Entrevista: Martín Felipe Castagnet

La ventaja de no saber cómo termina la historia

Por Anahí Flores

La ventaja de no saber cómo termina la historiaMartín Felipe Castagnet es escritor, traductor y editor. Su novela Los cuerpos del verano ganó el Premio a la Joven Literatura Latinoamericana y fue traducida al inglés, al francés y al hebreo. En el 2017 publicó la novela Los mantras modernos y fue seleccionado por el Bogotá39 como uno de los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años. En el contexto de pandemia, organizamos una entrevista a través de una videollamada. Mientras lo veo aparecer del otro lado de la pantalla, pienso que en sus novelas las computadoras tienen características particulares: en Los cuerpos del verano los monitores orbitan, se suspenden en el aire; en Los mantras modernos se desinflan. Me pregunto cómo verá él su propia computadora ahora, durante nuestra charla, pero dejo de lado esa duda y empiezo la entrevista por su primera novela.

—En Los cuerpos del verano construiste una realidad donde los muertos pueden reencarnar en cuerpos en desuso. Para armar esta realidad introdujiste nuevos términos y conceptos. Todo ese ambiente distópico habría sido apenas un ambiente si no tuviera la historia de Rama. ¿Qué cuidados tuviste para equilibrar entre el armado del mundo y la historia de Ramiro, y que una cosa no ahogue la otra?

—Creo que ese problema que me señalás es un problema típico de la ciencia ficción. De hecho, tiene un término en inglés que es infodumping que aplica a cualquier género pero especialmente a la ciencia ficción, que se supone que se refiere a mundos nuevos, mundos creados de cero de los que el lector espera una explicación de pretensión científica o verosímil. Lo que yo intento hacer siempre es ir saltando de una cosa a la otra, o sea de la construcción del mundo a la construcción del personaje principal. Intento tomar esos dos bloques y que ninguno me absorba por completo. Y no es que yo pueda decir “Bueno, ya terminé de armar esto, entonces recién ahora paso a lo siguiente”. Intento hacerlo de manera metódica. Lo suelo trabajar bastante en mi cabeza, más allá de anotarme ideas en un cuadernito que va cambiando pero que siempre tengo a mano, iba a decir “Sobre todo cuando viajo” pero es “Sobre todo cuando viajaba”; en cualquier caso, siempre tengo conmigo el cuaderno para anotar ideas, después en la computadora ya voy probando una página, sobre todo buscando el narrador, buscando el tono, pero todo eso como material previo. En el caso de Los cuerpos del verano, primero partí de la idea general de la posibilidad de estar en internet, pero al inicio no desarrollé un mundo alrededor, no había llegado a la idea de reencarnar en cuerpos en desuso. Lo que hice fue imaginar quién iba a ser el protagonista, qué clase de sufrimientos y peripecias iba a tener. Luego fui puliendo la idea de que no se quedarían en internet sino que iban a reencarnar en un cuerpo. Yo no quise concentrarme en lo que los llevaba a vivir en internet, sino en la segunda parte de la idea: qué es lo que pasa una vez que termine esa primera idea, la de vivir en internet. Ese es un método mío: llegar al final de una idea y empezar a pensar la historia desde ese final. Por ejemplo, Jurassic Park yo la hubiera empezado a escribir desde el punto en que el parque de dinosaurios se vino abajo. Llego al final de una idea y cuando entiendo que esa idea a nivel narrativo terminó, bueno: empiezo desde ahí. Porque ahí tengo un sustrato, que es lo que me permite construir un mundo con historia, y un personaje con historia personal. Y con la ventaja (aunque para algunos sería desventaja) de no saber cómo continúa esa historia. Haciendo eso de comenzar en el límite de todo lo que logré imaginar, recién ahí empiezo a escribir la historia de lo que pasa después. Creo que de esa manera logro equilibrar la historia pública con la historia de ese personaje. Sigue siendo un desafío, en cualquier caso, el problema de cuánta información tirar. Si volvemos a este esquema bipartito del mundo versus personajes, siempre se comienza desde los personajes porque es desde donde el lector puede empatizar e identificarse. En las novelas de ciencia ficción hay que luchar sobre todo contra esa urgencia por poner todo sobre el mundo en las primeras páginas, porque atora a cualquier lector. En especial los neologismos y los conceptos con mayúscula. Si las primeras páginas tienen mucho de eso, básicamente le estamos pidiendo demasiado al lector. Yo creo que hay que pedirle y exigirle al lector, pero hay que domesticar esa ansiedad por volcar toda la idea del mundo al inicio, porque termina expulsando al lector.

—En tu obra hay mucha alusión a lo oriental. El origen del término “flotación” viene de un concepto japonés, según nos explica un personaje de tu primera novela. Otro término proveniente de la misma lengua es “koseki”, y si no me equivoco das talleres de literatura japonesa. Además, hay muchas alusiones a la India: mantra, del sánscrito y que significa “instrumento para parar el pensamiento”; bindi —que se traduce como gota— y finalmente los panchamas, que es uno de los nombres que se le da a la clase social más baja de la India, tanto que está fuera de las castas. Todo esto aparece distribuido en tus dos novelas. ¿Cómo es tu relación con lo oriental y cómo sentís, vos, que eso influye en tu escritura?

La ventaja de no saber cómo termina la historia—Los escritores robamos, no estoy diciendo nada nuevo. Les estoy robando a otras personas al decir que nos enriquecemos cuanto más robamos. Pero intento prohibirme robarles a los más conocidos, no porque me descubran (porque un escritor lo que más quiere es que lo descubran, es como un policial al revés), sino por evitar el lugar común. Si yo abrevo en las aguas que todo el mundo está bebiendo, eventualmente todos vamos a escribir sobre lo mismo. Entonces, ir a un lugar que no está tan transitado tiene beneficios. Esa es la parte electiva, la parte que uno decide motu propio. Hay otra que tiene que ver con los gustos, las obsesiones, la formación, es un cúmulo de cosas que en mi caso incluye la vida universitaria pero por supuesto que la supera, porque acá estoy poniendo realmente todos los productos culturales que influyeron en mi vida. Con respecto a Japón, junto a mi hermano, como les pasó a tantas personas de mi generación, encontramos en la animación japonesa algo distinto, atrevido, renovador, y nos dimos cuenta de eso sólo con ver los programas de televisión (no por analizarlos o intelectualizarlos). Había algo que nos estaba hablando, lo que quizás no pasaba con otros tipos de producciones. Por otro lado, el día antes de cumplir 16 años, me llamó mi abuela por teléfono y me dijo: “¿Mañana querés empezar japonés conmigo?” Y yo por supuesto le dije que sí, claro. Uno a los 16 años tiene más libertades de tiempo comparado con otras circunstancias de la vida, así que empecé a ir todas las semanas a estudiar japonés. Eso me llevó a estudiar la cultura japonesa. No de manera tan constante, pero sí de una manera permanente; siempre había algún curso de cultura japonesa, y eso me llevaba a ver películas. Así desarrollé un gusto por lo japonés que me permitió conectar el gusto adolescente por el animé con el gusto ya más ligado a la literatura. Y nunca lo abandoné. Cuando escribí Los cuerpos del verano, ese gusto por lo japonés me permitió ver que no había ese tipo de relación dentro de nuestra literatura. Así como en el siglo XIX nuestra literatura copiaba a los franceses, o se inspiraba en ellos, y en el siglo XX pasó lo mismo con la literatura norteamericana, yo empecé a tomar de la cultura japonesa una influencia, como para tener inspiración, nunca como algo fiel, algo monopólico, que termine siendo una reescritura de temas japoneses, sino al revés: utilizar algunos conceptos que estaban dando vuelta en mis lecturas y asimilarlos a mi propia idea latinoamericana de lo que podría ser la ficción. Después me di cuenta de que no estaba solo, porque en estos últimos años surgieron varios proyectos de autores y editoriales que apuntan en ese sentido.

—Hay árboles genealógicos en ambos libros. Como tapices que muestran el parentesco entre los personajes en uno, y como la mención de los diferentes lazos familiares en el otro. También hay un enredo de generaciones: en algún momento se dice que en adelante no habrá generaciones sino multiplicaciones. ¿Armar el árbol genealógico de un personaje te ayuda a darle cuerpo, a hacerlo verosímil?

—Creo que ese interés por la familia viene de parte de mi papá, que es un genealogista amateur. Su hobby es documentar la historia familiar y el árbol genealógico cada vez se enriquece más. Lo menciono porque es una marca de identidad. A nivel literario, yo no diría que pienso las familias para darles más cuerpo a los personajes. La familia es algo que está en crisis porque se está reformulando. Lo que consideramos familia cada vez se complejiza más. A mí me interesa mucho la familia política. Siempre intento pensar las historias desde los finales, como comenté recién. En Los mantras modernos la historia comienza con una pareja que se acaba de separar. La familia política se constituye a partir de los lazos de esta pareja que antes era un matrimonio y ahora no. Si tenemos nuestras familias políticas hechas a partir de estos lazos que ya ni siquiera tienen que ver con el casamiento sino con la convivencia y lo cotidiano, ¿qué pasa cuando esos vínculos dejan de existir, por haberse separado o haber enviudado? En Los cuerpos del verano el difunto sobrevive, aunque deja a su mujer viuda. Automáticamente, sin que yo lo haya pensado, dar vida al muerto y permitirle vivir más que su viuda, que en su momento lo sobrevivió, me permite mostrar que falta una palabra para ese rol social: el que murió y dejó sola a la viuda. Por supuesto que esto solamente se requiere en el caso de esta vida después de la muerte.

—Me intriga que (y voy a hablar lo mínimo, para no contar de más) en ambas historias, en momentos muy semejantes a nivel estructura, el punto de vista sea el de un animal que perdió su olfato. Al mismo tiempo, nosotros estamos en una pandemia que desnuda nuestro lado humano y, a los infectados, los hace perder el olfato. Tomo esos detalles para pasar a la actualidad, ¿cómo te estás llevando con estos tiempos? ¿Escribís, leés, alteraste tu ritmo en este aspecto?

—Creo que la pandemia no me afecta tanto como escritor sino como regulador del tiempo. Cuando empezó la cuarentena no podía escribir porque no tenía tiempo y eso fue así durante un buen trecho. Para empezar, porque tenía más trabajo. Antes sólo tomaban clase quienes estaban cerca o se animaran a viajar para cada clase, mientras que ahora obligatoriamente toda enseñanza se volvió virtual, así que esas fronteras se difuminaron y podemos relacionarnos con gente de cualquier lugar. Entonces, la pandemia me afectó en la escritura en la medida en que me siguió quitando tiempo, pero el tiempo es un recurso que los escritores en Argentina no solemos tener, porque la nuestra no suele ser una tarea del todo profesional, entonces la tenemos que conjugar con otras tareas y lo que nos pasa es que para ganarnos el pan de cada día ponemos lo urgente sobre lo importante. A veces, incluso económicamente, no es una buena jugada, ya que cuando uno publica una novela logra tener más ingresos que antes, porque puede salir una traducción, o alguien lee la novela y te ofrece un trabajo. Digo: no es demasiado astuto postergar la escritura poniéndola por debajo de lo urgente. Pero más allá de eso, la cuarentena tiene mucha regularidad, no hay viajes ni eventos, es como una larga meseta. Así que cuando me logré organizar volví a escribir, te diría que más que antes. Logré hacerme una pausa para escribir historias que ya tenía en la cabeza. Lo que quiero decir es: no creo que la pandemia sea buena para imaginar nuevas historias. Creo que hay algo que lleva a esterilizar nuestra creatividad, no a potenciarla. Acá la ventaja es que yo ya venía pensando en esas historias. Son anteriores a la pandemia y estaban esperando su momento para encontrar su lugar en el mundo.

 

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