“La muerte corta cabezas con su filosa guadaña”
Katherine Anne Porter, la retratista del mal
Por Laura Galarza
“La niñez es el horno en el cual nos fundimos hasta quedar reducidos a la esencia, que se moldea para siempre”, escribió Katherine Anne Porter (Callie Russel su verdadero nombre) que fue la tercera de cinco hermanos. A sus dos años, la madre murió luego de tener al último hijo. Su padre se mudó de Indian Creek a Kyle, en Texas, a la casa de su madre Catherine Anne Porter (de quien Porter, años después tomará su nombre). La abuela, ya viuda, era una mujer fuerte que dividía su tiempo entre la casa y la granja en las afueras. “Los chicos deben ser vistos, pero no oídos”, vociferaba. En la serie de cuentos autobiográficos con su alter ego Miranda como protagonista, esa abuela siempre anda vociferando: “De este modo y no de otro deben hacerse las cosas”. Pero Porter se describió a sí misma como una chica precoz y rebelde que leía a los 3 años. En una entrevista publicada en el Post de Nueva York el 6 de mayo de 1937, declaró que a los 6 años “escribió, encuadernó e imprimió a mano lo que llamó: “Una Nobela (sic) : el ermitaño de la caverna de Halifax” y al parecer la representó en el jardín delantero de la casa en Kyle frente a otros niños vecinos. Dijo que a partir de ese momento la escritura fue para ella “una ocupación básica y absorbente, la línea intacta de su vida”. Porter tenía 11 años cuando su abuela muere y queda huérfana por segunda vez. “Morir era algo que ocurría constantemente a las personas y a todo lo demás”, dice Miranda en el impresionante cuento “El viejo orden”, donde antes de salir de viaje con su familia entierra un pájaro que cree muerto dentro de una caja, hasta que un rato antes de partir cree escuchar un sonido que viene de bajo tierra.
La obra de Porter está enhebrada con sutileza, pero sin piedad, por la experiencia infantil de la soledad y la pérdida. Hay otros dos cuentos inolvidables en ese sentido. “El tortuoso camino de la sabiduría”, donde Stephen, un niño, escucha que su padre dice de él a su mujer —madre del niño—: “Estaríamos mejor si nunca lo hubiéramos tenido”. Stephen es sometido a experiencias que deberían ahorrársele a un niño para no dañarlo. Un día, por fin, aparece un destello de luz. Su amiguita adorada acepta ir a jugar a su casa. Hasta que a ella se le antojan unos dulces y Stephen se da cuenta de que no va a poder satisfacerla. “Stephen en silencio, comprendió una espantosa verdad y un sentimiento de impotencia lo embargó. No tenía dinero para comprar orozuz para Frances y ella estaba cansada de los globos. Esta era la primera angustia real de su vida; en un minuto envejeció por lo menos un año mientras se acurrucaba concentrando los ojos profundos, serios y azules con profunda angustia”.
Sin el sostén y la autoridad de la abuela, el padre de Porter deambuló por todo el estado de Texas con sus hijos a cuestas, una vida errante que llevó a Porter a buscar su propio destino. A los 16 se casó con un joven hijo de una familia ganadera de la zona, pero no soportó y se divorció a los 3 años. Viajó a Chicago y al regreso, trabajó como actriz y cantante escandalizando a la comunidad. Imaginen: divorciada y artista. En varias ocasiones estuvo severamente enferma, y a punto de morir. Una de ellas fue en la epidemia de gripe española de 1918 Sobre esa experiencia está inspirada su nouvelle más bella, “Pálido caballo, pálido jinete”, título extraído de un negro spiritual que se cantaba en las plantaciones: “…la muerte que corta cabezas con su filosa guadaña…”. En ella Miranda se enamora de Adam un joven soldado, pero la guerra y la gripe se interponen. Es notable cómo Porter logra la inmersión de Miranda en estados de ensueño y delirio provocados por la enfermedad. La nouvelle tiene un clima oscuro y onírico, repleto de momentos bellos y sabios; epifánicos. “Veía con una angustia nueva el mundo opaco al que estaba condenada, donde la luz parecía velada por telarañas, todas las superficies brillantes deterioradas, los contornos abruptos derretidos y amorfos, todos los objetos y seres intrascendentes, ah las cosas muertas y marchitas que se creían vivas”. Porter que tenía 28 años sobrevivió a la gripe, aunque quedó calva y nunca más recuperó su cabello que creció blanco de ahí para siempre y perdió cuatro embarazos.
Cuando sus cuentos y nouvelles fueron compilados, le otorgaron el National Book Award en 1965 y el Pulitzer en 1969.
Pero un poco antes, en 1962, su única y extensa novela La nave de los locos y en la que trabajó a lo largo de 20 años, se convirtió en best seller y fue el libro más vendido ese año. Cuando editores y amigos le pedían que renunciara a escribirla, más insistía Porter, ella se propuso condensar el mal del mundo en un viaje en barco. Situada en agosto de 1931, el trasatlántico va de México (territorio venerado por Porter, y escenario de mucha de su ficción, sobre todo la frontera cercana a su oriunda Texas) a Alemania. Las clases del barco replican las clases sociales y afloran el lastre y la miseria que cada viajero cosechó a lo largo de su vida y que allí en medio del océano empiezan a revelarse de un modo nuevo. El libro hizo que Porter —hasta ese momento escritora de culto, mentora de grandes como Eudora Welty, adorada por Carson McCullers— se volviera popular. Quienes somos fanáticos de la serie Mad Men ambientada en los sesenta, donde aparecen libros emblemáticos de la literatura norteamericana, no olvidaremos a Betty Draper —ícono de la mujer burguesa, frívola e insatisfecha con su vida— leyendo en su mullido sillón The chip of foods. Porter dijo: “Es la historia del choque criminal de la gente buena, inofensiva, con el mal. Ocurre debido a la inercia y a su incapacidad para ver aquello que sucede delante de sus ojos. Lo vi en Alemania y España. Lo vi con Mussolini”. Fue su único éxito popular. Al final dijo: “terminé la maldita cosa”. El éxito de la novela finalmente le dio seguridad financiera: vendió los derechos cinematográficos por medio millón de dólares.
Durante sus últimos años vivió entre Europa y México, donde volvía porque creía que allí “aún había salvación”.
Porter siguió escribiendo hasta su muerte en Silver Spring, Maryland, el 18 de septiembre de 1980. Tenía 90 años.