Infancia y Literatura
Eudora Welty, la niña que no quería dormir
Por Laura Galarza
En casa de la niña todo es estabilidad y silencio. Lo único que se mueve es su imaginación. Tanto, que por las noches lamenta quedarse dormida por lo que va a perderse de imaginar. Hace un cuadrado con sus dedos ante los ojos y lo proyecta sobre todo lo que está a su alcance. Sol, arena, agua, árboles. Personas solitarias y quietas. Animales sueltos. Sus padres nunca se preocupan porque suponen que la niña como tal, ve el mundo apacible y justo. No sospechan que ella está a la caza de lo imperfecto. Agazapada tras el recuadro de sus dedos, espera que alguna verdad se le revele.
La niña que no quería dormir se llamaba Eudora, como su abuela materna. Eudora Alice Welty, nació en Jackson, Misisipi, el 13 de abril de 1909 y fue la primera hija en una familia de esas que suelen decirse bien constituidas. Padre ejecutivo de seguros y fanático de los relojes y objetos mecánicos que estudiaba con obsesión; madre maestra de escuela que la habilitó a la lectura. “Cualquier habitación de nuestra casa, en cualquier momento del día, estaba dispuesta para leer», escribió Welty a sus 75 años en La palabra heredada, el delicioso libro de memorias, donde establece un puente entre su infancia y la escritura.
A los veinte años, Welty reemplazó aquel marco que hacía con sus dedos, por una cámara barata y recorrió Misisipi para la Works Progress Administration durante la Depresión del 30. Hizo fotos que revelaba en la cocina de su casa, consideradas vanguardistas por lo real y espontáneo; y expuestas en Nueva York en 1936. “Retraté la vida tal como me la encontré, sin una sola pose”. A sus veinticinco dejó todo para dedicarse a escribir. La idea de ser escritora, de algún modo la sorprendió. No creció gradualmente dentro de ella. Tuvo más bien el estatuto de una revelación, de esas que Eudora niña esperaba. “Los niños como los animales implican todos sus sentidos para descubrir el mundo. Luego irrumpen los artistas y lo plasman de manera similar, una y otra vez”. Welty publicó más de cuarenta cuentos, cinco novelas y un libro para niños The shoe bird. Ganó el Pulitzer en 1973 con La hija del optimista.
Ese don de captar la humanidad de un solo golpe —entre sus dedos primero y la cámara después—, y el armado de encuadres sucesivos, será el identikit de su literatura. Una sutil composición de escenas más que tramas rigurosas. “Había una fuerza en su forma de mirar, como si pudiera lanzar la visión como una soga”, dice el personaje de “Muerte de un viajante”, que bien podría atribuírsele a la misma Welty. La historia de ese viajante que sufre un accidente con su auto y recurre a una pareja solitaria en medio de la montaña, es el primer cuento publicado en una revista y que llega a manos de Katherine Anne Porter, ya por entonces líder generacional de los escritores del sur: “No hay nada en absoluto vulgar o frustrado en la mente de la señorita Welty. Ella, simplemente, tiene ojos y oídos agudos, sagaces y verdaderos”.
“Escribir relatos de ficción ha inspirado en mí un respeto cerval por todo cuanto desconocemos de una vida humana, y ciertos indicios acerca de dónde buscar las claves, de cómo seguir, de cómo conectar, de cómo encontrar, en medio de una maraña, una línea clara”, reflexiona Welty en sus memorias, producto de una recopilación de tres conferencias dictadas en la Universidad de Harvard en 1983. Sus personajes —como la misma Welty— están llamados a descifrar verdades esenciales, transformadoras. Clytie, la mujer del cuento que lleva ese nombre, vagabundea por el pueblo escrutando los rostros de sus habitantes. “Cuando empezó a mirar los semblantes reales de la gente, para ella dejó de existir la familiaridad. La visión más profunda y conmovedora del mundo entero tenía que ser una cara. ¿Es posible acaso, comprender los ojos y las bocas de las personas, que ocultaban algo que ella no sabía y preguntaban secretamente algo desconocido aún?”
Welty cultivó un bajo perfil. Los vecinos de Jackson saludaban al pasar por delante de la ventana de su escritorio al verla sobre su máquina de escribir. Si bien viajó por Europa y dio clases en varias universidades de su país, vivió toda su vida sola, luego de la muerte de su madre, en la misma casa. La que hizo construir su padre en 1925, estilo Tudor, hoy convertido en museo y atracción de los sitios de turismo por considerarse de las casas de escritores más intactas del país. El jardín conserva las flores preferidas de Welty, violetas, lirios, camelias, rododendros y rosas. Night Blooming Cereus Club, el grupo de intelectuales que se reunían en esa casa, se hacía llamar así por el cereus que da una única flor blanca y brillante por la noche, y que también cultivaba la autora en su jardín. En su habitación todavía está la carta que el coloso William Faulkner le escribió: “Lo estás haciendo bien”. También la colección de Dickens que la madre salvó de un incendio metiéndose en la habitación en llamas y arrojando por la ventana los veinticuatro libros para recién después saltar. La misma madre que llevó a su niña hasta la biblioteca Carnegie de Jackson —a unas cuadras de la casa y a la que Welty podía ir sin permiso, en bicicleta—, para hablar con la bibliotecaria a la que todos temían, la señorita Calloway. Lo primero que hizo fue sacar un carnet de socia para su hija y luego dijo: “Eudora tiene mi permiso para leer lo que tenga ganas, sea para niños o para adultos”.
Ese entorno familiar luminoso, apacible y equilibrado no hizo más que hacer crecer la culpa en Welty que amaba la libertad. Se puede trazar un triángulo perfecto entre Virginia Oeste donde vivía la familia materna; Ohio, la paterna y Jackson. 3000 kilómetros que los Welty hacían cada verano para expiar —ellos también— la culpa de haber dejado sus respectivas tierras por amor y buscar un lugar neutral donde vivir. En esas vacaciones la familia se desbarajustaba, el sol aplastaba las cabezas, alteraba los ánimos. Los autos iban a 40. “Kilometraje de hoy: ¡161!”, anotaba la madre en su diario de viaje. Para cuando volvían a Jackson el verano había pasado.
El remordimiento por huir de los seres queridos quizás contribuyó en parte a la oscuridad de los relatos de Welty, donde lo grotesco de la escritura de la región, queda representado por lo incompleto de esas vidas en apariencia comunes. La pérdida y sus inevitables consecuencias se va revelando en pequeñas dosis; apenas rasgaduras, como si la realidad fuese una tela. La mujer del cuento que vive en una oficina de correos, deja a su familia por insoportable. “Aquí estoy y aquí seguiré. Y quiero que el mundo sepa que soy feliz” dice Stella-Rondo. “Todos los pájaros han de volar, aunque sean unos asquerosos que no valgan para nada”, dice uno de los personajes de La hija del optimista, (novela ganadora del premio Pulitzer en 1973), cuando un pájaro entra por la chimenea y con sus patas manchadas de hollín va dejando marcas negras por toda la casa.
“Mi literatura nace de una vida satisfecha, protegida. Y entonces la tristeza nace de la posibilidad de defraudar a quienes nos aman”, dice Welty en sus memorias. La mujer del increíble cuento “Este no es lugar para ti amor”, se anima a emprender un viaje con un extraño, a tomar un desvío, a ver otros paisajes, más allá. “Si continuamos adelante tendríamos que ir por encima del agua”, le dice ella al hombre.
Y quizás esa sea la experiencia de leer a Welty, andar sobre el agua y que se sienta como lo más real del mundo.