En 1991, el escritor Enrique Medina publicó una historia novelada del boxeador argentino José María Gatica; se tituló Gatica. El boxeador de Evita y Perón. Medina, siendo pibe, se lo cruzó en un orfanato al que lo había mandado su madre porque no tenía plata para mantenerlo. La historia la cuenta en Las tumbas, otro de sus libros. Durísimo pero necesario para entender el submundo de los pibes marginales que intentan sobrevivir en los institutos de menores.
Las historias que suele contar Medina encajan a la perfección con Gatica. No en vano, sabemos, el boxeador dividió al país. Era él o Prada. El peronismo o el antiperonismo. La popular versus el ringside. Hasta el apodo lo enfrentaba a los pudientes: odiaba que le digan Mono, como ellos le decían para minimizarlo; le gustaba más el Tigre, que no prendió. Encima la caída en desgracia cuando todavía tenía cuerda. Gatica no superó el mareo que va de la pobreza a la buena posición económica. Se gastó todo tanto como se lo gastaron. Se quedó sin nada y murió tras ser aplastado por un colectivo en Barracas. Venía de acompañar a un amigo que vendía muñequitos en la popular de Independiente. Cuando pasaron por el bar El as se emborracharon, la dueña del lugar los echó y el Mono trastabilló al intentar subirse al 295. Con lo poco que le quedaba de vida fue a parar al Hospital Rawson. Murió unas horas después acompañado por una multitud humilde que había encontrado en él a uno de los suyos.
Pero Gatica es también la historia de Argentina. El hombre que aprovechó Perón –y el peronismo– como propaganda; el hombre al que la oligarquía defenestró y utilizó como ejemplo de lo malo que era ser peronista.
Nacido en San Luis el 25 de noviembre de 1925, la caída de Gatica fue un tema interesante para el periodismo y la literatura. Tal vez como pocos representó la victoria y la derrota. No en vano fue un personaje cultural por más que no supiera leer ni escribir. Cuando murió, el 12 de noviembre de 1963, los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Pero también lo hicieron escritores y demás referentes culturales. Las mejores plumas de El Gráfico le dedicaron textos. Y ya en los 70 fue Osvaldo Soriano quien lo recordó en una crónica imperdible que se tituló Gatica. Un odio que conviene no olvidar.
“‘No me dejés solo, hermano’. Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los espasmos, Gatica se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas de un colectivo, a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los que miraban esa piltrafa cercana a la muerte habrán reconocido el cuerpo de José María Gatica, uno de los mayores ídolos que tuvo el boxeo argentino. Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó hacer pie en el estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria como tantos otros; algún rasgo lo distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén por el futuro. Era uno de esos hombres obligados a soñar con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y ovaciones”. Así empieza el texto de Soriano publicado en El cronista comercial en 1975.
Textos sobre Gatica y su derrota hay a montones. Algunos, formidables. Uno es el de Soriano. Otro es un libro: El Mono Gatica y yo (1978), del periodista Jorge Montes, amigo y testigo de las vivencias del boxeador. Está agotado y apenas se consigue a través de alguna plataforma electrónica. Tal vez en librerías de viejo se conserven todavía ejemplares. Montes no se queda con su recuerdo. Consulta a amigos de Gatica y visita archivos del momento. El resultado es una biografía espectacular. De esas que se leen de un tirón. Bien escrita, bien documentada. Una joya.
Tanto como la novela de Enrique Medina, que fue reactualizada en 2011 y publicada por Galerna. No es fácil de hallar, pero al menos es más accesible que la de Montes. El Gatica que cuenta Medina podría ser un personaje de cualquiera de sus libros. O hasta el mismo Medina, salvando las distancias. Medina, contó varias veces, vivió en la pobreza, la superó, laburó como productor periodístico y se destacó por sus novelas. Aun superando las prohibiciones de la dictadura militar.
Todavía sigue escribiendo y juntándose con amigos en un bar de esquina de Palermo, cerca de su casa. Cada tanto viaja a Francia para reencontrarse con sus hijos. Cuando se le consulta qué hay de cierto y qué de ficción en su Gatica. El boxeador de Evita y Perón, responde con evasivas. En una de las tantas charlas que tuvimos, me contestó: “Es verdad en lo que es y no en lo que no…”. Y rio. Pero no olvidó aclarar que para hacerlo se documentó. Se nota en los detalles. Tanto le apasiona el boxeo a Medina que, si todo va bien, a fin de año tendremos un nuevo libro suyo sobre otro boxeador.
En 1993, la historia de Gatica resucitó para llegar a un público que empezaba a perderlo de vista por una cuestión generacional. Ese año salió la película Gatica, el Mono, de Leonardo Favio, protagonizada por Edgardo Nieva, fallecido en 2020. Aún las críticas la enaltecen, más allá de las polémicas. Se la puede ver en YouTube. En pleno menemismo, Favio, peronista entre los peronistas, decidió sacarla de competencias internacionales para manifestar su disconformidad con la política del cine.
De esa película quedan frases memorables. “Para hablar con Gatica se pide audiencia”. “A mí se me respeta”. “Mono, las pelotas”. “Buenas noches, buen provecho”. Y una imagen icónica: la de la Doble Visera cuando se cuenta el ocaso del boxeador.
Gatica pasó de pibe lustrabotas en Constitución a pelear en rings improvisados en el bajo. Cuando le llegó la gloria, no pudo sostenerla porque no cuidó su físico. Tampoco su dinero. Se casó tres veces, regaló autos y alquilaba noches de placer para sus amigos y él. Compró casas que luego perdió. Una vez peleó con Martín Karadagián en La Bombonera con la idea de recaudar mucho dinero. Pero la cancha de Boca no se llenó. Terminó rengo después de pegarle de más al Gran Titán, que le devolvió el golpe con una patada.
Después, el ostracismo. Sin dinero y sin Perón fue un exiliado en su país. Un pobre que mendigaba y que salió en los diarios cuando una inundación arrasó con sus cosas en el barrio humilde en que vivía. El alcohol lo fue hundiendo. Hasta que cayó y se convirtió, con su muerte, en el ídolo añorado de la gente popular y en el hazmerreír de los pudientes. Pero sobre todo se convirtió en leyenda y en cultura. Su vida fue de película, de libros, de crónicas. Y se sigue contando. Es un muerto que no para de morir.