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Literatura y deportes: Fiebre en las gradas

Por Alejandro Duchini

Fiebre en las gradas, que el escritor inglés Nick Hornby publicó en 2008, se convertirá –si no lo es ya– en uno de los libros emblemáticos sobre el fútbol. Son más de 300 páginas de pura pasión por el Arsenal inglés, al que sigue en las buenas y en las malas. 

Escribo esta columna mientras escucho 31 canciones en Spotify. 31 canciones se llama otro de los libros de Hornby en el que da cuenta de su otro gusto, la música. Así como con el fútbol en Fiebre en las gradas, en 31 canciones Hornby -profesor de Literatura de 67 años- cuenta por qué y cuáles canciones lo marcaron. Hornby pertenece a la cofradía de aquellos a los que se les nota que escriben sobre lo que les gusta. En 31 canciones va desde Bruce Springsteen a Santana y Rod Stewart. 

Pero volvamos a Fiebre en las gradas, cuya edición en español de Anagrama (se tradujo en el ‘92 pero a la Argentina llegó a mediados de los 2000) tiene en portada una foto suya de pequeño. El libro está dedicado a sus padres. Cuenta en sus páginas que cuando se separaron, la forma que encontró para mantener el vínculo paterno fue la cancha del Arsenal. O, por ejemplo, refiere a su fanatismo al contar que no sabe qué hacer el día en que su mejor amigo se casaba en el horario en que jugaba el Arsenal. ¿Qué era más importante para él? La respuesta no está flotando en el viento sino en el libro.

“Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo”, escribe en el inicio del libro. Cualquiera que ame a un club de fútbol sabe de qué se trata.

Fiebre en las gradas es para disfrutar: no tiene sentido leerlo para horrorizarse de lo que escribe Hornby. Se puede coincidir o no, pero es indudable de que es un libro visceral que a los futboleros nos sirve para entender que no estamos locos en lo que hacemos o sentimos por nuestros equipos. O sí, estamos locos, pero no está mal.

Leí Fiebre en las gradas después de mi divorcio. Me recluía en mi departamento de soltero para leer lo que no podía leer antes, o para pasar el tiempo sin mis hijos de la mejor manera posible. Llegaba a leer dos o hasta tres libros diarios cuando estaba libre. Leyendo ese libro entendí que no estaba mal aquello que la sociedad pensante cuestionaba: ser un fanático futbolero. Seguí yendo a la cancha, pero sin cuestionarme ciertas costumbres. Porque la cancha me permitía en algún punto seguir siendo el pibe o el adolescente que había sido, ahora con hijos y con unos cuantos años más. Con el tiempo, el fútbol sería (es) otro lugar de encuentro con la gente que quiero.

Hornby escribe que “hay una cosa que tengo por segura en esto de ser un hincha: no se trata de un placer indirecto, a pesar de que todo parezca indicar lo contrario. Los que digan que prefieren jugar, en vez de ir a ver un partido, yerran por completo. El fútbol es un contexto en el que ver se convierte en hacer, y no en el sentido aeróbico del término, ya que ver un partido, fumar como un descosido mientras dura el encuentro, beber después del partido, comer patatas fritas en el camino de vuelta a casa, seguramente son actividades que no te harán ningún bien, como sí lo haría un poco de ejercicio al estilo de Jane Fonda, o como se supone que hace bien corretear de un lado a otro por el campo. Pero cuando se da un triunfo de uno u otro tipo, el placer no irradia de los jugadores a los hinchas, no llega de forma pálida y aminorada hasta los que estamos al final de las gradas; nuestra diversión no es una variante aguada de la diversión del equipo, por más que sean los jugadores los que marcan los goles y suben después las escaleras de la tribuna de Wembley para recibir el saludo de la princesa Diana”.

Y después: “Cuando se produce una derrota desastrosa, la tristeza que se apodera de nosotros es, en efecto, una forma de autocompasión. Todo el que aspire a comprender de qué manera se consume el fútbol tiene que entender esto antes que ninguna otra cosa. Los jugadores no son más que nuestros representantes, elegidos por el entrenador y no designados por nosotros, a pesar de lo cual siguen siendo nuestros representantes. A veces, si uno mira con verdadero tesón, logra ver las barras que los unen línea por línea, y los mangos que desde la banda nos permiten moverlos. Soy parte del club tal y como el club es parte de mí, y lo digo a sabiendas de que el club me explota, de que no tiene en cuenta mi punto de vista, de que a veces me trata como a un cero a la izquierda, de manera que mi sentimiento de conexión orgánica con el club no tiene nada que ver con la tozudez, la confusión y otros malentendidos sentimentales en torno al funcionamiento del fútbol profesional”.

Sobre las páginas finales de Fiebre en las gradas, Hornby da cuenta del paso de los años, de cómo cambió su vida, de qué cosas hace ahora que antes no. Habla de sus lecturas, de sus obligaciones. De sus amores. Pero siempre, insisto, con el fútbol como telón de fondo. Pensando en su pasión, recordando su vida en palabras (Spinetta cantaba “toda mi vida resbala en seis cuerdas”), escribiendo una suerte de ensayo, Hornby hace una obra maestra que nos lleva a las ganas de leer sus otras novelas. 

Porque el fútbol sirve para otras cosas: en este caso para descubrir las historias. Así que aprovecho al fútbol (que siempre aprovecha de mí) para recomendarles que lean a Hornby. Lean su Alta fidelidad, Un gran chico, su irónica Cómo ser buenos o Todo por una chica. Y tantos, tantos más. Sus columnas en distintos medios, que se encuentran en Google. Pero sobre todo lean –más allá de si les gusta el fútbol– Fiebre en las gradas.

Por pequeños textos como éste: “en el partido contra el Aston Villa (…) mi vida entera pasó ante mis ojos. Empatamos a cero con un equipo de medio pelo, en un partido absolutamente insignificante, delante de una multitud inquieta, a veces enojada pero en su mayor parte tolerante, y hacía un frío tremendo, como sólo ocurre en lo más crudo del invierno… Lo único que faltó fue Ian Ure y una de sus pifias, y también mi padre, gruñón y mosqueado, medio muerto de frío en el asiento de al lado”.

Así es, amigos… Por textos así les recomiendo que lean Fiebre en las gradas.

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