Lo importante es que la gente sepa

Carson McCullers y su teoría

Por Laura Galarza

Carson McCullers y su teoría

Ph: Carl Van Vechten

El editor desde su sillón en algún rascacielos de Manhattan, no da crédito a lo que lee: “El tema principal de este libro, expuesto en las doce primeras páginas, es la rebeldía del ser humano contra su aislamiento interior y la necesidad que siente de una expresión personal lo más plena posible”.

La que escribe es una chica de 19 años, Carson Lula Smith. Nació en 1917 en Columbus, un pueblo del Sur. Adjuntó, al manuscrito del avance de su novela, un plan de trabajo. “Este libro se completará en todas sus frases. No se dejará ningún cabo suelto y al final habrá un sentimiento de conclusión equilibrada”.

El editor vuelve al comienzo de la novela: “En la ciudad había dos mudos, y siempre estaban juntos”.

Al día siguiente, envía a esa chica 500 dólares en concepto de adelanto y le pide que termine lo que empezó.

El editor era Robert Linscott, y la novela que finalmente se publicó el 4 de junio de 1940, El corazón es un cazador solitario, primer libro de Carson McCullers, porque para entonces la chica ya tenía 23 años y había tomado el apellido de su esposo. La novela se convirtió en un debut literario fuera de serie por la calidad de la obra en alguien tan joven. También por la originalidad. El protagonista era uno de aquellos dos sordomudos del comienzo, al cual algunas personas visitan para confesarle sus pesares y deseos ocultos. Esta paradoja —un sordo que escucha la profundidad del alma— se convertiría en el sello McCullers: la incapacidad del ser humano es emocional. 

En sus ensayos sobre literatura, la autora revela que esa rareza, a veces también interpretada como “crueldad” de la cual se la hace responsable a ella y a otros integrantes del gótico sureño como William Faulkner, Flannery O’Connor o Erskine Cadwell, no es más que una técnica. “Se trata de hacer una yuxtaposición audaz y en apariencia insensible de lo trágico con lo humorístico, de lo grandioso con lo trivial, lo sagrado con lo licencioso; se trata de detallar el alma entera de un ser humano de manera materialista”. ¿A qué se refiere McCullers con esta aseveración?

En su cuento “Dilema doméstico”, un padre llega agotado del trabajo cuando se da cuenta de que, otra vez, su esposa alcohólica descuidó a los niños, que entre otras cosas estuvieron a punto de electrocutarse. Además, el varón lloriquea por un diente flojo. Lleno de ira, el padre se lava las manos, y lo llama desde el baño. “Vamos a ver ese diente”, dice y, sentado sobre el inodoro, pone a su hijo sobre sus rodillas. “La boca del niño estaba abierta y Martín agarró el diente. Un meneo, un tirón rápido y el blanco dientecito de leche estaba afuera. El rostro de Andy en el primer momento estaba entre aterrorizado y atónito y encantado. Tomó un sorbo de agua y escupió en el lavabo. “Mirá papá, es sangre”.

Toda la situación es una mezcolanza emocional. De manera inconsciente, después de sonreír, el lector se siente culpable. Ambos afectos —gracia y culpa— se experimentan al mismo tiempo. La autora informa sobre esa confusión de valores, pero no se hace responsable. Ahora bien, lo acabamos de ver: el padre descarga la frustración por esa vida que lleva sobre su hijo, condensado en el acto de arrancar un diente. Y desde el comienzo del relato, McCullers se ocupa de pasar la información necesaria para que ese acto en apariencia trivial y doméstico, se convierta en otra cosa. Fruto de esa operación magistral de condensación de sentido, el lector asiste impertérrito a la violencia soterrada que opera en los núcleos familiares y, por añadidura, en la sociedad toda.

La obra de McCullers está llena de esos momentos que quedan en la memoria corporal de quien lee, como una vieja callosidad. En Reflejos en un ojo dorado, su prologuista cuenta cómo una escena de la novela quedó viva en ella por siempre. Aquella donde la esposa después de cenar con su marido y la amante de éste sin perder la compostura, vuelve a su casa y se corta los pezones con una tijera de podar.

Esos actos resultan despiadados porque McCullers los pone en una sola frase y sigue de largo en el texto sin hacer comentarios ni cambiar el tono. No hay compasión, ni empatía, y como consecuencia, el lector experimenta los efectos de la lectura con una fuerza casi física. De repente, la normalidad se trastoca y hace surgir el estupor. El premio es que seguido a esas escenas alguna revelación acontece.

Otras veces, McCullers logra ese mismo efecto, con una estrategia narrativa totalmente diferente. Con morosidad, va creando situaciones epifánicas, rebosantes de lirismo que funcionan como instantes bisagra en el despertar a la vida. Una de mis preferidas es la del cuento “Sin título” (rescatado por su hermana para la recopilación póstuma The Mortgaged Heart). En ella, dos hermanos, Andrew y Sara, construyeron con sogas y una lona vieja, un avión sobre la hamaca del jardín trasero. Por turnos se suben a él mientras el otro lo empuja. “¿Crees que llegarás hasta Atlanta o Cleveland?”, dice la más pequeña. En cada intento por levantar vuelo, el artefacto se va destruyendo. Y los niños quedan heridos, nada grave, rasguños, moretones. Marcas en el cuerpo. Ellos saben, en el fondo de su corazón, que no van a volar, sin embargo, persisten con entusiasmo. “Todos sentían que había algo delirante en aquel día. Como si estuvieran aislados del resto del mundo y nada les importase excepto lo que ellos cuatro planeaban y preparaban en el patio tranquilo, bañado por el sol. Como si nunca hubieran querido otra cosa que, con el planeador, remontar el vuelo desde la tierra hasta el cálido cielo azul”.

Es tal el clima que se crea en el relato, construido con delicadeza y detalle, que el lector también llega a creer que el avión levantará vuelo. Al menos, desea que lo haga. Por esos niños, pero también por él mismo y los propios sueños olvidados. Es así que el acto de la lectura produce —oh maravilla— la aparición en la superficie de eso que con frecuencia se olvida: la fuerza del deseo. Alrededor de un avión de fantasía, McCullers logra una expansión del sentido hasta develar algo del misterio de la vida. ¿Qué hace que algo sea real?

Al final de El corazón es un cazador solitario, dos de sus personajes discuten sobre la miseria del mundo, hasta que uno dice: “La única solución para no seguir siendo oprimidos, es que la gente sepa”. Los finales de McCullers son estallidos de sabiduría. De modo tal que la experiencia de leerla se asemeja a beber un cóctel de dibujo animado, esos de colores raros y espumas que provocan transformaciones locas.

Y el lector puede, por ejemplo, haberse convertido en Mick, la protagonista adolescente trepada al tejado: “En el hecho de subir a la cima había algo que le hacía sentir una emoción salvaje, así como el deseo de gritar o cantar o levantar los brazos y echar a volar”.

Entonces el lector cierra el libro, y desde las alturas, ve el mundo con ojos nuevos.

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