Perfiles: María Elena Walsh
Maestra de lo versátil
Por Natalia Neo Poblet
El folclore es la infancia de los pueblos.
Su lengua de infancia, su lengua musical, su lengua de origen, su lengua política, feminista, su lengua de mujer. Ella le cantó a cada niño y a cada adulto sin moral ni moralejas. Precursora, revolucionaria, innovadora. Pasa de una lengua adulta a una lengua de niño: libre, en movimiento que rompe con las significaciones establecidas. Su escritura pasa por debajo del lenguaje hegemónico y lo hace trastabillar. Logra su potencia al priorizar la musicalidad antes que el sentido.
¿Quién no escuchó los temas de María Elena Walsh?, ¿quién no la sigue recordando?
Nació en 1930. Su padre era inglés, trabajaba como contador en los ferrocarriles, y fue quien le contagió la pasión por la lectura, la música, la cultura y el cariño al equipo de fútbol Ferrocarril Oeste. Su madre, ama de casa. Vivían en el Oeste, en Ramos Mejía. La ventana de la cocina daba al patio y desde ahí su madre la veía andar en bicicleta, patinar, pelotear, jugar con el perro y darle de comer a las gallinas. Se tomaban el tren hasta Once y luego un taxi para ir al teatro y al cine en el centro y a la Confitería Richmond de la calle Florida. En estas salidas descubre su pasión por el music hall. Ese descubrimiento en la niñez fue lo que dio inicio a su versátil trayectoria. Su adolescencia también dejó su huella porque coincide con la mudanza que tiene que emprender la familia, una casa más chica y sin patio, producto de unos negociados inmobiliarios en la zona. Este momento marca el fin de su infancia y la lleva a refugiarse en los libros. Ese ensimismamiento despertará su emancipación y su mirada política.
Fue una visionaria y una artista. Esa combinación hizo que empezara a escribir a los 14 años y a sus 17 publique su primer libro de poemas: Otoño imperdonable, tras la muerte de su padre. El primer poema, Dedicatoria, que encabeza el libro, está destinado a uno de sus primeros amores: Elba Fábregas, una compañera del colegio. Ese libro cautivó y recibió el apoyo de Jorge Luis Borges y de Silvina Ocampo. En esa época le publican sus poemas en la revista El Hogar y en el diario La Nación, donde le pagan y comienza a deslumbrarnos con su brillo y su audacia. Hasta ese entonces eran los hombres los que escribían. Una vez más María Elena Walsh es de avanzada y continúa rompiendo estructuras porque a sus 18 años viaja a París con su pareja Leda Valladares, artista tucumana, con quien forma un dúo folclórico.
Esos años de andar conquistando escenarios en Europa y Argentina con la folclorista seguramente fueron la semilla que la llevaron a pensar que “la poesía infantil está en los versos del folclore. Lo popular expresa la infancia de un pueblo a través de una sencillez y una sabiduría que están siempre al margen de lo que llamamos el mundo de la cultura”. La poesía nace con un pueblo porque nace con la lengua que se habla. En tanto el pueblo hace una lengua hablada, la poesía teje su oralidad. La poesía y el pueblo son potencia, porque donde la razón no alcanza, la voz poética canta su política.
Decía que la poesía tenía que entrar en el recreo, piensa la literatura como un juego. La poesía rompe con el binarismo, muestra lo indecible y trasciende el espacio geométrico. Propicia otra lengua dentro del lenguaje mismo. Mientras la significación encierra, la poesía revela.
La obra de María Elena Walsh es un trabajo minucioso en el que va trabajando sus reminiscencias de su niñez. En definitiva, la infancia es un recuerdo y ella hace de eso un oficio. “Es un período lleno de miedos y de incertidumbres que el recuerdo y la vida vivida van tapando a medida que pasa el tiempo hasta que, desde la situación de adulta, solo queda el recuerdo del amparo, de esa burbuja llena de gente querida que te hace suponer, con razón, que nunca más vas a tener esa sensación de eternidad donde todo es juego y algarabía”.
Durante los años 70 había muchos prejuicios hacia aquellos que escribían para niños. María Elena Walsh logra con su tinta dibujar el hilo que sostiene su niñez. En esa época se destacaban Lewis Carroll y Juan Ramón Jiménez, con quien convivió por seis meses en su casa de Maryland (Estados Unidos) en el año 1948. Su escritura se destaca por tener humor, imágenes absurdas y el nonsense en algunas palabras. Rompe la escritura hegemónica del universo infantil.
María Elena Walsh intervino en diferentes universos. Reforzada con los años su mirada política decide en julio de 1978, en plena Copa Mundial de Fútbol, no seguir componiendo ni cantar más en público. A la vez, varias de sus canciones se volvieron un símbolo de la lucha por la democracia, como el tema Como la cigarra. En los últimos años de la dictadura vivió presiones por parte del Gobierno Militar y algunas de sus canciones entraron en las listas negras. El 16 de agosto de 1979 escribe en el diario Clarín una famosa nota titulada: Desventuras en el jardín de infantes, en la que denuncia lo siguiente:
Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca, ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista!, estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos del dibujo de Quino que se preguntaban: “¿Nosotros qué éramos…?”.
No perdía oportunidad para decir y escribir lo que pensaba y defender las identidades, la libertad y la memoria. En 1996 publica en el Diario La Nación un texto, con un temple humorístico, sobre la importancia de sostener la identidad de la lengua cuando los fabricantes de computadoras quisieron imponer el proyecto de comercializar teclados sin la letra “ñ”. Ella hacía un ajustado uso del humor para decir lo que pensaba en un mundo comandado por hombres.
Leer a Jean Genet y El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir la marcaron. Ya de niña, le habían hecho sentir esa diferencia desigualada entre los sexos cuando no la dejaban ser abanderada por el peso de la bandera, eran los varones quienes tenían que llevarla y ella terminaba siendo siempre escolta. Del mismo modo dice que las cosas que fue haciendo y logrando a lo largo de su vida siempre estuvieron teñidas de culpa por ser mujer. Advertida de esa diferencia, sabía que el noviazgo y el matrimonio con un varón se construían a partir de una serie de imposiciones y opresiones a la que no estaba dispuesta a resignarse.
Hay algo de la integridad moebiana en María Elena Walsh, entre la niñez y la adultez; entre lo individual y lo social. Era antiperonista, pero no gorila. Era una figura pública, pero quería pasar desapercibida. Vivió su sexualidad sin ocultarla y se anticipó a los funcionamientos de los medios de comunicación. Le costaba aceptar las invitaciones que le hacían las figuras de la década de los 80 y de los 90, pero iba. Se dejaba entrevistar y no dejaba de decir lo que pensaba. No se callaba, pero no agredía. María Elena Walsh inaugura campos de libertad, altera lo esperable y rompe con lo instituido. No viene a enseñarnos nada, pero nos anoticia de que la forma en la que pensamos es como vemos el mundo.
En el año 2008 escribe su último libro narrativo: Fantasmas en el parque, libro a modo de anotaciones personales, recuerdos, anécdotas con Silvina Ocampo, Borges, Gabriela Massuh y otros. Cuenta sobre su enfermedad, las operaciones, los bastones canadienses, la relación con los gatos, con los vecinos, con el Parque las Heras y su amor a Sara Facio, su compañera a lo largo de 30 años. Libro que me llevó a releerla, a volverla a escuchar y a repensarla porque no hay adultez sin infancia y no hay infancia sin María Elena Walsh. Ella es nuestro folclore.
Foto: Fundación María Elena Walsh