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El océano en un pañuelo o las cuatro del Sur

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El océano en un pañuelo o las cuatro del Sur

Por Laura Galarza

Las cuatro del SurKatherine Anne Porter, Flannery O’Connor, Carson McCullers y Eudora Welty estuvieron unidas por un mismo tiempo y paisaje del sur profundo de los Estados Unidos. Sus temas y personajes tuvieron que ver con seres al margen del mundo, y desde la literatura abrieron los ojos al dolor de la humanidad. Sin embargo, como sucede con los genios, sus escrituras fueron originales y únicas. En esta nota se rescatan los pocos puntos de contacto real que tuvieron entre ellas a pesar de haber sido contemporáneas.

Las casas de Flannery O’Connor  y Carson McCullers distaban apenas 400 kilómetros. Nacieron con 8 años de diferencia, Carson en 1917 y Flannery en 1925. Dijo O’Connor en una carta “La semana pasada, Houghton Mifflin me envió un libro llamado Reloj sin manecillas  de Carson McCullers. Creo que es el peor libro que he leído. Es la prueba de que el talento de esta mujer se hizo trizas. He olvidado cómo eran los otros tres, pero al menos eran respetables desde el punto de vista de la escritura”. Por su parte, cuando a Carson le preguntaron si había leído el último libro de relatos de O’Connor, respondió: “Bueno, lo empecé y no lo he terminado. Pero lo leí lo suficiente como para darme cuenta de cuál es la escuela a la que asistió, y tengo que admitir que ha aprendido muy bien la lección.”, dando a entender que la copiaba.

Lo cierto es que sus vidas personales y literarias tuvieron paralelismos: ambas fueron niñas prodigio intentando adaptarse a un mundo que les quedó chico, y tuvieron muertes tempranas, víctimas de enfermedades que las limitaron toda la vida. Flannery tuvo lupus (su padre murió de lo mismo), y Carson una fiebre reumática mal diagnosticada que le acarreó complicaciones.

Flannery recién había cumplido los 21 cuando fue aceptada en Yaddo y fue allí donde deslumbró a los residentes, escritores ya consagrados, cuando en una tertulia leyó “El geranio”. Ese relato donde un viejo que vivió en el campo, se lamenta porque su hija lo llevó con ella a su apretado departamento neoyorkino. Su único contacto con esa vida perdida es un geranio que él mira por la ventana, en una maceta que nadie riega.

Por su parte McCullers tenía 16 cuando toma un barco a Nueva York dispuesta a “dejar huella en el mundo”. Al llegar, pierde todo el dinero que llevaba producto de  la venta de un anillo herencia de su abuela. Pero nada impidió que a los 20 publicara su primera novela, El corazón es un cazador solitario, considerada hasta hoy uno de los mejores debuts literarios del siglo XX. El protagonista es un hombre mudo a quienes diferentes personajes  visitan para confesarle sus más íntimos sentimientos. “El tema principal de este libro, expuesto en las primeras doce páginas, es la rebeldía del ser humano contra su aislamiento interior y la necesidad que siente de una expresión personal lo más plena posible”, dice Carson en el esquema de la novela que ella le envió al editor para convencerlo de que la publicara y que hoy puede leerse completo en el libro El mudo y otros textos.

También McCullers tenía períodos de tanta debilidad corporal que no podía sostenerse en pie y entonces volvía a la casa de sus padres. Fue allí donde escribió la mayor parte de su obra. Al final, postrada en la cama, dictó sus memorias a su cuidadora, amigos y fans que pasaban a visitarla. Murió en septiembre de 1967 a los 50 años. El libro quedó inacabado y se tituló Iluminación y fulgor nocturno. En un pasaje, Carson menciona a Flannery, cuando relata la muerte de su padre y cómo su madre se equivoca al pedir las lecturas para el funeral (“El señor es mi pastor” por el “Salmo de los pecadores”). A propósito de ese suceso dice: “Fue algo grotesco y horrible; muy misterioso, como en un cuento de Flannery O Connor”.

O’Connor también volvió al hogar junto a su madre cuando los múltiples tratamientos médicos fueron deformando su cuerpo. En la granja Andalusia, su refugio de Milledgesville, cada día después de escribir, se dedicaba a sus pavos reales. En su magistral libro de ensayos Misterio y maneras hay un capítulo dedicado a sus aves. El texto es inclasificable y encarna de manera maravillosa aquel consejo de Flannery a los escritores sobre la importancia de la observación: “Cuando más se mira un objeto, más mundo se ve en él”. Flannery murió en aquella granja (hoy convertida en museo) en 1964 a los 39 años.

Una foto tomada en Yaddo en 1941 muestra a los artistas residentes posando sentados, otros de pie. Junto a la joven Carson (que había deslumbrado con la lectura de aquel cuento), está Katherine Anne Porter con 51 años, y a esa altura, una escritora consagrada. Su nouvelle Pálido caballo, pálido jinete —una historia de amor entre un soldado y una periodista en época de la fiebre española de 1918— acababa de ser un éxito. Aunque iba a pasar un tiempo más hasta que Porter se hiciera popular y fuera traducida en el mundo con su best seller “La nave de los locos” (para los amantes de Madmen, la misma que lee Bety Draper en su sillón).  Porter pasó su infancia en Indian Creek, Texas, huérfana de madre desde los dos años. Tenía quince cuando se casó. Luego vendrían otros dos matrimonios también fallidos. Antes de ser escritora, hizo de todo “para mantenerse a flote”, como dijo en la entrevista para The Paris Review: secretaria, extra de cine, cantante. Dicen que aquella vez que Porter y McCullers convivieron en Yaddo, Carson se enamoró y tiempo después viajó hasta la casa de Porter en Luisiana, llamó a la puerta y hasta hizo un acting amoroso pero no fue recibida.

Por el contrario, ese mismo año de la foto en Yaddo, Porter prologaba Una cortina de follaje  el primer libro de relatos Eudora Welty, otra joven promesa nacida en Jackson, Missisipi en 1909 y a quien Porter había invitado a su casa sin conocerla. Dice en ese prólogo: “No hay nada en absoluto vulgar o frustrado en la mente de la señorita Welty. Ella, simplemente, tiene ojos y oídos agudos, sagaces y verdaderos”. Porter había quedado deslumbrada al leer uno de los primeros cuentos de Welty, “Muerte de un viajante”, en el que un comerciante que no encuentra rumbo a su vida, cae con su auto por un barranco y es cobijado por una pareja en una casa en medio de la nada. A diferencia de sus demás coterráneas, Eudora Welty vivió toda su vida en la misma casa que había construido su padre en Jackson, nunca se casó y murió de pulmonía a los 92 años. A esa misma casa, William Faulkner, a quien Welty consideraba un maestro, le envió una postal que decía: “Lo estás haciendo bien”.

Hablar de estas escritoras que compartieron no solo un tiempo y un espacio, sino una misma concepción de la literatura, sería como intentar juntar el agua del océano en un pañuelo. Welty fue la única que hizo referencia al vínculo entre las cuatro cuando se le preguntó en su entrevista con The Paris Review: “No estoy segura de que haya una línea punteada conectándonos a las cuatro, aunque todas sabíamos de las demás y todas, creo, respetábamos y leíamos el trabajo de cada una, y lo entendíamos”.      

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