La esencia que se desgasta
Volver la vista hacia atrás, hacia épocas que fueron resplandecientes —o que así las consideramos— cuando el presente no lo es, suele ser un mecanismo automático para la mayoría de las personas. Pero intentar ese retorno sin reconocer que se trata del pasado, de algo perdido y, por tanto, inalcanzable, suele ser cosa de desesperados; Juan Rayo, el protagonista de La exactitud del dolor, la última novela de Horacio Convertini, es uno de ellos.
Su decisión o deseo (acaso el de tantos boxeadores con un final anunciado: la decadencia) es volver al ring, tomar revancha, recuperar la admiración que los otros han tenido hacia él: una admiración que hoy contrasta demasiado con la mirada que se puede tener hacia un tipo derrotado, hacia un alcohólico. En este sentido, La exactitud del dolor recuerda a Fat City, la novela de Leonard Gardner. Podría haber un paralelismo entre Pompeya con sus fábricas hoy siendo parte de un tesoro arqueológico, y la Stockton de Gardner, con sus legiones de zombis en busca de un trabajo o changa con el objetivo de parar la olla. Juan Rayo, que conoció el lujo de Las Vegas con peleas que lo llevaron a la cima del mundo, a conquistar el campeonato mundial, tampoco tiene para comer y se vale de los encantos que le quedan para sobrevivir a través de Matilde, la viuda de la pensión donde va a vivir con el objetivo de estar cerca de su antiguo gimnasio, el lugar donde imagina el recomienzo de la mano de Zafe, el maestro que supo traicionar. Volver al gimnasio, volver “con la frente marchita”, como en los tangos que escucha Zafe, con el objetivo de ser catapultado, de recuperar algo de la esencia que se fue desgastando con los fracasos, las frustraciones y el alcohol. Pero Juan Rayo no se conforma con intentar ponerse en forma, recuperar velocidad y pegada, va más allá, busca volver, incluso, al primer amor, el de Patricia, ese que el tiempo volvió mítico, un amor que ha sido santificado y por el que vale la pena jugarse la cabeza.
Con La exactitud del dolor Convertini retoma tópicos que aparecieron en libros anteriores, como la vuelta al barrio y el reencuentro con antiguos compañeros como si el tiempo no hubiera transcurrido (New Pompey) o la atmósfera oscura y solitaria (La soledad del mal). Personajes derrotados de antemano que, aunque la realidad se haya vuelto una pared, insisten en su búsqueda, como un boxeador que se reconoce con menos recursos y técnica que su oponente y, sin embargo, avanza esperando que el otro se canse de golpear, que en el castigo recibido se encuentre, al final, algo similar a la victoria.
El placer proveniente de la lectura, además de subjetivo, es amplio, plural: puede haber un goce estético en el reconocimiento del trabajo con el lenguaje, del ingenio en el armado de una trama, del uso de la intertextualidad o de la introducción de temas de la agenda social; algo que últimamente parece difícil de encontrar, es ese goce que suele asociarse a las lecturas juveniles, al entusiasmo de la aventura, del camino del héroe (o antihéroe, en este caso).
Si hay algún mecanismo que nos permita recuperar algo de lo pasado, de lo perdido, ese es la literatura. Con La exactitud del dolor reaparece ese entusiasmo casi adolescente, la lectura convertida en aventura.