Los escalofriantes límites de lo real
Madrugada de otoño. Neblina. Avenida camino de la Plata a Berisso: la rotonda, la planta de YPF, el paisaje entre campestre e industrial de la periferia bonaerense. Diego, profesor de literatura, casado, dos hijos, vuelve de una reunión de amigos. De repente, una figura borrosa, de no más de un metro, cubierta por una especie de capa similar a la que utilizan los monjes o los Jedi, la cabeza encapuchada, la cara oculta, levita sobre la calle y avanza hacia los faros de su auto. “¿Me volví loco?”, se pregunta el, “¿Esto es volverse loco?”, se repregunta.
La escena inicial de El vástago liminar, segunda novela de Juan Andrade, es un gancho perfecto para la avidez lectora. Es que, lo sabemos, una de las grandes atribuciones de la ciencia ficción es su capacidad de cruce con cualquier temática que ataña a la condición humana –el género como espejo de vicisitudes– y su potencia para funcionar en varios niveles.
Esa presencia extraterrestre disparará una crisis existencial en el personaje. Sea en la paternidad. Sea en la condición de hijo, sobre todo en la condición de hijo: laberíntica, ominosa, extraviada, onírica. ¿Quién fue mi padre, es este que está acá, de vuelta, como un muerto vivo que regresa? ¿Quién soy, quién fui yo frente a él? Sea en un matrimonio al que parece no quedarle otro destino que la desintegración. Esa visión paranormal, que bordea lo inverosímil, lo llevará a una obsesiva investigación periodística; a un mapeo de su propia vida; a una búsqueda de la verdad, su verdad; y, claro, la develación de qué son esas criaturas.
El vástago liminar (Malisia, 2025) va del monólogo interno a las descripciones minuciosas y las acciones vertiginosas, con un lenguaje directo, sin vanos rodeos. Sostiene la tensión. Flota, como esos seres de otro planeta, entre el extrañamiento y los replanteos existenciales. Que abra con una cita de El Eternauta –signo de los tiempos– y otra de Lovecraft, padre santo del terror, no es menor.
Pero una de sus grandes cualidades es que vuelve ficción algo que es parte de un hecho “real” (el propósito del encomillado es notorio) que mereció su repercusión mediática, primero a los medios platenses y luego una efímera aparición en los nacionales (José de Zer incluido): varios testigos afirmaban haber visto un puñado de seres inexplicables, a los que la prensa amarilla de entonces llamó “las monjitas del espacio” por su atuendo, en esas mismas calles, las de la Berisso de los ’90, donde Andrade vivió sus años de adolescencia.
“Discúlpeme, pero no tengo palabras para explicar esto”, dice un personaje en los capítulos finales, ante la llegada de ese vástago liminar que dará título a la novela, “algo” que ve la luz por primera vez de una manera escalofriante, en los abismos de lo incognoscible. Quizás al protagonista no le quede más que escribirlo. Es que los límites de lo real a veces son tan difusos que asustan.