cortes, las digresiones, las crispaciones o mesetas, los rodeos o las aceleraciones que esa voz le imprima a la narración, irán modelando nuestras frases, nuestros párrafos, estructurando nuestras páginas, componiendo nuestro relato. Pero ¿cómo es posible que esas modulaciones y cambios de ritmo definan lo que se está contando? Suena a disparate, al menos a exageración. Ahora bien, si pensamos que el tono de una voz expresa también una relación íntima e indiscernible con la historia que se está contando, la cosa cambia. En las modulaciones de la voz podemos percibir la relación que el narrador tiene con la historia que cuenta. Por ejemplo, el almacenero de Los adioses, apostado atrás del mostrador, a medio camino entre el pueblo y el sanatorio, ve llegar o pasar a la gente, los trata apenas unos minutos por día y con esos pocos datos que un enfermero o una mucama le brindan, sumado a una gran dosis de especulación de su parte, arma una trama y esa trama es la que cuenta y es la novela que leemos. Ese narrador ubicado en un determinado lugar fijo (un boliche al paso), que mira y habla de una manera particular, tiene con la historia una relación que lo involucra porque para él es un desafío acertar en los diagnósticos, lo que no sabe lo inventa y con eso le alcanza para arriesgar: apuesta consigo mismo cuánto tiempo va a durar un fulano que acaba de llegar, si se va a curar o no. Y luego festeja o se lamenta por sus errores o aciertos. Es decir, no hay materia narrativa sin esa perspectiva, el punto de vista es al mismo tiempo la condición básica para que el relato se desarrolle de la manera en que lo hace. Ahí está la clave y lo que termina por darle la razón a Piglia. La historia que leemos existe porque existe ese bolichero que mira y dice lo que ve, pero también conjetura o adivina lo que cree que está pasando. Arma una ficción dentro de la ficción. El argumento, tal como nos llega a los lectores, es ese personaje, o, dicho de otra manera, se define a partir del modo de ser (y de hablar, de conjeturar, de fabular) de ese personaje.
IV
“Si uno conoce cómo habla el personaje, conoce su psicología”, afirmó Borges. Un modo de hablar, una entonación, una psicología, un argumento contado de una manera única. Ese recorrido. La voz no se agota en la superficie del texto, no es la cáscara, ni un maquillaje, ni vehículo de enunciación, sino que se hunde y se entrelaza con el argumento hasta transformarlo, hacerse uno con él, e incluso definirlo. Dicho de otra manera, es la voz que trae el argumento, ha alcanzado la autoridad para contarlo.